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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

El maestro del Prado (28 page)

BOOK: El maestro del Prado
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Letras I y T del alfabeto de Holbein y detalles de
El triunfo de la muerte
.

—¿Qué tenemos, pues? —sonríe satisfecho el maestro.

—Cuatro letras: A, V, I, T.

—¿Y te dicen algo?

Estrujo mi memoria en busca del algún poso del latín del bachillerato y apenas acierto a murmurar un par de soluciones que hacen reír al maestro.

—No, hijo. No es una mención a aves o a abuelos. Piensa: has encontrado cuatro letras que rodean por todos sus flancos a los últimos humanos. Gentes que son conducidas al infierno, sin esperanza. Pero ¿y si Brueghel hubiera disimulado en esas cuatro letras el secreto de su fe? ¿Y si justo en el espacio de mayor desolación, en el punto de su obra con el que el espectador, cualquier espectador, podría sentirse más identificado, estuviera gritándonos su remedio?

Contemplo atónito al maestro. De repente ha vuelto el rostro hacia mí como si quisiera anclar sus ojos en los míos. Su mirada está encendida. Adivino en sus labios un temblor sutil, casi imperceptible, que anuncia que lo que está a punto de decir es importante.

—Hijo: si juegas con las letras y las ordenas empezando por el caballo, siguiendo por el hombre que implora y luego acudes al esqueleto que lo derrama todo para ascender hasta el que toca la música, descubrirás qué quiero decirte.

—V, I, T, A —deletreo atónito—. ¡Por todos los diablos!
Vita
! ¡Vida!

—¿Y qué me dices de la orientación de las letras? La vida viene del cielo a la tierra, de arriba abajo, y desde abajo regresa otra vez a las alturas. Exactamente como este juego de letras. ¿No es una lección hermosa? ¿No es una promesa profética perfecta? Tras el dolor y el terror de la muerte se esconde… ¡más vida!

Me quedo sin saber qué decir. Mudo. Perplejo. Incapaz de valorar sus conclusiones o de aceptar la lección de «arte oscuro» que acaba de brindarme. Y el maestro, consciente de que ha saturado por completo mis entendederas, me palmea la espalda con cierta conmiseración.

—Eres joven aún —dice, súbitamente cansado por el esfuerzo—. La muerte todavía no te preocupa. Pero cuando dentro de unos años lo haga, querrás saber más de esta vieja enseñanza.

—¿Saber más? ¿Es que hay más pinturas con mensajes «escritos»?

Fovel se recompone, removiéndose bajo su abrigo.

—Las hay. Por todas partes.

15. La «otra humanidad» del Greco

Creo que nunca había recorrido el Museo del Prado con tantas dudas en la recámara como aquella tarde. El instinto me abocaba a tratar de retener los pequeños detalles de los cuadros que dejábamos atrás, pero fue un empeño vano. De nuevo la cabeza estaba a punto de estallarme.

Arrastrado por un cada vez más impetuoso doctor Fovel, recorrimos en un suspiro la distancia que separaba la sala de los Boscos de la de los Grecos en el piso superior. Yo no sabía a dónde me llevaba esta vez, pero, cuando vi que apretaba el paso hacia la colección de figuras anormalmente alargadas de Doménikos Theotokópoulos, me invadió una extraña desazón. Si ése era nuestro destino, el salto discursivo al que iba a asistir sería mayúsculo. ¿O es que el maestro había descubierto algún trazo sutil que conectaba a los pintores flamencos con aquel exótico griego afincado en Toledo, al que siempre se consideró que fue «por libre»?

No iba a tardar en averiguarlo.

El lugar al que me guiaba no era una sola habitación, sino tres dispuestas longitudinalmente en el ala este del edificio. A las puertas de ese santuario, a pocos pasos de
Las meninas
o de
Los borrachos
de Velázquez, me llamó la atención que el maestro titubease antes de entrar. Cauto, miró a uno y otro lado del recinto, en actitud inquisitiva, para atravesarlo después sin decir palabra.

Fovel se detuvo a un paso del tenebroso
Pentecostés
del Greco y, como si dudara en prevenirme de algo, musitó un nuevo «¿Estás preparado?» que terminó por descolocarme. «¿Preparado?» Asentí, claro. Y él debió de sobrevalorar mi seguridad, porque de inmediato desahogó lo que llevaba dentro:

—¿Sabes, hijo? Es una lástima que el cuadro que demuestra lo que voy a revelarte no esté todavía aquí colgado, sino en el monasterio de El Escorial. Deberías ir a verlo un día de éstos.

—¿Es un… Greco? —pregunté ingenuamente con
La Resurrección
mirándome desde el fondo.

—Desde luego que lo es. Pero no uno cualquiera. Se trata de la obra que para muchos críticos de arte demuestra que este genio entre los genios admiró e imitó las pinturas contemplativas de Brueghel y del Bosco que te acabo de mostrar.

—Pero usted nunca les ha hecho mucho caso a los críticos, maestro.

—Es cierto —asintió—. Para mí el cuadro del que te quiero hablar es, en primer lugar, la prueba de algo mucho más profundo. Algo sin lo cual la comprensión de estas obras que nos rodean sería incompleta y equívoca. El dato que pone en evidencia que Doménikos Theotokópoulos, ese al que en la corte de Felipe II llamaban «el griego», fue un miembro destacado de la confraternidad apocalíptica de la
Familia Charitatis
. Otro artista para el que las pinturas no eran sino depósitos de un credo revolucionario que profetizaba la llegada de una humanidad nueva y, sobre todo, una vía directa de comunicación con lo invisible. El Greco, no lo olvides, fue místico antes que pintor.

—Pero ¿qué obra es ésa? —pregunto con la curiosidad desatada por semejante revelación.

—En El Escorial todos la llaman
El sueño de Felipe II
. A diferencia de los Boscos, todavía está en el lugar que le asignó el Rey Prudente. Pero no la juzgues por ese nombre. Ya hemos hablado de lo que pasa con los títulos de los cuadros: ¡casi ninguno fue puesto por su creador!

El sueño de Felipe II
. El Greco (ca. 1577). Monasterio de El Escorial, Madrid.

—Me gustan los cuadros de muchos nombres… —dije. Al lado de aquel hombre había aprendido que, cuantas más denominaciones tuviera un cuadro, más arcanos escondía.

—Pues éste se lleva la palma. Lo llaman desde
Adoración del nombre de Jesús
, porque en la parte superior se ve el anagrama
IHS
de forma preeminente, hasta
Alegoría de la Liga Santa
, porque en la parte inferior se incluyen los retratos de los principales aliados del rey contra los turcos en la célebre batalla de Lepanto: el papa Pío V, el dogo de Venecia y Juan de Austria. Pero ninguno de ellos me parece el adecuado. Mi título favorito, como comprenderás enseguida, es el que le dieron los monjes de El Escorial nada más verlo:
La Gloria del Greco
.

—¿
La… Gloria
? ¿Como la de Tiziano?

—Exacto, hijo. —Sonrió de oreja a oreja—. Y es importante que sepas por qué.

El maestro Fovel me desgranó entonces una historia fascinante. Aunque esa pintura no está fechada y tampoco existe contrato o documento contemporáneo alguno que ayude a situarla en el tiempo, para muchos especialistas ese cuadro fue pintado por el Greco nada más llegar a Madrid, hacia 1577. De hecho, según el maestro, fue el primero que pintó en España. Doménikos había tenido una aceptación desigual en Italia, donde se empapó de la pintura veneciana de Tiziano, Tintoretto y Correggio, e incluso se dejó marcar por las pinturas de vejez del gran Miguel Ángel. Pero pasada la barrera de los treinta, empezó a ambicionar metas más altas. «Fue entonces», me dijo Fovel de modo teatral, «cuando le sonrió el destino». Nadie sabe cómo ocurrió exactamente, pero el maestro del Prado estaba seguro de que el griego se tropezó en Roma con un cabizbajo Benito Arias Montano que —como si hubiera sido puesto en su camino por la divina providencia— enseguida se convertiría en su mentor. El futuro bibliotecario de El Escorial se había instalado en la Ciudad Eterna en 1576 para convencer a las autoridades pontificias de que autorizasen su proyecto de la
Biblia regia
. Arias Montano ya era un miembro destacado de la
Familia Charitatis
y tanto para él como para los correligionarios agrupados alrededor del impresor Plantino era vital recibir ese refrendo. De obtenerlo, su idea de la
unio cristiana
, de fusión de todas las iglesias, los acercaría al objetivo secreto de Hendrik Niclaes de presentarse como el mesías de la Nueva Humanidad. Pero algo falló. En España, doctores de la Universidad de Salamanca consideraron sospechosas sus traducciones del texto y más aún que Arias Montano citara como fuente respetable el Talmud de los judíos. Esos recelos contagiaron al entorno del papa, y éste desbarató sus planes.

Fue, pues, justo entonces cuando Arias Montano conoció al Greco. Seguramente se encontraron en el círculo que ambos frecuentaban, a saber: el entorno del cardenal Alejandro Farnesio, mecenas de Doménikos. Allí el Greco había intimado con su bibliotecario, Fulvio Orsini, y éste bien pudo ser quien le presentara a Arias Montano. Lo demás se dio de modo natural. El español vio sus pinturas y lo persuadió para que viajase a Madrid a trabajar en la ambiciosa decoración del monasterio de El Escorial. Era la época en la que Felipe II estaba obsesionado con el programa pictórico de su gran obra, y toda ayuda era poca.

A finales de 1576 o principios de 1577, recién llegado a España y deseoso de ganarse el favor del monarca, el Greco pintó su
Gloria
.

—No es difícil imaginar a Doménikos paseando solo por el monasterio, sin nadie con quien hablar en griego salvo Arias Montano, y contemplando los cuadros favoritos del rey —especula Fovel—. En las estancias reales colgaban algunos Boscos y, por supuesto,
El triunfo de la muerte
de Brueghel. Estoy casi seguro de que Montano, un familista notable, le enseñó cómo interpretarlo, pidiéndole al Greco que pintase su versión correspondiente.

—Y así entró en la corte…

—Más o menos, hijo. Su
Gloria
, desde luego, no pasó inadvertida. Pero según fray José de Sigüenza, el cronista del monasterio, la pintura no gustó al rey. O, para ser más preciso, «no contentó a su majestad». Y eso que en ella se desplegaban los iconos que más le complacían: una manifestación sobrenatural sobre la cabeza del monarca, como apoyándolo desde el más allá; una división clara entre justos y pecadores, y hasta un Leviatán ciclópeo, un monstruo devorador de almas pecaminosas, muy del estilo de los pintores flamencos.

—Y seguramente de alguien más, doctor —le acoté.

El maestro alzó una ceja:

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