Silencio. A sus oídos no llegaba ningún sonido aparte del sordo rumor del exterior, lo cual era extraño; él mismo, por culpa de aquel suelo de tablas desencajadas, no había podido evitar provocar inoportunos chasquidos a cada paso, que le hacían maldecir sin abrir la boca.
Por eso aquel silencio espeso era complicado, sospechoso. Quienquiera que fuese el que se encontraba en ese segundo piso, se había detenido. Bertrand tuvo la turbadora intuición de que, en aquel preciso instante, ambos se encontraban haciendo lo mismo: escuchar, rastrear entre los ecos de aquel caserón sonidos delatores de presencias ajenas.
Aquella calma iba ganando tensión conforme se prolongaba entre las paredes desconchadas del edificio, y a Bertrand se le iba metiendo por los oídos bloqueando su mente con un zumbido agobiante. Sus ojos nerviosos escudriñaban el ambiente lóbrego que dejaba atrás, extendiéndose como una marisma de sombras en la que —seguro— alguien permanecía acechando, y volvían después a la escalera de madera que se abría ante él como una invitación a la fuga.
No se percibía ni la más ligera respiración.
Bertrand, como consecuencia del imprevisible miedo que se había alojado dentro de él —jamás le habían atemorizado ni los desconocidos, ni la soledad, ni la oscuridad—, había descartado ya su plan de subir a la tercera planta. Lo que buscaba era salir cuanto antes del edificio. Huir.
Mantenía todavía su cuerpo inmóvil, negándose a ser el primero en revelar su posición con cualquier sonido. Sus pupilas, más libres, se deslizaron por la barandilla que quedaba a su alcance. Miraba hacia abajo, se inclinaba sin mover los pies buscando los peldaños. Estaba dispuesto a salir como una exhalación de aquel edificio, sin importarle el estruendo que su estampida pudiera provocar.
Ahora se arrepentía de su decisión de pernoctar allí. Pero no podía recriminarse nada; en sus dos años de vida comunal no había conocido, en realidad, la verdadera naturaleza de la noche.
Sus ojos, negándose a pestañear, le llevaron a un hallazgo escalofriante: no había continuación en la escalera hacia el piso inferior. En tiempos remotos, aquellas dependencias debían de haber formado parte de un dúplex y ahora él se encontraba con el único acceso a la planta superior. Ya era mala suerte.
Estaba claro que por allí no podría salir del edificio. Sus pasos le habían conducido en la dirección equivocada —en realidad no, puesto que su primera intención había sido alcanzar el tercer piso— y ahora lo condenaban a continuar con un plan inicial que lo alejaba de la salida.
Confió en que arriba sí lograse encontrar la escalera principal.
Bertrand volvió a fijarse en la oscuridad tras él, indeciso, para acabar girando una vez más hacia los peldaños. ¿Cómo adivinar sin tocarlos cuál se mantenía firme y cuál rechinaría al sentir su peso?
Aquella noche, la luna había terminado por imponerse a las nubes, y desde las ventanas que había dejado atrás se derramaba un resplandor metálico que le permitió vislumbrar los tramos de madera que ofrecían una apariencia fiable. No lo pensó más, nada le garantizaba que aquella presencia que intuía próxima no estuviese acercándose —incluso sin hacer ruido— mientras él dudaba.
Alargó una pierna y la fue apoyando poco a poco en el primer escalón. Tras comprobar que aquel movimiento no provocaba ningún crujido, contuvo un suspiro y se animó a completar el avance con la otra pierna, escogiendo otro escalón que se mantenía firme y recto. De nuevo con calma, fue descargando todo su peso. Apenas un ligero quejido ahogado dejó escapar la pieza de madera.
De aquel torturante modo, como sorteando minas, Bertrand fue ascendiendo por la escalera, mientras dirigía miradas angustiosas hacia el piso que iba dejando más abajo.
Ya quedaban pocos metros para llegar hasta el final, cuando se equivocó. No lo supo hasta que fue demasiado tarde. Su pie derecho aterrizó en una tabla que se astilló al momento, produciendo un crujido seco no muy fuerte, pero suficiente para romper la quietud que le rodeaba.
«Mierda», pensó, y notó como si se le parara el corazón. Hubiera echado a correr de buena gana, pero reprimió su ansia: aún cabía la posibilidad de que la otra persona que se movía por la casa estuviese algo más apartada; entraba dentro de lo factible que el sonido que acababa de provocar hubiese pasado inadvertido, tal vez anulado por el momentáneo fragor del tráfico nocturno en el exterior.
Tenía que aguantar; aquel juego lo ganaría el más paciente.
Pero él no lo era. Lo supo en cuanto terminó de subir la escalera, cuando se detuvo para apoyarse en la pared junto a la puerta que se abría comunicando con las dependencias de aquella nueva planta.
Allí se quedó quieto, recuperando algo de resuello antes de continuar. La calma que parecía provenir del piso inferior, que no se había roto en ningún instante conforme él iba superando los tramos de peldaños, le ayudó a serenarse.
Y fue allí donde descubrió que quien lo rastreaba en la oscuridad le aguardaba ya en aquel piso. Solo llegó a percibir de reojo un fugaz destello, y a continuación el frío contacto de un filo que le desgarraba la garganta de cuajo. La sangre salió a borbotones.
Bertrand perdió pronto las fuerzas y se desplomó emitiendo apenas un gemido. Aún acertó a distinguir una silueta que se abalanzaba sobre él y se empapaba de su sangre con una voracidad repugnante.
Pascal, solo en su habitación, pensaba en Beatrice conforme el sueño iba llegando hasta él. El hecho de que su historia de pasión vivida con el espíritu errante en el Más Allá fuera todavía un secreto —¿con quién iba a compartirla si intuía que Dominique sentía algo por Michelle?— le impedía buscar apoyos, consejo entre sus amigos.
Y el caso es que lo necesitaba.
Sus padres todavía estaban más descartados para solicitar su complicidad, pues pedir su opinión ante un tema así ya le daba cierto reparo, pero en este caso concreto habría implicado ponerlos en antecedentes, iniciar la gran confidencia.
Lo que hubiera dado por poder hablar con Dominique. Soportar su sarcasmo, reírse con él y, finalmente, recibir su opinión sincera.
Pero no podía ser, no en aquellas circunstancias. Por primera vez surgían dentro del grupo temas tabú.
Pascal no quería herir a su amigo, y para ello evitaba con sutileza el tema de Michelle. Pero es que, además, la delicada situación de Dominique lo anulaba como juez imparcial ante aquel inimaginable triángulo en el que el Viajero se hallaba inmerso. Amor y deseo incontrolable se fusionaban, lo confundían.
Tal vez podría haber contado con Mathieu. Seguro que comprendía su situación, dada su afición a tontear con varios chicos a la vez. Pero bastantes impresiones se había llevado últimamente. Además, ahora la mente de Mathieu parecía estar centrada en una única cosa: Edouard, algo de lo que todos se habían percatado.
Por su parte, Jules sencillamente estaba desaparecido, y de todos modos nunca había tenido con él tanta confianza como para abordarle en una situación así.
¿Qué le quedaba?
Padecer, para variar. De aquel último viaje a la otra dimensión había retornado no solo con el susto del ataque sufrido en el nivel de los hogareños, sino sobre todo con el desvelo de no haber podido averiguar nada sobre el paradero de Beatrice. Nadie parecía saber nada sobre ella, y eso lo estaba machacando. Se sentía tan mal, aplastado bajo el peso de la responsabilidad de lo que había ocurrido en el panteón...
¿Dónde estaba ella? ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué sentía?
La ausencia de noticias le atormentaba. Por si fuera poco, los mensajes de Michelle, cada vez más explícitos, aún acrecentaban más su culpabilidad. Sentía que la suya era una actitud rastrera, en la que subyacía la imperdonable pretensión de no querer renunciar a ninguna de las dos —una novia en cada puerto, una novia en cada mundo—, como si prolongar aquella insostenible situación garantizase un desenlace más halagüeño que el inevitable. ¡Él nunca había sido así! ¿Acaso tantos años en compañía de Dominique lo habían contaminado de su hedonismo sin límites?
No, ni siquiera Dominique habría sido capaz de mantener algo así.
Tendría que elegir, tarde o temprano. Y cuanto más retrasara su decisión, más daño causaría.
Por otra parte, ¿realmente Beatrice entraba dentro de las alternativas?
«Está muerta», se repitió, como había hecho en incontables ocasiones. «Está muerta. Olvídate de ella».
Pero no podía, así de sencillo. Era solo pensar en Beatrice y todo su cuerpo se estremecía como si sufriese una descarga eléctrica.
Claro que los besos de Michelle también le dejaban un sabor que necesitaba; en cuanto ella estaba presente todo lo demás se evaporaba. Agradecía la serenidad que le trasmitía, su belleza, su mirada directa, su tacto, su apoyo.
Michelle estaba diciendo que sí con cada gesto, se materializaba lo que había soñado durante tanto tiempo. Mientras Pascal fue libre, mientras no tuvo un pasado que ocultar, ella se mantuvo inaccesible. Y ahora que el Viajero se hallaba envuelto en turbulentas aguas, ella respondía.
Michelle...
Pascal se levantó de la cama y se puso a mirar por la ventana, que daba a un estrecho patio interior en el que desembocaban también las cristaleras que iluminaban cada planta de las escaleras de la casa.
Michelle. Decidirse por ella implicaba ponerla al corriente de lo que había sucedido con Beatrice. Otra de las razones por las que había eludido tomar una decisión. Pura cobardía, una vez más.
La condición de Viajero no le había cambiado tanto.
Y mientras daba largas, el asunto se iba complicando. La misión de frenar el avance de Marc era la excusa que le servía para no afrontar sus propios conflictos.
Pero ese dilema absurdo estaba llegando al final. Aquella noche, al regresar al sótano donde permanecía la Puerta Oscura, había detectado en el semblante fatigado de Michelle un leve tono de advertencia.
Con Michelle no se jugaba; ella nunca lo había consentido.
* * *
Le había obligado a tirar al suelo su pistola.
Ahora Marcel, desarmado, se fue girando con lentitud. Cuando pudo mirar frente a frente a quien le apuntaba, descubrió un rostro vacío de unos treinta años, de facciones muy pálidas sombreadas por la barba incipiente; un semblante inexpresivo bajo unos ojos azules glaciales que se dedicaban a analizar al prisionero sin ningún disimulo. La mirada inerte, cruda, de un hombre sin sentimientos, sin remordimientos.
De complexión atlética, aquel tipo llevaba el pelo rubio rapado y mediría cerca del metro noventa. Dirigía a su víctima una 9 mm Parabellum dotada de silenciador, que mantenía ahora muy cerca de la cara del Guardián.
Pertenecía a alguna raza eslava. Tal vez era serbio, pensó el Guardián. En cuanto Marcel escuchó su voz, se confirmó su impresión; desde luego, no era francés.
—¿Dónde está?
Aquellos ojos herméticos no pestañeaban.
«Tampoco lo harán cuando llegue el momento de matarme», pensó Marcel, con una extraña parsimonia. «Ya le he visto, y esta gente no deja testigos; su vida pende del hilo de su invisibilidad».
El hecho de que aquel sicario le hubiera permitido verle la cara equivalía, por tanto, a una segura condena a muerte. Por eso mismo, Marcel se planteó lo absurdo de aquel interrogatorio que ahora empezaba. ¿Para qué hablar, para qué claudicar si el final iba a ser el mismo? Ni siquiera la tortura lograría arrancarle información. Estaba adiestrado para resistir el dolor.
Moriría sin desvelar el secreto, protegiendo hasta su último aliento la vida del Viajero y la integridad de la Puerta Oscura.
El forense estaba cada vez más preocupado por la ausencia de la detective. Empezó a barajar la peor de las opciones. Y ni siquiera entonces albergó miedo. Si finalmente era ejecutado —no dejaba de resultar irónico que hubiese conducido a su asesino hasta el lugar idóneo para el crimen—, lo único que sentiría sería dejar en la estacada al Viajero en plena misión contra Marc. Su sucesor como Guardián no estaba todavía preparado, pero no tendría más remedio que coger las riendas.
—Dónde-está-el-chico —repitió el cazarrecompensas, escupiendo las palabras una a una, lo que les otorgó un tono nítidamente amenazador que, sin embargo, no consiguió impresionar al forense.
Marcel, preparándose para recibir el impacto de una reacción más violenta —ese individuo no ofrecía el aspecto de una persona paciente, y él continuaba sin responder—, se planteó si aquel tipo sería el asesino de Sophie Renard.
Una detonación fuera de la casa interrumpió el interrogatorio. El sicario no dio el más leve respingo —Marcel se imaginó que a un tipo así debían de acunarlo de pequeño con el sonido de fondo de fusilamientos—, pero al menos, por puro reflejo, desvió sus pupilas un instante hacia el origen del ruido. Aquello bastó a Marcel para apartarse de la trayectoria del cañón y descargar un golpe en el brazo de su captor. El mercenario, soltando un bufido, apretó el gatillo en cuanto percibió la maniobra. Marcel sintió el proyectil silbar junto a su oreja y, sin detenerse, volvió a golpear al hombre, esta vez decidido a alcanzarle en el pecho para cortarle la respiración. Pero aquel tipo estaba muy bien entrenado. Adivinando aquel golpe, giró el torso a tiempo, y toda la fuerza del forense acabó estrellándose contra un costado del sicario, que, aunque acusó el impacto, no perdió el dominio de la situación. De hecho, intentó volver a apuntar con la pistola a Marcel, pero este se apresuró a inmovilizarle el brazo armado y a forzar la articulación hasta que el mercenario, lanzando un grito de dolor, se vio obligado a soltar el arma.
Nuevos disparos se oyeron fuera de la casa: también en el exterior se estaba librando un combate.
Marcel se tiró entonces para recuperar su pistola, pero no logró alcanzarla. El asesino acababa de propinarle una contundente patada en el estómago que lo impulsó contra la pared de la ventana. Quedó tumbado en el suelo, dolorido. La rabia había empañado los ojos de aquel joven asesino que, sin pensarlo dos veces, se dejó caer sobre el médico para machacarlo a golpes.
Marcel no sabía cómo protegerse de aquella lluvia de puñetazos y patadas que magullaban su cuerpo. Lo único que podía hacer era cubrirse la cabeza, la parte más vulnerable. Sin mirar, tomó impulso contra la pared y, al separarse de ella, logró desembarazarse del agresor, que rodó cerca. Ahora fue Marcel quien, puesto de pie, asestó una patada en la boca al otro, que chocó contra un tabique lateral salpicándolo de sangre.