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Authors: Michael Scott

Tags: #fantasía

El Mago (24 page)

BOOK: El Mago
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—¿Qué más hiciste? —solicitó Saint-Germain.

Nicolas se encogió de hombros.

—Visité el Museo de Cluny. Ver tu propia tumba no ocurre todos los días. Supongo que resulta consolador saber que hay gente que aún me recuerda, que no se olvida del verdadero Nicolas Flamel.

Juana esbozó una tierna sonrisa.

—Hay una calle que lleva tu nombre, Nicolas, la Rué Flamel. Y existe otra en honor a Perenelle. Sin embargo, algo me dice que ésa no es la razón principal por la que has ido al museo, ¿verdad? —preguntó de forma sagaz—. Nunca me has parecido un hombre sentimental.

Al Alquimista se le escapó una sonrisa.

—Tienes razón, ésa no era la única razón —admitió. Entonces se introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un tubo cilíndrico muy estrecho.

Todo el mundo que permanecía sentado alrededor de la mesa se inclinó hacia el enigmático objeto. Incluso Scathach se aproximó para echarle un vistazo. Flamel desenroscó los extremos del cilindro y extrajo un pergamino que desenvolvió de inmediato.

—Seis siglos atrás, escondí esto en la lápida, pensando que jamás necesitaría volverlo a utilizar.

Entonces extendió el pergamino amarillento sobre la mesa. Se apreciaba la silueta de un óvalo pintada con tinta roja que, ahora, cobraba un tono oxidado, en cuyo centro aparecía un círculo rodeado por tres líneas que formaban un triángulo desigual.

Josh se inclinó hacia el pergamino.

—He visto algo parecido a esto antes... —comenzó. Después frunció el ceño y añadió—: ¿No hay algo semejante a esto en el billete de un dólar?

—Ignora todo aquello que relaciones inmediatamente por su parecido —dijo Flamel—. Está dibujado de esta forma para disfrazar y disimular su verdadero significado.

—¿Qué es? —preguntó Josh.

—Es un mapa —respondió Sophie de forma inesperada.

—Así es, es un mapa —asintió Nicolas—. Pero ¿ cómo lo has sabido? La Bruja de Endor jamás vio esto...

—No, no tiene nada que ver con la Bruja —comentó Sophie con una sonrisa. Entonces se apoyó sobre la mesa y se inclinó hacia el pergamino, acercando la cabeza a la de su hermano. Señaló la esquina superior derecha del pergamino, justo donde aparecía una diminuta e imperceptible cruz dibujada en tinta roja—. Sin duda alguna, esto parece una «N» —dijo, indicando la parte superior de la cruz—, y esto es una «S».

—Norte y sur —asintió Josh rápidamente—. ¡Qué genio, Sophie! —exclamó mirando a Nicolas y agregó—: Es un mapa.

El Alquimista hizo un gesto expresando su acuerdo.

—Muy bien. Es un mapa de todas las líneas telúricas de Europa. Los pueblos y las ciudades, o incluso las fronteras, pueden cambiar con el paso del tiempo. En cambio, las líneas telúricas permanecen intactas —concluyó, levantando el pergamino—. Éste es nuestro pasaporte para salir de Europa y volver a Norteamérica.

—Espero que tengamos la oportunidad de utilizarlo —murmuró Scatty.

Josh rozó el borde del fardo envuelto en hojas de periódico que se hallaba colocado en el centro de la mesa.

—¿Y esto qué es?

Nicolas plegó el pergamino, lo introdujo en el cilindro y lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta. Entonces empezó a desenvolver capas y capas de hojas de periódico del objeto que yacía sobre la mesa.

—Perenelle y yo estuvimos en España a finales del siglo XIV. En esa época, el hombre manco nos desveló el primer secreto del Códex —explicó. El Alquimista no dirigía sus palabras a nadie en particular y su acento francés resultaba más notorio.

—¿El primer secreto? —preguntó Josh.

—Todos habéis visto el texto del Códex. Las palabras cambian continuamente. Sin embargo, cambian siguiendo una secuencia matemática estricta. No se trata de alteraciones aleatorias. Los cambios están relacionados con el movimiento de las estrellas y los planetas, con las fases de la luna.

—¿Como un calendario? —interrumpió Josh.

Flamel lo confirmó con un gesto.

—Justo igual que un calendario. Cuando aprendimos esa secuencia de códigos, supimos que ya podíamos volver finalmente a París. Habríamos tardado una vida, o incluso varias, en traducir el libro, pero al menos habíamos aprendido por dónde empezar. Así que transformé algunas piedras en diamantes, algunas piezas de esquisto en oro y empezamos nuestro largo viaje hacia la capital francesa. Evidentemente, por aquel entonces, ya llamábamos la atención de los Oscuros Inmemoriales y Bacon, el estúpido predecesor de Dee, nos pisaba los talones. En vez de tomar el camino directo hacia Francia, nos decantamos por viajar a través de rutas secundarias. Así, evitaríamos las carreteras más habituales para cruzar las montañas, pues sabíamos que estarían vigiladas. Sin embargo, aquel año el invierno llegó antes de lo esperado. Supongo que los Inmemoriales tuvieron algo que ver con aquello, así que nos quedamos aislados e incomunicados en Andorra. Y allí es donde encontré esto...

Mientras pronunciaba estas últimas palabras, Flamel posó su mano sobre el misterioso objeto.

Josh miró a su hermana levantando las cejas a modo de pregunta.

—¿Andorra? —susurró. A Sophie se le daba mejor la asignatura de geografía que a él.

—Es uno de los países más pequeños del mundo —explicó en un murmullo—. Está en los Pirineos, entre España y Francia.

Flamel siguió desenvolviendo el objeto.

—-Antes de mi supuesta muerte, escondí este objeto en el interior de una piedra del dintel de una casa ubicada en la Rué de Montmorency. Jamás creí que lo volvería a necesitar.

—¿En el interior? —preguntó Josh un tanto confuso—. ¿Acabas de decir que la ocultaste en el interior?

—Así es. Cambié la estructura molecular del granito, coloqué esto en el interior del bloque de piedra y después devolví al dintel su estado sólido original. Una transmutación sencilla: como introducir un cacahuete en una bola de helado.

La última hoja de periódico se rasgó cuando Flamel la desenvolvió del objeto.

—Es una espada —suspiró Josh fascinado mientras observaba la estrecha arma que yacía sobre la mesa.

Supuso que mediría alrededor de unos cincuenta centímetros de largo y lucía una empuñadura sencilla envuelta en cintas de cuero oscuro. La espada parecía estar fabricada de un metal gris brillante. No, no era metal.

—Una espada de piedra —anunció Josh a la vez que fruncía el ceño. Aquel objeto le recordaba a algo, como si lo hubiera visto antes en algún momento.

Justo cuando Josh estaba hablando, tanto Juana como Saint-Germain se levantaron impacientemente de las sillas, alejándose así de la misteriosa espada. En un movimiento torpe, la silla de Juana se cayó al suelo. Detrás de Flamel, Scathach producía unos silbidos parecidos a los de un felino y, cada vez que abría la boca, todos podían observar sus dientes vampíricos. Al hablar, su voz había cobrado un tono tembloroso y había marcado su acento barbárico. Parecía estar enfadada, o atemorizada.

—Nicolas —dijo en voz baja—, ¿qué estás haciendo con esa cosa?

El Alquimista la ignoró. Miró a Josh y a Sophie, quienes habían permanecido sentados en la mesa, un tanto pasmados por la reacción de los demás e inseguros de lo que estaba sucediendo a su alrededor.

—Existen cuatro grandes espadas de poder —empezó a explicar Flamel—. Cada una de ellas está relacionada con los cuatro elementos: Tierra, Aire, Fuego y Agua. Se dice que son anteriores incluso al Inmemorial más ancestral. Estas espadas han recibido varios nombres a lo largo de los siglos: Excalibur y joyeuse, Mistelteinn y Curtana, Durendal y Tyrfing. La última vez que alguien utilizó alguna de estas espadas como arma de guerra fue Carlomagno, el emperador de los romanos, que arrastró la Joyeuse a la batalla.

—¿Ésta es joyeuse? —murmuró Josh. Probablemente su hermana era buena en geografía, pero él era un genio en historia y Carlomagno era un personaje que siempre le había fascinado.

La carcajada de Scathach fue más bien un gruñido.

—joyeuse es belleza; esto... esto es abominación.

Flamel rozó la empuñadura de la espada y los diminutos cristales de la piedra se iluminaron con un resplandor verde.

—Ésta no es Joyeuse, aunque es verdad que antaño también perteneció a Carlomagno. De hecho, creo que el propio emperador escondió esta espada en Andorra en el siglo IX.

—Es clavada a Excalibur —comentó Josh. Ahora, al fin, se había dado cuenta de por qué le resultaba tan familiar. Miró a su hermana y añadió—: La espada Excalibur estaba en manos de Dee; él la utilizó para destruir el Árbol del Mundo.

—Excalibur es la Espada del Hielo —continuó Flamel—. Ésta es su gemela: Clarent, la Espada del Fuego. Es la única arma que puede vencer a Excalibur.

—Es una espada maldita —agregó Scathach firmemente—. No la tocaré.

—Ni yo tampoco —convino Juana de Arco rápidamente. Al mismo tiempo, su marido asintió mostrando su acuerdo.

—No os estoy pidiendo que la empuñéis ni que la blandáis —interrumpió Nicolas con brusquedad. Giró el arma sobre la mesa hasta que la empuñadura rozó los dedos de Josh. Después, observó a ambos mellizos y continuó—: Sabemos que Dee y Maquiavelo están en camino. Josh es el único de nosotros que no puede protegerse solo. Hasta que alguien Despierte sus poderes, necesitará un arma. Quiero que utilice la espada Clarent.

—¡Nicolas! —exclamó Scathach horrorizada—. ¿Qué estás haciendo? Es un humano desentrenado...

—... Con un aura pura dorada —cortó Flamel—. Y estoy decidido a mantenerle a salvo —dijo mientras empujaba la espada hacia los dedos de Josh—. Es tuya; cógela.

Josh se inclinó ligeramente hacia delante y notó las páginas del Códex que mantenía escondidas en la bolsa de tela debajo de la camiseta. Éste era el segundo regalo que le entregaba el Alquimista en pocas horas. Una parte de él quería aceptar el regalo como una prueba de confianza por parte del Alquimista, una pequeña muestra de que creía verdaderamente en él, sin embargo... Incluso después de la conversación que habían mantenido en la calle, Josh no podía olvidar aquello que Dee le había relatado en la fuente, en Ojai: la mitad de las palabras de Nicolas Flamel eran una mentira, y la otra mitad, una verdad a medias. Deliberadamente, apartó la vista de la espada y clavó su mirada en los ojos pálidos del Alquimista. Éste también le observaba fijamente con una máscara sin expresión alguna. «¿Qué estará tramando el Alquimista? —se preguntaba Josh—. ¿A qué está jugando?» En ese momento, las palabras de Dee volvieron a su cabeza. «Pero ahora es, como siempre ha sido, un mentiroso, un charlatán y un bandido.»

—¿No la quieres? —preguntó Nicolas—. Cógela —dijo a la vez que empujaba la empuñadura hacia Josh.

Casi en contra de su voluntad, los dedos de Josh envolvieron aquella empuñadura suave, cubierta de cuero, de la espada de piedra. La levantó y a pesar de no ser muy grande, era sorprendentemente pesada. La giró entre sus manos.

—Jamás había sostenido una espada —confesó—. No sé cómo...

—Scathach te enseñará los movimientos básicos —finalizó Flamel sin mirar a la Sombra. Lo que parecía un ofrecimiento se había convertido en una orden. Y añadió—: Te enseñará cómo sostenerla, las estocadas sencillas y cómo esquivar ataques. Practica e intenta no clavarte la espada.

De repente, Josh se dio cuenta de que estaba sonriendo abiertamente, así que intentó ocultar su satisfacción, aunque le resultaba difícil: aquella espada le sentaba de maravilla. Movía la muñeca y el arma se giraba. Después miró a la Sombra, a Francis y a Juana de Arco. Todos tenían la mirada clavada en la espada, siguiendo cada movimiento con los ojos. En ese instante, la sonrisa desapareció.

—¿Qué ocurre? —exigió—. ¿Por qué le tenéis tanto temor?

Sophie posó la mano sobre el brazo de su hermano. Sus ojos se habían vuelto a teñir de color plateado, lo que indicaba que estaba utilizando la sabiduría de la Bruja.

—Clarent es un arma maligna y odiada. A veces también recibe el nombre de la Espada del Cobarde. Es la espada que utilizó Mordred para asesinar a su tío, el rey Arturo.

23

n su habitación, ubicada en el piso superior de la casa, Sophie estaba sentada sobre el marco de la ventana, con la mirada perdida en los Campos Elíseos. La avenida de tres carriles estaba húmeda por la lluvia y teñida de una mezcla de tonalidades ámbares, rojas y blancas que reflejaban las luces de los semáforos. Comprobó la hora en su reloj: eran casi las dos de la madrugada del domingo y aún había mucho tráfico. A cualquier hora pasada la medianoche, las calles de San Francisco estarían completamente desiertas.

Esta diferencia le hizo recordar lo lejos que estaba de casa.

Hacía unos años, Sophie había atravesado una fase en la que todo a su alrededor le parecía aburrido. Hizo un esfuerzo deliberado por tener más estilo, por parecerse más a su amiga Elle, quien cambiaba de color de pelo cada semana y quien tenía un armario donde coleccionaba las prendas de última moda. Sophie había recopilado información sobre las ciudades europeas que le resultaban exóticas que extraía de revistas. Le fascinaban los lugares donde la moda y el arte eran primordiales: Londres y París, Roma, Milán, Tokio, Berlín. Al fin, decidió no decantarse por seguir la moda; iba a crear su propia moda. Sin embargo, esta fase sólo duró un mes. El mundo de la moda era muy costoso y la paga de sus padres era estrictamente limitada.

No obstante, aún quería visitar las grandes capitales del mundo. Incluso su hermano y ella ya habían empezado a hablar sobre tomarse un año sabático antes de iniciar la universidad para recorrer el continente europeo. Y ahora estaban allí, en una de las ciudades más bellas del planeta, y no sentía interés alguno por explorarla. Lo único que quería en esos momentos era regresar a San Francisco.

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