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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (59 page)

BOOK: El mal
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La chica no respondió enseguida; se quedó mirando hacia un punto del infinito sobre el hombro de Pascal.

—Algo tan sencillo como irreparable —afirmó por fin—. Renunciar a mi vida anterior. He sacrificado un pasado a cambio de un futuro contigo, Pascal. He perdido a mi familia, mis recuerdos. Si me cruzase con mis padres por la calle, no me reconocerían, no les pertenezco. Mis raíces me anclaban a una historia agotada, así que las he cortado. No tengo pasado, pero gano un horizonte. Un horizonte contigo.

O sea, ahora ella no era nadie. Al menos, para todos los demás, porque para él continuaba teniendo una identidad muy definida, reflexionó Pascal. Escapaba de su mundo y llegaba al de los vivos en las mismas precarias condiciones que un «sin papeles». Peor aún: cruzándose con los sicarios que le buscaban.

Ella pareció intuir sus pensamientos.

—No te preocupes por mí —pidió, acariciándole la mejilla con aquellos dedos tibios—. Me las arreglaré. He venido cargada de conocimientos, y eso es el mejor equipaje para abrirse paso en la vida. Además —aproximó su rostro al de Pascal—, cerca de ti nada me importa.

—Pero...

—No te preocupes —repitió Beatrice, sellando los labios del chico con un dedo.

El Viajero no supo qué decir, superado por aquel nuevo giro brutal en las circunstancias que, para variar, lo pillaba a él en medio.

«Por una vez, me gustaría sentir que manejo las riendas de mi vida», quiso gritar.

Sufrió un mareo. En el Más Allá había tenido un argumento para ir canalizando sus convulsos sentimientos, un argumento que había creído inamovible: la naturaleza inerte de Beatrice (qué bien le había venido aquel hecho para ir definiéndose en la delicada elección entre Michelle y ella). Pero ahora que se veía desprovisto de aquel razonamiento, y ante el inconmensurable gesto que ella acababa de protagonizar, no era capaz de manifestar al antiguo espíritu errante que la situación seguía sin ser fácil, sin ser clara.

Pascal estaba cada vez más confundido, y Beatrice, más decidida a luchar por aquel chico.

Mil cuestiones se agolpaban en su cabeza, contaminada además por la excitante proximidad del cuerpo de Beatrice. Quería preguntarle cómo se las arreglaría a partir de ahora, cómo viviría... Quería recriminarle que no hubiera contado con él para una decisión así, quería decir tantas cosas... Pero también tenía que resistirse. Una vez más, los sensuales labios de ella tan cerca. Sus ojos diáfanos, su piel que ahora se mostraba más real, el novedoso calor. Él no debía sucumbir, se había prometido no seguir con aquel juego a dos bandas. Pero no podía.

¿Cómo negarse a un beso? Cómo negarse a un beso tras ese encuentro, un beso breve. Aquella encantadora sonrisa, aquella suavidad en su piel. Una última vez...

Unieron sus labios y empezaron a saborearse. El largo pelo de ella le hizo cosquillas. Y se dejó llevar, abandonándose a esa región carente de recuerdos, ataduras y remordimientos. Solo ellos dos.

El fruto de las reflexiones de Pascal, todos sus argumentos a favor de un futuro junto a Michelle, se diluyeron en medio de aquellas caricias que iban recorriendo cada centímetro de sus cuellos, de sus rostros, de sus cuerpos, entre gemidos que procuraban ahogar para no ser descubiertos. Cada movimiento era electrizante. Pascal sintió las piernas de Beatrice entre las suyas, se le erizó la piel al notar en su pecho la turbadora presión de las curvas de la chica. Su juventud recién recuperada, que se abría paso con una vitalidad arrasadora. Una vitalidad que necesitaba verse correspondida. Los latidos del corazón de Pascal se aceleraron todavía más, se dejó llevar por su ardor imparable mientras volvía a hundir su boca entre los sensuales labios de ella.

Las manos del Viajero abandonaron la cintura de la chica, dispuestas a recorrer aquella piel de calidez insospechada. A su alrededor, el vecindario dormido parecía haber desaparecido. Beatrice ya no estaba muerta.

CAPITULO 44

Jules abrió los ojos al tenue resplandor del amanecer que se colaba por la ventana de su habitación. El domingo había llegado. Como cada día, su cuerpo reaccionaba a la aparición del sol activando su otra cara, más fatigada, menos vital. Bajo aquella luz se apreciaba muy bien el tono marmóreo que su piel estaba alcanzando. Pestañeó, desorientado.

El letargo se despegaba de él conforme en el exterior las tinieblas se retiraban, un manto oscuro que arrastraba terribles secretos que involucraban al chico y que volverían con la llegada de la siguiente noche.

Una dinámica maligna, inamovible, que lo iba consumiendo con exquisita lentitud, casi con delectación. Jules podía percibir cómo el Mal se recreaba en su transformación, cómo parecía demorarla para prolongar —cuando ya era inevitable— el placer de su conversión definitiva.

Jules se mantuvo inmóvil durante bastante rato, mientras iba perdiendo los últimos resquicios de su sosiego matutino al recordar los detalles del comienzo de aquel letargo. ¿Habría ocurrido algo durante esas horas de siniestra incógnita? El hecho de haber vomitado sangre la noche anterior no ofrecía perspectivas demasiado halagüeñas. ¿Su otro «yo» habría vuelto a tener hambre? El apetito de un vampiro no se sacia con facilidad.

«Al menos no noto los labios pegajosos», pensó, aferrándose a aquel pequeño consuelo para afrontar la amenaza de próximos descubrimientos.

Hablando de descubrimientos... Se pasó la lengua por los dientes, comprobando con meticulosidad que no sobresalía la longitud puntiaguda de los colmillos. De nuevo acogió con agradecimiento la normalidad en aquel detalle.

El chico no se atrevía a levantarse del lecho, ni mucho menos a encararse al crudo testimonio del espejo del baño.

¿Qué nueva sorpresa le depararía aquella jornada? ¿Qué paso adelante habría sufrido en su maléfico proceso de vampirización?

«¿Cuánto tiempo me queda antes de perder por completo la humanidad?», tradujo para sus adentros.

Lo peor era la ausencia de un horizonte de descanso eterno. Frente a todos los problemas que la vida podía ofrecer, como enfermedades incurables, uno siempre contaba con la existencia de un desenlace definitivo, con una muerte que llegaría antes o después.

Pero él no... si se completaba su transformación.

Jules solo giró los ojos hacia la ventana, ansiando una luz más sólida que terminara de eliminar los jirones de miedo que parecían adheridos a su piel, restos de bruma que lo acongojaban con su tacto húmedo y sinuoso. Solo giró los ojos. Pero fue suficiente para confirmar que había estado activo durante la noche: la ventana estaba abierta.

Jules sintió un aire frío que no había percibido hasta ese instante. O tal vez la sensación gélida que le invadía era consecuencia de aquel hallazgo.

Jules había salido de su dormitorio aquella noche. No había duda.

Todo era tan aterrador...

Por fin se levantó de la cama, impulsado por una incógnita que aún no había resuelto, y que todavía alimentaba sus esperanzas: de dónde procedía la sangre que había descubierto en su cuerpo la mañana anterior. Con pasos vacilantes de animal que retorna de la hibernación, llegó hasta su ordenador y lo encendió. Absorto en sus cavilaciones, no llegó a percatarse de que su rostro apenas se reflejaba en el cristal del monitor.

Accedió al Explorer y buscó la página de un conocido diario local. Quería conocer todas las noticias de París, y le interesaba una actualidad tan imperiosa, tan de última hora, que la prensa en papel no era suficiente.

Jules movía los labios en silencio, envuelto en una plegaria a favor de su inocencia. Quería, necesitaba recuperar su realidad de adolescente. Pero no pudo ser. En efecto, sus peores temores se materializaban en el mismo momento en que sus ojos medio abiertos se posaban, dentro de la sección de sucesos, en un sensacionalista titular que rezaba así:

Hallado cadáver desangrado

en el parque Des Buttes Chaumont.

Por lo visto, habían encontrado el cuerpo aquella misma madrugada, pero se suponía que llevaba sin vida alrededor de veinticuatro horas.

Jules, abatido, no tuvo que hacer grandes cálculos para comprobar que el momento de la muerte coincidía con la noche anterior al día en que él había amanecido con la boca manchada de restos sanguinolentos. Haciendo acopio de todo su agonizante aplomo, leyó hasta la última línea de aquella noticia, sintiendo cómo cada palabra que se clavaba en él iba destruyendo algo en su interior, para siempre. Y lo dañado no se trataba de músculos, tejidos u órganos. No. Era algo más íntimo, más esencial. Lo que se quebraba en las entrañas de Jules era el amor por la vida, por su vida. En el preciso instante en que alcanzó el punto y final de aquella noticia, el mundo se terminó de derrumbar para él.

Pero aún le quedaba algo más por descubrir: encima de su mesilla de noche descansaba una cadena de oro algo sucia, entre cuyos eslabones sobresalía una medalla circular que tenía grabado un signo zodiacal. No era suya. Él jamás había tenido algo así.

Jules se aproximó arrastrando los pies, con el avance resignado de los condenados, y tomó entre sus manos aquel colgante, temeroso, como si fuera un arma que pudiera dispararse en cualquier momento. Sus pupilas descubrieron en el dorso una breve inscripción, un simple y aséptico nombre masculino: Bertrand.

Una mancha reseca, de tonalidad sospechosa, teñía en parte aquellas letras.

Jules no pudo evitarlo y, en un arranque de frustración, tiró contra la pared la cadena, que acabó rebotando tras un tintineo acusador.

«Por lo visto he decidido llevarme un recuerdo de mi última víctima», pensó, resquebrajado por dentro.

* * *

El Mercedes negro permanecía aparcado en la entrada del camposanto. La corpulenta silueta de su chófer, apoyada en él, iba quedando cada vez más lejos conforme el hechicero se adentraba en su recinto.

André Verger, con riguroso traje negro y gafas de sol, caminaba por los senderos flanqueados de lápidas del cementerio de Montmartre, procurando no ensuciarse sus lustrosos zapatos. A su paso iba dejando un efluvio a perfume caro. En una mano portaba un ramo de flores, un insignificante detalle que, sin embargo, otorgaba a su presencia una oportuna invisibilidad.

Verger buscaba una tumba en concreto, de acuerdo con las instrucciones que le había dado el ente la tarde anterior. Se trataba de la sepultura de Marc Vicent, un discreto rectángulo de granito gris que se alzaba un metro sobre el suelo y ofrecía en su parte superior una doble puerta de hierro forjado. No le costó mucho encontrar la construcción.

«Así que esta es la identidad extinta de esa criatura del Averno», meditó Verger.

Una vez allí, extrajo de un bolsillo su instrumental y, agachándose, procedió con disimulo a forzar la cerradura de aquel acceso. Las hojas rechinaron un poco, pero como la tumba era reciente, giraron sobre sus bisagras sin problemas, dejando al descubierto una estrecha y empinada escalera. Al fondo se vislumbraba un espacio más amplio, la cripta donde estarían depositados los ataúdes familiares.

Verger miró hacia los lados. No había nadie en las inmediaciones, nadie dirigiendo hacia él miradas sospechosas. Armado de su ramo de flores —continuando con aquella pantomima— y de una linterna, comenzó a descender los intrincados peldaños.

«Ingredientes», recordó Verger. «El ente necesita ingredientes para su ceremonia de retorno».

Aunque el principal es el Viajero
.

* * *

La detective Betancourt recibió de mala gana la novedad que le transmitía Marcel por teléfono.

—Pascal no ha dudado, Marguerite —comunicaba el forense, en cuya voz se notaba también un descanso insuficiente, además del dolor por las heridas sufridas la noche anterior—. El suicida no es la persona que intentó secuestrarle. Lo siento.

Ella bostezó, sin alterar su gesto de resignación. Contaba con ello, la previsión sobre malas noticias no fallaba nunca. Por si fuera poco, un compañero de la comisaría había estado investigando el pasado de André Verger a petición suya, sin hallar nada sospechoso.

«Una jornada poco fructífera, desde luego. Aunque, en ocasiones, un pasado limpio constituye el más incriminatorio de los indicios», pensó Marguerite.

—Una pregunta, Marcel —repuso, volviendo a la conversación—. ¿Cómo encuentras fuerzas para comenzar cada día? Empiezo a necesitar nuevos trucos.

Al otro lado de la línea se escuchó una breve risa.

—¿Tan poco te ha durado el efecto de haberme salvado la vida? Hasta tus jefes habrán tenido que felicitarte, ¿no?

—Sí, bueno. Ver sus caras contrariadas no ha estado mal, aunque empiezan a correr rumores en comisaría de que soy una especie de gafe, o algo así. Y no me extraña: cada vez me cuesta más justificar mi presencia accidental en las escenas de los crímenes. Llego siempre demasiado... a punto. O soy gafe, o estoy implicada, ya sabes.

—¿Por qué la gente siempre tiende a pensar mal? ¿Acaso no puedes tener una buena racha?

La detective carraspeó.

—En la policía no creemos en esas cosas. Trabajamos en un entorno real, serio.

Marguerite, a raíz de su observación, se preguntó si todavía era capaz de delimitar lo real de lo que no lo era. Y descubrió que el problema no estribaba en distinguir lo ficticio, sino en que ahora todo le parecía posible. Y ella precisaba límites. Necesitaba la consoladora seguridad que le transmitían las fronteras. La que separaba su jurisdicción de ese páramo desdibujado del esoterismo, en el que Marcel se colaba de vez en cuando con provocadora naturalidad.

Pero nada era lo mismo. Ya no.

—Allí no creéis en nada —se quejó el forense—, se me olvidaba. ¿Ni siquiera en la Justicia?

—No me hagas preguntas tan difíciles, he dormido poco —refunfuñó Marguerite—. Yo en lo que creo es en el cinismo. Y en ti como su máximo exponente.

—Tocado y hundido, Marguerite. Vuelves a ganar el combate en pocos asaltos, y por K.O.

Marcel no pudo ver la sonrisa ladina que esbozó ella antes de matizar:

—Te las vuelves a apañar para que lo parezca, Marcel. Para que parezca que gano yo. Pero el único que vence siempre eres tú, el Gran Manipulador.

—Desde luego, hay que ver lo mal que te sienta dormir poco.

—Siempre duermo poco, Marcel. Y aun así me faltan horas. Será que el tiempo no me cunde como a ti.

—A lo mejor es eso. Cambiando de tema, qué lástima no haber podido pillar a alguno con vida, ¿eh?

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