Pascal abandonó aquellas elucubraciones para enfrentarse al nuevo desafío que se iba materializando.
Entre los jirones de niebla que cubrían el cristal del espejo, el Viajero acertó a atisbar unos ojos verdes que lo acechaban. Unos dedos agitados comenzaron entonces a dibujar sobre la superficie de vidrio, desde el otro lado, los trazos de varias letras.
Pascal aguardó para leer el mensaje:
Ven pronto
Aquellos ojos verdes se volvieron entonces hacia la oscuridad que se abría tras ellos, más allá del espejo, y entonces Pascal detectó en el tono apagado de esas pupilas la avidez temerosa de la ansiedad.
Ese espíritu tenía miedo de algo.
Ven,
volvió a escribir. Y desapareció tras la bruma, devolviendo a Pascal la imagen reflejada de su propia perplejidad.
* * *
Dominique avanzaba sobre el firme algo irregular del cementerio de Montmartre, dispuesto a abandonar aquel recinto.
Ya había conseguido la información que quería: tenía la sepultura de Vicent localizada. Incluso había dibujado un pequeño plano en un papel que se había guardado en un bolsillo de sus vaqueros.
Satisfecho, Dominique cruzó el umbral que comunicaba la zona de los enterramientos con el exterior, y se detuvo junto a un paso de cebra hasta que el semáforo se pusiera en verde. Apenas había tráfico, tan solo un coche se aproximaba a velocidad creciente, así que prefirió esperar; la silla de ruedas le obligaba a extremar los comportamientos cívicos.
A su lado se detuvo entonces una silueta alta y oscura. Dominique no la miró, imbuido en sus propias reflexiones. De refilón llegó a distinguir las perneras de un traje muy elegante, y unos pulidos zapatos de cuero negro inmóviles sobre la acera, algo más retrasados que su silla.
Esos zapatos, ese traje...
Y el perfume.
Fue aquel insignificante detalle lo que, sin embargo, le hizo caer en la cuenta, lo que le recordó al tipo con el que se había cruzado al llegar al cementerio. Y, como un chispazo, su mente se iluminó y reconoció en aquel individuo, de forma vivida, la descripción que Pascal hiciese de André Verger.
Ambos acababan de coincidir en la visita a la tumba de Marc Vicent, dedujo Dominique experimentando una fulminante ansiedad.
El chico, sin osar girar la cabeza, adquirió al instante conciencia de que estaba en peligro y echó mano a las ruedas de su silla.
Su reacción resultó tardía.
Unas manos enguantadas empujaron con fuerza el asiento de Dominique hacia la calzada, al paso de aquel vehículo que ahora sí llegaba a ese punto de la calle, a toda velocidad.
No había testigos.
El chico procuró resistirse sobre la rampa de la acera, dirigiendo miradas frenéticas al coche que se aproximaba; pero fue en vano.
La silla lo precipitó a la calzada en el preciso instante en que el vehículo alcanzaba el paso de cebra. Lo último que vio Dominique, antes de salir despedido por el aire varios metros, fue un macizo radiador de coche que se iba agigantando conforme se aproximaba con rapidez a la altura de su rostro.
Luego, el impacto brutal, violento. El sonido contundente, la silla arrugada como un acordeón, aplastada, escupiendo piezas como metralla mientras se doblaba, un cuerpo volando con la agitación absurda, inconexa, de un títere desencajado. Por fin, la escena se detuvo, una oleada de silencio barrió la zona como una onda expansiva. Una zapatilla había quedado suelta en el pavimento y, más lejos, la gorra de la víctima que todavía oscilaba mientras el coche asesino se iba alejando con rumbo desconocido. El teléfono móvil del joven, destrozado muchos metros más allá. Y ahora, sobre la calzada, un bulto inmóvil de piernas atrofiadas envuelto en sangre.
Aún transcurrirían varios minutos antes de que un visitante del cementerio saliese por aquella puerta lateral y, percatándose de lo sucedido, avisase a una ambulancia.
Marguerite se cansó de vagar como un alma en pena por las diferentes habitaciones de su domicilio y se dejó caer en el sillón de lectura. Las circunstancias habían alterado su ánimo hasta tal punto que su pequeño apartamento parecía encogerse a cada paso, amenazando con asfixiarla. Ya había recogido la casa —más o menos—, había limpiado su arma, e incluso se había preparado un desayuno más elaborado que su acostumbrado café matutino.
¿Y ahora? Se disponía a intentar leer, a relajarse. Pero nada. Aunque su cuerpo supiese que aquella era una jornada de descanso, su cerebro no opinaba lo mismo. O, si lo hacía, no estaba dispuesto a someterse. Sus neuronas continuaban agitándose al ritmo de impulsos nerviosos, dando vueltas a todo lo que había sucedido durante las últimas horas.
Asesinos a sueldo que acosaban a Marcel, sicarios que merodeaban en torno a un chaval de quince años, muertes camufladas... ¿Qué sentido tenía todo aquello? Ni siquiera la puntual colaboración que el chico había llevado a cabo para la policía, siendo de gran relevancia, podía justificar un interés tan desproporcionado por quitarle de en medio.
¿Entonces? Había algo más, algo muy gordo en lo que su amigo forense estaba metido hasta el cuello y de lo que, por lo visto, pretendía apartarla. Después de tantos años, se conocían muy bien. Por su forma de ser, lo que más molestaba a la detective era la sensación de que aquella reciente actitud del forense no tenía una motivación protectora, sino más bien utilitaria; Marcel no iba a contar más con ella en aquel lío en el que se hallaba metido porque ya no le resultaba útil.
El frío pragmatismo de Marcel Laville, el hombre de los ojos envolventes.
¿Ya no era tan necesario proteger a Pascal? Parecía que no.
Marguerite, víctima de aquellas reflexiones, no soportaría el resto del domingo sin salir de casa. Y fue en medio de aquella intranquilidad como fue tomando cuerpo en su mente una idea tan inaceptable como seductora: espiar a Marcel.
¿Acaso no disponía del resto del día libre? La detective supo que lo que se estaba planteando no estaba bien: ¡a los amigos no se los espía! Pero, al mismo tiempo, la escasa información que en esta ocasión estaba compartiendo Marcel con ella quebraba la solidez de aquel principio y abría un leve resquicio de indulgencia.
Marguerite, todavía experimentando cierta culpabilidad, se dedicó a saborear aquella inofensiva alternativa para ocupar ese domingo. Conocía el domicilio de Marcel, no caía demasiado lejos del suyo.
Aunque a lo mejor no se encontraba allí, lo que invalidaría su idea de inmediato.
«Tal vez solo eso», se dijo, pretendiendo suavizar la genuina naturaleza de su decisión. «Comprobar si se encuentra en casa. Echar un vistazo. Estaré de vuelta pronto».
Marguerite fue al dormitorio a coger sus cosas y las llaves del coche. En el fondo, mientras avanzaba por el pasillo, era consciente de que si localizaba al forense, no sería capaz de regresar con tanta facilidad.
O a lo mejor se trataba de una corazonada, que la iba preparando para una tarde que iba a tener poco de descanso dominical.
* * *
Marcel acababa de hablar por el móvil con el Viajero, una breve conversación que, sin embargo, lo había sumido en la consternación. Tendrían que acelerar el próximo viaje, no cabía duda. A la luz de la comunicación que Pascal acababa de recibir por un cauce tan... preocupante, era evidente que Marc iniciaba nuevos movimientos, estrategias que tal vez habían sido interceptadas por algún espíritu hogareño que se había atrevido a buscar al Viajero para avisarle, y que no admitían demora.
Si un espíritu se había arriesgado de aquel modo...
Al menos Marcel comprobaba así, con un ligero alivio, que no todos los fantasmas hogareños se habían dejado intimidar por el siniestro poder que irradiaba del ente demoníaco.
Siempre y cuando no se tratara de una nueva estrategia del ente, claro... Era todo tan confuso.
El forense agarró la empuñadura de su katana de plata mientras reorganizaba sus pensamientos. Tendrían que planificar la marcha de Pascal para aquella misma tarde, decidido; constituía la única forma de desentrañar aquel último fenómeno paranormal sufrido por Pascal, a pesar de los riesgos. Y es que la presunta impaciencia de Marc, que motivaba aquella urgencia en el viaje, encajaba con el hallazgo que la Vieja Daphne había comunicado al Guardián esa misma mañana en la que nadie parecía capaz de descansar. Como animales que perciben la inminencia de un seísmo, la calma imperante en aquella jornada de domingo solo parecía estimular la ansiedad de todos.
De acuerdo con lo que Marcel había entendido, la vidente había logrado encontrar en su biblioteca un documento que les permitía conocer el objetivo último de las maniobras de Marc: hacerse con el corazón del Viajero, un «trofeo» cuya obtención sí exigía la colaboración de Verger. Todo encajaba. El forense asintió: había que impedir a toda costa que aquel ser condenado llevase a cabo sus planes, cuyos efectos podían ser devastadores para la dimensión de los vivos.
Marcel empezó a concretar los detalles de la reunión que debía tener lugar esa misma tarde. Pronto abandonaría su domicilio para dirigirse al palacio donde aguardaba la Puerta Oscura.
Una incógnita aleteaba en la mente del Guardián: si André Verger era la extremidad humana del ente demoníaco en aquel mundo, ¿qué estaría haciendo el ambicioso hechicero mientras Marc planificaba desde el Más Allá? A pesar de que había ordenado su vigilancia, lo cierto era que se trataba de un objetivo huidizo que parecía desaparecer a su antojo.
Verger. Quizá debió haberlo eliminado cuando tuvo ocasión, se planteó Marcel. No le volvería a pillar desprevenido. Pero su propia fidelidad a la filosofía del Clan de los Guardianes le impedía reacciones de ese tipo. Él no podía actuar del mismo modo que el Mal. Lo suyo no eran ejecuciones —salvo casos extremos como el de Cotin—, sino labores preventivas y protectoras.
El camino del bien nunca era el más fácil. Pero sí el que llevaba más lejos.
Marcel continuó manejando su espada con movimientos lentos que obedecían a ritos de procedencia oriental, trazados parsimoniosos sobre el aire que le ayudaron a reflexionar con serenidad.
Aquel domingo se prometía largo.
Su último pensamiento, antes de ponerse en marcha y convocar a los demás, fue para el cadáver desangrado cuya muerte seguía siendo una incógnita. El forense estaba convencido de que los inescrutables designios del destino acabarían vinculando aquel crimen con ellos, con la Puerta Oscura, un macabro asesinato cuyo hilo conductor aún permanecía invisible a sus avezados ojos de Guardián.
Solo rogó por que aquel misterio les concediera tiempo.
* * *
Cuando Pascal llegó al lugar de la cita, su silueta delgada arrastrando los bajos de sus pantalones caídos, Beatrice ya se encontraba aguardando. Allí estaba ella, tan exultante, tan hermosa, tan vital. Se había cambiado de ropa —Pascal se preguntó de dónde la habría sacado—, llevaba enfundadas sus piernas en otros vaqueros que le sentaban igual de bien que aquellos con los que se habían conocido, las zapatillas de siempre, un jersey de lana gruesa y una cazadora corta que terminaba en su cintura. Incluso a pesar de la tensión con la que el Viajero acudía, tuvo que reconocer que Beatrice ofrecía un aspecto estupendo. Siempre tan atractiva. No había perdido con la luz del día su seductora inocencia, que Pascal comenzaba a descubrir como solo aparente.
—Bonito parque —dijo ella, mientras lo besaba en las mejillas—. Tal vez vine aquí... en mi primera vida.
Ella se había mostrado azorada al pronunciar aquellas últimas palabras, como si prefiriese no hacer alusión a todo lo que podía recordarle a Pascal que su situación no era normal. En su fuero interno aspiraba a vivir con aquel chico algún instante en el que él olvidase por completo el pasado que compartían.
—Nosotros no venimos nunca, por eso lo elegí —confesó Pascal—. Es mejor que no nos encontremos con nadie.
—Tienes razón.
—¿Andamos un poco? La verdad es que no tengo mucho tiempo; de haber sabido cómo localizarte, habría dejado nuestra cita para otro momento...
—Vayamos hacia el estanque —propuso ella—. Me conformo con un paseo corto.
Beatrice había imaginado algo al ver el semblante ausente con el que Pascal llegaba junto a ella. Los ojos del muchacho bailaban de un lado a otro, nerviosos, y su propia forma inquieta de caminar delataba su crispación. Lo que la chica, de forma inconsciente, no había querido apreciar, era una clara incomodidad que a Beatrice habría debido parecerle preocupante.
—¿Qué ha pasado?
Pascal la miró a los ojos, a aquellos ojos grandes que habían perdido el tono vidrioso pero no su transparencia, en los que no le costaba nada hundirse. Los últimos acontecimientos le forzaban a postergar su decisión de ser franco con ella; una conversación semejante, tan sumamente espinosa, requería una presencia de ánimo que él en ese momento no tenía. Dada su agitación, existían demasiadas posibilidades de provocar más daño del imprescindible. Y eso sin contar con que las llamadas perdidas de Michelle en su móvil empezaban a escocerle demasiado.
—Me ha visitado un fantasma hogareño en mi propia casa —comunicó, con un tono neutro que apenas lograba disimular su caos interno—. Me ha pedido que vuelva cuanto antes.
Beatrice estaba al corriente de la situación y de todo lo sucedido hasta entonces, por lo que pudo interpretar sus palabras:
—Así que las cosas con Marc se deben de estar poniendo feas allí...
—Eso parece.
* * *
Jules, envuelto en su fúnebre atavío gótico, con los ojos sometidos al peso de bolsas oscuras que apenas lograban disimular sus gafas de sol, deambulaba por una senda del parque, en dirección al templo de Sybille. Disfrutaba con cierto masoquismo del esfuerzo que requería aquel avance, de la presión abrasadora que intuía tras las lentes de sus gafas. Quería castigar su cuerpo exponiéndolo a la luz del sol, como si provocarse daño, al estilo de alguna retorcida penitencia, pudiese lavar su culpa. O tal vez fuese que aquel paseo le recordaba que continuaba siendo humano. A pesar de todo.
De vez en cuando, para recuperar fuerzas, se refugiaba bajo las arboledas, se sentaba sobre la hierba húmeda y echaba la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados, dejando que el aire fresco se deslizara por su rostro. El placer íntimo de aquel contacto con la naturaleza le trajo reminiscencias de instintos animales, y la pretendida humanidad de Jules quedó de nuevo salpicada por la certidumbre de su velada esencia de «bestia».