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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (26 page)

BOOK: El mal
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El vehículo, sin esperar a los ocupantes que han salido, desaparece de la escena de inmediato. La madrugada continúa.

* * *

Francesco Girardelli estaba leyendo en el salón de su domicilio cuando llamaron a la puerta. Y lo hicieron golpeando con los nudillos, en vez de presionar el timbre. Aquella excepcional muestra de discreción —merced a la cual se evitaba que alguien del vecindario se percatara de la intempestiva visita— y la hora tan tardía en que se producía esa llegada pusieron sobre aviso al maestro de videntes.

Una tenue corriente de hostilidad llegó hasta él como si le alcanzara, remoloneando al estilo de una mascota entre sus piernas.

Girardelli, que había depositado el libro al que había dedicado la última hora sobre una mesa cercana, se aproximó hasta la puerta con gesto preocupado y preguntó antes de abrir:

—¿Quién es?

La respuesta no tardó en dejarse oír:

—André Verger, Francesco. Ábreme.

El maestro reconoció la exquisita dicción de aquella lengua que también dominaba. Sonrió ante la audacia de ese médium rechazado por la Hermandad años atrás debido al empleo espurio de sus artes, y que ahora tenía la osadía de presentarse en su propia casa. ¿Quizá intuía la amenaza que se cernía sobre la Hermandad y, como un buitre, se había apresurado a merodear en torno a él para ver si podía sacar tajada de la situación?

El maestro era consciente de su superior capacidad psíquica frente a la del hechicero parisino. Al mismo tiempo, su propia posición como único vértice vivo del Triángulo Europeo le obligaba a atender a Verger.

—Cuánto tiempo —comentó cuando ambos quedaron a la vista, estudiándose, uno frente al otro—. ¿A qué debo el dudoso honor de tu visita?

Frente a la enérgica e impecable figura del hechicero francés, Girardelli, más bajo de estatura, con su espalda algo encorvada, su escaso pelo canoso y sus gruesas gafas de pasta, ofrecía el aspecto fatigado y bondadoso de un sabio anciano. Sin embargo, sus ojos brillaban con una férrea vitalidad que lograba insuflar a todo su cuerpo un aliento poderoso.

Verger exhibió su sonrisa de tiburón.

—Siempre tan protocolario, Francesco. No has cambiado nada.

—Gracias. Por desgracia, supongo que tú tampoco.

Verger no respondió al sutil ataque.

—¿Me vas a dejar entrar, o seguimos hablando en la escalera?

Girardelli todavía se lo pensó unos instantes, estudiando las pupilas aceradas de su colega.

—Pasa —cedió al fin, franqueándole el paso—. Debo ofrecerte esa hospitalidad que tú tan pocas veces muestras.

André, muy tieso, se encaminaba a grandes zancadas al salón que ya conocía, seguido de cerca por las pisadas más suaves de su anfitrión.

—Cuando vengas a París estaré encantado de recibirte en mi casa, Francesco.

El aludido descartó aquella invitación con la cabeza.

—Tus ofertas nunca son desinteresadas; por eso mismo, tu actitud jamás logrará ser hospitalaria.

Llegaron a la estancia principal de la casa y se acomodaron sin más preámbulos. Verger localizó enseguida con la vista los utensilios que utilizaba el maestro para sus sesiones como médium, sus ojos escrutadores estudiaban cada milímetro de aquel espacio. Ese examen visual tampoco pasó desapercibido para Girardelli, que mantuvo una pose seria.

—No me gustaría prolongar este encuentro más de lo imprescindible —comunicó, severo—. Así que tú dirás.

André asintió.

—Me gustaría presentarte a alguien, Francesco.

El maestro giró la cabeza hacia los lados antes de volver a dirigirse al hechicero:

—No veo a nadie más.

Verger se había levantado y ya tenía entre las manos uno de los tableros de ouija que solía emplear Girardelli para trabajar, con el que sus manos jugueteaban procurando imprimir un carácter casual a aquel movimiento, en realidad muy calculado.

—Es que mi amigo
no está aquí
——aquella aclaración se entendió muy bien—. Pero tiene mucho interés en conocerte.

El maestro, ante aquella extraña insinuación, recordó la advertencia de Daphne de no iniciar sesiones de espiritismo. Abriendo mucho los ojos, llegó a la estremecedora deducción de que Verger podía estar relacionado de alguna forma con la entidad demoníaca que había terminado con los otros dos vértices del Triángulo Europeo. Solo así se explicaba su oportuna presencia allí aquella noche y la sugerencia implícita en sus últimas palabras. Así de sencillo... y de crudo. No tendría que haberle dejado entrar. Pero ya era tarde.

Impresionado por la frialdad que aquella visita requería, se dio cuenta de que aquel dotado vidente que tenía delante se había ido deshumanizando con el tiempo mucho más de lo que habría imaginado. Sintió por él una pena inmensa. ¿Tan seductor era el Mal? Claro que sí, se contestó él mismo. La gente sigue cayendo en sus trampas, ¿no? La única evolución del lado oscuro es que se ha vuelto más sofisticado, un simple camuflaje para ocultar su esencia primitiva.

—Si no está en nuestro mundo, es porque no tiene que estar —declaró Girardelli—.
Tu amigo
no me interesa.

Verger había fruncido el ceño mientras detenía su manipulación del tablero, todavía de pie. Aquella observación tan rotunda lo había puesto alerta. Tal como le advirtiese el ente, alguien había avisado a Girardelli, no cabía duda. Sin embargo, a pesar de su lucidez casi profética, al anciano maestro no se le había ocurrido vincular a Verger con la amenaza que se aproximaba a él. Un error fatal.

—Venga —volvió a intentar el hechicero, esbozando una nueva sonrisa—, será solo un momento... Te va a sorprender.

Girardelli comprobaba, molesto, que Verger también había ganado en cinismo.

—No.

La firmeza de aquella negación, pronunciada con el tono amenazador de las advertencias, resultó de lo más clarificadora para el hechicero francés. El maestro Girardelli había adivinado sus intenciones, quedaba patente.

—No sé qué estás pensando... —empezó, decidiendo una nueva estrategia a la vista del cambio en la situación.

—Lo más inteligente —Francesco se había levantado también, y en su porte noble captó Verger una autoridad intrínseca que él nunca poseería: la que nacía de una conciencia tranquila—. Márchate, André. Y no vuelvas.

Verger, con la determinación de intentar una última maniobra, comenzó a extender el tablero de ouija sobre la mesa. En cuanto lo hizo, Girardelli desplegó su considerable fortaleza psíquica y, de un solo gesto, sin dar un solo paso hacia él, arrancó de las manos del hechicero la plancha grabada, que voló lejos.

El maestro sabía que si aquel adversario lograba abrir la comunicación con el Más Allá, poco podría hacer él para defenderse de la criatura demoníaca que aguardaba en la otra dimensión.

Verger, furibundo, procuró emplear su propia fuerza psíquica para recuperar el control, pero en aquel pulso comprobó, sorprendido, que todavía aquel viejo lo superaba. Tras unos segundos de combate mental, se vio obligado a claudicar.

Siguió el sonido de los suspiros, mientras cada uno procuraba reponerse del esfuerzo realizado. Después ganó intensidad el zumbido agobiante del silencio.

El francés, con los ojos chispeantes de ira, se aproximó entonces al maestro y desafió su mirada implacable, deteniendo su rostro a escasos centímetros del semblante valiente del anciano.

—Cómo te has atrevido...

Girardelli, que incluso en aquellas circunstancias no perdía cierta aura de benevolencia, le recriminó aquella rabia con el tono paciente que emplearía para reprender a un niño travieso:

—Cómo puedes pretender que no defienda mi vida —movió la cabeza hacia los lados, con visible pesadumbre—. Resultas tan patético en tu rebeldía... Todos debemos someternos a tu ambición, se trata de eso, ¿no? Hace tiempo que estás muerto, André. Aunque todavía no te has dado cuenta —lanzó una última sentencia, demoledora—. Eres pasto del Mal. Y nada podrá evitarlo.

Verger no soportaba que lo juzgaran; aquellas palabras y su tono lo terminaron de sulfurar. Tal como permanecían, con los rostros enfrentados, casi rozándose, se dispuso a lanzarle un mensaje repleto de rencor. Para garantizarse que lo oyera bien, Verger se colocó a su lado y le susurró al oído:

—Me has vencido en lo espiritual, Francesco. Pero te olvidas de lo más humano.

Girardelli alzó una ceja en señal de interrogación. André mantenía su mejilla pegada a la del maestro, ahora en silencio, y con una mano apretó la nuca del anciano obligándolo a seguir mirando al frente. A los pocos segundos, Girardelli sentía un líquido tibio resbalar por su cuello.

No le hizo falta contemplar los dedos ensangrentados de su verdugo ni el filo salpicado del arma que ahora quedaba ante sus ojos muy abiertos, para darse cuenta de que acababa de ser degollado. Girardelli procuró hablar, dirigirse a su ejecutor, pero de su boca solo salió sangre a borbotones, que se deslizó como una cascada por su barbilla, para confluir con el torrente que le empapaba ya el pecho. Verger se dedicó a sostenerle sin perder la sonrisa, contuvo con cariño las breves convulsiones de su víctima mientras agonizaba, lo acarició disfrutando con la sensación de aquella vida que se apagaba entre sus manos. Dio un beso en la frente al maestro antes de soltarlo. Francesco se desplomó en el suelo, sobre un charco de sangre.

—Hasta siempre, Francesco.

Verger, antes de ir a lavarse las manos y comprobar el estado de su ropa en busca de manchas comprometedoras, tuvo en cuenta que debía llevarse de la escena del crimen el puñal y el tablero de ouija, únicas pruebas de su presencia allí. Consultó su reloj; no debía perder el avión de vuelta a París.

Tenía margen, de todos modos. No facturaba equipaje.

CAPITULO 22

André Verger estalló, algo que ocurría en contadas ocasiones.

—¡Cómo que todavía no ha localizado a Cotin! —increpó a su secretaria, con el rostro convulso, escupiendo sus palabras hacia el intercomunicador que tenía encima del escritorio—. ¡Hace cuatro horas que le he dicho que
necesito
hablar con él! ¿Qué coño ha estado haciendo durante este tiempo? ¿Pintarse las uñas?

La falta de sueño, por culpa del viaje a Roma que le había traído de vuelta en plena madrugada, no ayudaba a templar el carácter del empresario.

—Perdone, señor Verger... —se disculpaba la mujer—. Le he llamado varias veces a todos los teléfonos de los que disponemos, incluso le he enviado un correo electrónico a su dirección... Pero nada, no da señales de vida. Y así toda la mañana.

Verger, ahora sí, se preocupó. Pierre Cotin llevaba trabajando para él varios años, y jamás había dejado de estar localizable, de día o de noche. A lo sumo, si se le pillaba en plena labor de espionaje, tardaba unos minutos en ofrecer algún indicio de contestación. Pero aquella absoluta falta de noticias estaba adquiriendo un aspecto demasiado extraño, hasta el punto de que empezaba a resultar inquietante. Y aquella última categoría implicaba connotaciones mucho más graves.

El empresario contaba con enviar a su esbirro a transmitirle un ultimátum a Pascal Rivas, ahora que el plazo de respuesta iba agotándose. Pero, por lo visto, no iba a ser posible. Verger, iracundo, cortó la comunicación con su secretaria y giró su sillón hacia el ventanal que se abría a su espalda. ¿Dónde se había metido aquel estúpido? ¿Le habían pillado fuera de juego?

Lo cual, por otra parte, le impresionó: no era fácil sorprender a Cotin.

¿Se trataba de una casualidad que, al poco tiempo de haberle enviado para que controlase los movimientos del Viajero, su hombre desapareciese?

En realidad, lo que le sucediera a aquel individuo le traía sin cuidado a Verger, salvo que su desaparición obstaculizase los planes del empresario, como de hecho estaba sucediendo. Eso sí era imperdonable.

Cualquier cosa podía haberle ocurrido; Cotin siempre andaba por suburbios peligrosos. Aunque en este caso no, cayó en la cuenta Verger. Los distritos por los que se movía el Viajero eran seguros. ¿Entonces?

El hechicero dio por sentadas dos premisas: la primera, que la desaparición de Cotin, demasiado casual, estaba relacionada con la Puerta Oscura, y la segunda, que esa desaparición estaba adquiriendo visos de convertirse en definitiva.

El problema era que no se imaginaba a la Vieja Daphne, esa vidente infeliz, con recursos suficientes como para anular la actividad clandestina de Cotin, un tipo que también había trabajado como sicario. Y aquellos chicos amigos de Pascal, de los que también le había hablado su subordinado antes de volatilizarse, tampoco ofrecían una alternativa sólida para enfrentarse a él.

Verger se puso de pie y oteó el panorama parisino como si desde allí pudiese acechar los movimientos de todos los habitantes de aquella ciudad. Se ajustó la corbata.

—Daphne no está sola —murmuró, con expresión alevosa—. Alguien la está ayudando.

* * *

A primera hora de la tarde, poco después del final de las clases, todos se encontraban ya en el palacio de Le Marais dispuestos a iniciar la segunda reunión en torno a la Puerta Oscura, la primera para Mathieu.

Marcel y Daphne comenzaban en ese momento a recordar las cautelas que el Viajero debía obedecer mientras se prolongara su viaje al Más Allá. Todos asentían, tensos. Mathieu, que todavía asistía a la escena sintiéndose más testigo que partícipe, admiró la naturalidad con la que los presentes parecían aceptar lo que estaba ocurriendo, un hecho que acrecentó su sensación de haber sido acogido en una especie de minúscula secta. Y el caso es que aquella impresión tan fuera de lo común le resultó grata. Era todo tan... pintoresco. No se esforzó en disimular su perplejidad.

—Tu viaje debe durar una hora de nuestro mundo —comunicó Daphne a Pascal—. Eso te da un margen de siete horas en la Tierra de la Espera. Ten en cuenta que se trata tan solo de un primer viaje, una toma de contacto después de todo lo que sucedió la última vez, que te servirá además para avisar a los espíritus de los movimientos del ente. Quizá ellos puedan aportar información al respecto, tal vez hayan visto algo sospechoso.

—Me parece bien —aceptó Pascal, procurando remediar con su tono apaciguador la salida de tono del día anterior.

Mathieu y Edouard, mientras tanto, no dejaban de mirarse, una situación surrealista en medio de las circunstancias que los rodeaban. Menos mal que todos se centraban en los adultos que dirigían el encuentro y en Pascal, así que su sorprendida complicidad pasaba inadvertida.

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