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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (60 page)

BOOK: El mal
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El forense se refería a sus atacantes de la noche pasada.

—Cierto. ¿Pero me habrías dejado interrogarle, llegado el caso?

—Pues claro que no —Marcel volvió a reírse—. Tras tu actuación, me habría tocado a mí, ¿no? Es lo justo.

—Ya —ella suspiró largamente—. ¿Pero cómo puedes estar tan animado? Es que no lo entiendo... Ayer salvaste la vida de milagro, joder. Y te tiene que doler todo...

No estaba animado, en realidad. La suya era una simple pose. Y en medio de sus dolores y del agobio por el extraño crimen del vagabundo desangrado, se presentaba otra mala noticia que acababa de comunicar a la Vieja Daphne: se había confirmado la muerte del maestro Girardelli, degollado en su domicilio de Roma.

A cada victoria sucedía una derrota. El desafío con el ente se mantenía así equilibrado, aunque cada hora que transcurría los agotaba más a ellos que a Marc.

—Lo que te hace falta es ver el lado positivo de las cosas —afirmó el forense—. Así que te ofrezco una buena perspectiva: aunque sigamos sin conocer la identidad ni el paradero del tipo que intentó secuestrar a Pascal Rivas, seguro que en la clase donde murió Sophie Renard encuentras indicios que vinculan a alguno de nuestros atacantes de ayer o al suicida. Huellas... o algo. Así, a cambio de un caso no resuelto, tienes otro mucho más importante solucionado.

—¿Crees que uno de ellos es el asesino de esa mujer?

—Estoy convencido.

—Tú y tus corazonadas.

—Ya sabes que manejo más información que tú.

Aquella afirmación molestó a la detective.

—¿Y hasta cuándo vamos a jugar a esto? —le interpeló—. Ya sabes lo nerviosa que me pone no saber a qué me enfrento.

A Marcel no se le escapó el tono de recriminación.

—Tranquila —la voz de Marcel había adquirido un insospechado tono profético—. Tengo la impresión de que tu intervención en esta historia toca a su fin.

La detective no entendió aquellas enigmáticas palabras. Pero Marcel sabía que, descartados los cazarrecompensas, solo quedaban como enemigos Marc y Verger. Se preparaba para una confrontación a la que Marguerite no estaba invitada.

A cada hora sentía precipitarse el desenlace de aquella nueva amenaza que se cernía sobre la Puerta Oscura. Lo único que no terminaba de encajar era aquel asesinato del parque.

—Ahora que ya he comprobado que hay suficientes indicios de que Pascal Rivas está siendo espiado —dijo entonces la detective—, si te parece oportuno, puedo intentar incluirle en el programa de protección de testigos. Aduciré... determinadas colaboraciones con la policía, sin especificar. Confío en que eso baste.

—Te lo agradezco —respondió Marcel, reflexivo—, pero de momento vamos a dejar las cosas como están. Ese tipo de apoyos acaban por señalar demasiado al beneficiario. Puede llegar a ser contraproducente.

Marguerite, al otro lado de la línea, se encogió de hombros.

—Lo que tú digas. Yo he cumplido.

—Lo sé muy bien.

Marcel era consciente de que, desaparecida la amenaza de los sicarios, los riesgos a los que se enfrentaba el Viajero no podían ser contenidos por protocolos tan limitados. Tal como había adelantado a su amiga, llegaba la hora de jugar en otra división.

—Pero sigo queriendo interrogar a ese chico —añadió Marguerite, negándose a soltar aquel cebo—. Ya no solo se trata de ese presunto intento de secuestro que sufrió. Me refiero a que parece que el suicida se disponía a espiarle... Tengo que hablar con él.

Marcel se humedeció los labios.

—Dentro de poco tendrás ocasión de hablar con Pascal Rivas. Te lo prometo.

—Más te vale —ella se tomó un respiro—. Marcel.

—Dime.

—Ninguno de nuestros agresores estará fichado, ¿verdad? ¿Merece la pena que me haga ilusiones?

El forense conocía bien la respuesta a ese interrogante. En los vehículos de aquellos tipos habían encontrado documentación falsa, y en sus ropas, ni un solo papel.

—La verdad es que no. Tendrás suerte si consigues identificarlos siquiera. Por cierto, ¿qué sabes del caso Cotin?

Ella emitió un elocuente gruñido.

—Han dejado todo el material junto a otro montón de asuntos pendientes y no prioritarios. No me extrañaría que lo archivaran pronto.

—Un vulgar ajuste de cuentas por narcotráfico, ¿eh?

Marguerite se mordió la lengua, no quiso entrar en ello. No merecía la pena, y sin la colaboración de Marcel, aquel asunto era un callejón sin salida que terminaba en la empresa de André Verger. A la detective no le motivó la alternativa de volver a abordar al empresario.

«Sí, Marcel siempre gana» se dijo.

Minutos después, agotados los temas, se despedían para regresar a sus respectivos quehaceres. Incluso entonces, en medio de su estado de fatiga, incertidumbre y mal humor, Marguerite habría pagado por averiguar a qué iba a dedicar Marcel aquel día de descanso.

* * *

Dominique avanzaba por la calle a buena velocidad, impulsando su silla de ruedas mientras esquivaba a los peatones más lentos. Contra todo pronóstico, había dormido bien —la fatiga se terminaba imponiendo a los nervios—, y mientras sus amigos aprovechaban la mañana dominical para recuperar fuerzas, él había optado por otros planes.

Se dirigía al cementerio de Montmartre. Su intención era continuar investigando en torno a la sórdida figura de Marc Vicent. Estaba dispuesto a localizar su tumba, un dato que a la vidente y al Guardián seguro que les resultaría relevante.

Para aquella misión improvisada, Dominique se había planteado contar con Michelle, debido a su pasión por los cementerios; y es que su mente no cejaba en el absurdo empeño de buscar situaciones que poder compartir con ella. No obstante, finalmente, se había impuesto el sentido común: con ella cerca, Dominique no podría concentrarse en su tarea. Lo tuvo que asumir, era más fácil así.

Al cabo de unos minutos, llegó hasta el recinto funerario. Desde la entrada contempló los centenares de lápidas que se extendían por todos los rincones. Si bien aquel cementerio era mucho más pequeño que el de Pére Lachaise, seguía contando con unas dimensiones que le superaban. Decidió ir a hablar con alguno de los enterradores para que le orientase en su investigación.

El chico llegó hasta un ennegrecido panteón del siglo XIX mientras buscaba con la mirada a algún encargado del recinto. En principio, al no tratarse de un personaje ilustre, las posibilidades de que los empleados recordaran una tumba habrían sido muy reducidas. Pero Dominique no perdió la esperanza; a fin de cuentas, no hacía tanto tiempo del entierro de Marc Vicent —apenas unos meses—; además, aquel cementerio estaba tan saturado que contaba con un número bastante limitado de entierros.

Por fin avistó a un hombre ataviado con un uniforme de trabajo que caminaba entre las lápidas. Sin pensarlo dos veces, se aproximó a él.

—Buenos días —comenzó, adoptando una pose desvalida para exagerar su minusvalía—. Verá, he venido de lejos para visitar una tumba que no encuentro...

El tipo se encogió de hombros.

—Pues si no tienes alguna referencia... —repuso, sin alterar su semblante rutinario.

Dominique aún extremó más su gesto vulnerable al insistir:

—No tengo más datos —reconoció—. Pero supongo que dispondrán de algún listado donde queden anotados los entierros que se hacen aquí, ¿no? Es que me cuesta tanto con la silla de ruedas buscar entre las tumbas... Si no, no le molestaría...

El hombre observó al chico, valorando la petición con cierta pereza.

—Está bien —concedió—. Tendrás que acompañarme a las oficinas. Contamos con un registro donde aparecen las sepulturas y el sector en el que se encuentran. Tendrás que buscar de todos modos, pero te ahorrarás bastante tiempo.

Dominique sonrió agradecido.

—Muchas gracias, ya estaba pensando que al final me iba a ir sin haber podido ver la tumba.

Al cabo de unos minutos habían salido del recinto para llegar hasta un pequeño local cercano. Una vez allí, el empleado preguntó el nombre completo del fallecido y, a continuación, se puso a consultar unos papeles.

—Aquí está, sí —confirmó—. Marc Vicent. Vamos a ver...

Dominique aguardó. Enseguida dispuso de la información que precisaba y los detalles de la zona a la que debía dirigirse.

No le costó mucho llegar hasta allí. Durante el trayecto se cruzó con un hombre muy perfumado y elegantemente vestido que caminaba ya hacia la salida del cementerio con una bolsa en las manos. El tipo se quedó mirando a Dominique unos instantes, con una extraña intensidad que molestó al chico.

«Ni que nunca hubiera visto una silla de ruedas...», pensó.

Una vez en la zona señalada, Dominique empezó a leer inscripciones, porque el empleado había sido incapaz de recordar cómo era la tumba. Pronto se detenía ante un rectángulo de granito gris cubierto por diferentes nombres donde se repetía el apellido Vicent.

Allí estaba, Marc Vicent.

Mientras Dominique, exultante ante el hallazgo, aproximaba su silla todo lo posible, observando cada detalle, no se percató de que alguien estudiaba sus movimientos desde la distancia. Alguien de rostro frío y ojos calculadores que se apresuraba a efectuar una llamada por el móvil.

* * *

Daphne recorría con la vista las estanterías de su biblioteca. Cientos de volúmenes que atesoraban sabiduría de siglos. Papeles, telas y pergaminos erosionados por la huella de los dedos impacientes de sabios y magos, sacerdotes y brujas que habían hallado —o no— entre aquellas líneas respuesta a sus interrogantes más oscuros. Una sabiduría que había permitido a testigos privilegiados, más allá de la fe, ratificar la existencia de otra realidad que trascendía de lo tangible, de lo mortal. Observadores conscientes de la absoluta inmensidad del mundo... y de los abrumadores peligros que se agazapaban tras aquel remoto horizonte. Pero la mirada de Daphne, de por sí acuosa, se perdía en esos instantes por derroteros ajenos a aquellos libros. La confirmación de la muerte de Francesco Girardelli la había sumido en un estado de profunda tristeza. Con él se iba una parte importante de su vida, de sus recuerdos.

El destino se empeñaba en mostrar su rostro más amargo.

Girardelli había sido ejecutado, y en esta ocasión, por una mano humana. El sangriento rastro de Verger se dejaba intuir en aquel último crimen que aniquilaba el Triángulo Europeo decapitando la Hermandad de Videntes Vivos. Daphne se dejó invadir por el dolor; necesitaba abandonarse durante unos minutos al sufrimiento como homenaje a los que ya no volverían.

En medio de su amargura, la vidente supo que el momento de ajusfar cuentas con Verger se aproximaba.

Se prepararía para el encuentro. Daphne, recuperando de forma gradual su entereza, salió de la estancia y llegó hasta una pequeña habitación donde guardaba documentación especialmente valiosa. Debía refrescar sus conocimientos; Verger era más fuerte, pero ella contaba con el poderoso recurso de una mayor experiencia.

Allí, entre incunables y manuscritos prohibidos, la Vieja Daphne localizó un antiguo tratado de magia negra sepultado bajo un grueso volumen sobre vudú, obra de un conocido hechicero haitiano. Y, traduciendo su contenido escrito en una lengua extinta, descubrió por casualidad lo que el ente pretendía.

La bruja palideció. Sí, había una ceremonia infernal que permitía a un condenado volver a la vida manteniendo su naturaleza inmortal. Un rito satánico cuyo principal ingrediente, por fortuna, era tan difícil de conseguir que jamás se había llevado a cabo. A Daphne le temblaron las manos. Un ingrediente primordial casi imposible de obtener: el corazón palpitante de un Viajero.

CAPITULO 45

Michelle decidió emplear parte de aquella mañana de domingo en quedar con Pascal. En realidad, le habría gustado aprovechar esa cita para mantener con él la conversación que tenían pendiente, pero no le pareció oportuno, dadas las circunstancias. Prefería esperar a que su amigo estuviera más centrado, y con la perspectiva del inminente enfrentamiento con Marc eso no sería posible, ni ella debía exigírselo.

Al menos, estaba dispuesta a que Pascal acometiese su siguiente viaje al Más Allá teniendo muy claro lo que sentía por él. Se acabaron las insinuaciones, los gestos más o menos equívocos, los besos robados. Michelle podía hacer el esfuerzo de esperar a que todo hubiera pasado para obtener una respuesta (¿acaso no había hecho él algo parecido al acudir a rescatarla de manos de los espectros?); aunque, eso sí, ella no iba a retrasar su propia decisión hasta entonces. Bastante sufrimiento suponía para Michelle contemplar cómo Pascal se embarcaba en un nuevo desafío sin saber qué pensaba él sobre ellos dos, como para arriesgarse a futuros remordimientos por no haberse atrevido, por segunda vez, a manifestar sus sentimientos. Esta vez no.

Michelle se lo iba a decir, sin evasivas. Sería su manera de transmitirle fuerzas. Se disponía a entregarle su corazón como equipaje. Era todo lo que ella poseía, lo único que podía ofrecer.

Michelle cogió su teléfono móvil y tecleó el número de Pascal. Aguardó hasta escuchar el primer timbrazo mientras preparaba mentalmente su invitación a tomar algo. Debía sonar informal, casual...

Los timbrazos se sucedieron sin que nadie descolgara al otro lado, hasta que Michelle, decepcionada, se vio obligada a colgar. Se consoló pensando que tal vez Pascal tenía el móvil en silencio o se encontraba en la ducha. Como también había previsto llamar a Jules para ver qué tal se encontraba de su migraña, tomó la determinación de hacerlo ya para dejar tiempo antes de volver a intentar contactar con Pascal. Buscó en la agenda y presionó el botón verde.

—Hola, Michelle.

—Hola, Jules. Cómo te encuentras.

—Mmmm... Mejor, gracias. ¿Qué tal la reunión de ayer? Ya leí tu mensaje.

—Pero no contestaste.

—Pensaba hacerlo esta mañana. Ayer es que no podía con mi alma.

Jules se dio cuenta de que aquella frase hecha podía resultar mucho más exacta de lo que suponía. Ahora que había probado la sangre, supuso que acababa de atravesar un punto sin retorno en su degeneración vampírica.

—¿Te apetece que quedemos hoy? —Michelle, ajena al drama en el que se hallaba envuelto su amigo, proseguía con la ingenua charla telefónica—. Puedo ir a tu casa, si no quieres moverte.

Jules tardó en responder. Aunque ella ofrecía aquella amable alternativa considerando que su amigo todavía estaría convaleciente de su dolor de cabeza, al chico le hirió comprobar con qué facilidad empezaban a normalizarse en su entorno sus escasas salidas, exceptuadas las mañanas de clase. Revolviéndose contra su propia sumisión, decidió que saldría, a pesar de lo mucho que le molestaba la luz solar. Saldría.

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