Laville lamentó no tener a mano su espada japonesa, que le hubiera permitido evitar la embestida que vino a continuación. El mercenario se abalanzó contra él, y lo arrastró hasta que ambos volvieron a caer al suelo en un revoltijo de piernas y brazos que procuraban infligir el mayor daño posible.
El asesino había quedado encima, y reanudó sus golpes contra Marcel, que empezaba a acusar la diferencia de edad. Los puños del joven se estrellaban con extraordinaria fuerza. Durante un momento pareció que una tregua se iniciaba, y Marcel dejó de sentir los mazazos de aquellos nudillos. Pero el anuncio de aquella calma fue peor; un brillo acababa de refulgir en el aire.
El sicario había extraído una navaja de un bolsillo. El Guardián, arrinconado, apenas vio posibilidades de esquivar la hoja que aquel tipo se disponía a dirigir hacia él con precisión.
—Hola.
Aquella voz llegaba desde la puerta de la casa y su serena contundencia tuvo el efecto de un hechizo que rompiera un encantamiento; el sicario se había detenido al escucharla, con la navaja en alto, dispuesto ya a dejarla caer sobre Marcel. El tiempo parecía haberse detenido, prolongando la angustiosa posición del forense. Nadie se atrevía a hacer el mínimo movimiento.
El sicario miraba sorprendido a la recién llegada, una mujer muy gruesa que, con los brazos extendidos, permanecía apuntándole con una pistola. La reconoció inmediatamente: era la detective Betancourt. Quien no aparecía era el compañero del asesino, así que la conclusión para aquel tipo fue evidente.
—¿Te importa tirar la navaja? —de nuevo aquella voz potente, cabreada, autoritaria. Una voz que llegaba a Marcel transformada en un apoyo inquebrantable.
Aquella voz. Y el esclarecedor sonido del percutor.
El joven asesino, mientras fingía valorar todas las opciones, dirigió una última mirada de odio a la agente. Evidentemente, Marguerite lo quería vivo; si no, ya habría disparado contra él.
Procurando ampararse en ese hipotético titubeo inicial de la detective, el sicario se dispuso a morir matando, y alzó la navaja con intención de hundirla en el cuerpo de Marcel. Pero Marguerite no dudó; disparó una, dos, tres veces. El cuerpo del mercenario cayó impulsado hacia atrás, la navaja abierta salió volando más lejos.
Poco después, todavía procurando recuperarse de aquel enfrentamiento, ambos se enterarían de que sus compañeros de la policía acababan de notificar la aparición de un cadáver desangrado en un parque de la ciudad, perteneciente a un vagabundo.
—¿Pero es que esta noche no se va a acabar nunca? —acertó a murmurar Marguerite.
—La noche no tiene límites —sentenció el forense, a quien aquella novedad había dejado todavía más petrificado, limpiándose la sangre de la cara—. No los tiene.
* * *
Michelle permanecía sentada frente al escritorio de la habitación, en silencio. Incapaz de conciliar el sueño, había terminado levantándose de la cama. Atrapó el móvil que había dejado sobre la mesilla. La diminuta pantalla se iluminó como alegrándose de sentir el contacto de sus dedos, hundiendo la habitación en un resplandor fantasmagórico.
Aquella penumbra, siendo muy distinta, le recordó, sin embargo, la claustrofóbica atmósfera de la otra dimensión. Sintió un escalofrío y decidió encender la lámpara. Estaba a punto de sufrir uno de aquellos ataques de ansiedad que la asaltaban de vez en cuando y que mantenía en secreto. Procuró frenar su respiración. El psicólogo al que había acudido durante los primeros dos meses tras su retorno del Más Allá —un misterioso médico recomendado por Marcel que hacía las preguntas justas— le había dicho que aquel tipo de secuelas irían desapareciendo poco a poco, pero que debía contar con ellas y asumir una mejoría pausada.
Michelle, intentando acelerar ese proceso, incluso había quitado de la habitación de la residencia algunos pósteres góticos demasiado siniestros, cediendo espacio a las fotografías de «tíos buenos» con las que su compañera se había apresurado a ocupar los huecos vacíos.
Eso sí era una terapia de shock. Si no acababan con ella los traumas derivados de la Puerta Oscura, lo haría aquella sobredosis de horteradas. Todo fuera por su restablecimiento, se resignó, por mitigar aquellas molestas secuelas. Al menos parecía encontrarse mejor que Jules.
Le había mandado un SMS al llegar a casa esa noche, pues imaginó que, a pesar de su malestar, se encontraría inquieto al no haber podido acudir a la reunión, contándole a grandes rasgos cómo había ido todo. No había contestado.
Michelle apagó de nuevo la lámpara, forzándose a enfrentarse a la oscuridad con el apoyo del brillo de su móvil. Su respiración empezó una vez más a agitarse en cuanto percibió las sombras cayendo sobre ella, pero resistió, terca, y la ansiedad empezó a remitir.
Tecleando en su móvil, llegó hasta la bandeja de entrada de los mensajes recibidos, y dejó presionada la tecla correspondiente para ir recorriendo todos hasta llegar a los de Pascal. Nunca lo hubiera reconocido, pero cada día releía aquellos breves textos salpicados de abreviaturas. Y no se cansaba de hacerlo.
Tuvo la tentación de enviar al Viajero algún SMS de apoyo —la mera perspectiva de recibir una respuesta suya la intranquilizó, era todo tan absurdo—, pues apenas habían podido hablar desde que volviese de su último viaje al Más Allá. Era algo tarde, pero... El miedo a agobiarle hizo que, tras redactar el texto, no se decidiera a mandarlo.
Pascal se había convertido para ella en una obsesión, tal vez por su inexperiencia en ese pantanoso terreno de los sentimientos.
Incluso cada vez que aquel móvil sonaba, en el fondo, Michelle siempre esperaba que fuera Pascal quien llamaba, y cuando no era así, se veía obligada a disimular una sutil decepción. Nunca imaginó que ella se vería inmersa en algo así.
Su compañera, que algo había empezado a notar, la había interrogado al respecto, pero ella no soltaba prenda. No tanto por discreción, sino porque su relación con Pascal era ahora tan extraña...
Realmente no habría sabido qué decir, cómo empezar. De hecho, ni siquiera sabía bien cómo habían llegado hasta esa situación tan incómoda. Por eso mismo, tampoco se había decidido a hablar con Jules o Dominique, los cómplices habituales para un asunto tan delicado. Primero necesitaba que todo se concretara un poco más. Algo que tenía que ocurrir pronto, pues ella, exhausta, no estaba dispuesta a soportar mucho más tiempo aquella situación. Ahora bastaba cualquier gesto de Pascal —un guiño, una mirada, la simple mención del nombre de ella dejado caer en una conversación— para provocarle una euforia absurda, injustificada, y cualquier otro detalle, elevado a la categoría de síntoma perturbador —que no la mirara durante un rato cuando se encontraban reunidos en grupo, que planeara algo sin contar con ella, por insignificante que fuera el asunto—, derivaba en un bajón exagerado.
Aquel constante pulso entre alegría y tristeza generaba en ella una erosión insoportable. Los últimos besos de Pascal le daban ánimos, pero no debía engañarse: aquello no podía prolongarse indefinidamente. Michelle había estado dispuesta a asumir el coste de su propia indecisión inicial; quizá Pascal le pagaba ahora con la misma moneda que ella había utilizado cuando él le pidió salir, abriéndole su corazón con una enorme dosis de riesgo que la chica siempre había valorado sobre otras cuestiones. Pero todo tenía un límite.
Michelle ya había tomado una determinación: estaba dispuesta a apostar por Pascal. En cuanto las circunstancias lo permitieran, mantendría con él una conversación en la que ambos tendrían que hablar a las claras, sin tapujos.
Y entonces, con las cartas sobre la mesa, acabarían las dudas... para bien o para mal.
Todo era mejor que la poco piadosa tortura de la incertidumbre, un suplicio cuya capacidad destructiva Michelle descubría por primera vez.
* * *
A André Verger casi se le salieron los ojos de las órbitas cuando, inclinado sobre el tablero de ouija, empezó a sentir la presión sobre su cuello. En su biblioteca clandestina, que continuaba manteniendo como un improvisado templo desde el que rendir culto al ente diabólico, se enfrentaba a la furia de aquella criatura, que se estaba cansando de esperar. No se atrevía a alzar los ojos, intuía ante él una imagen demoníaca cuyas formas casi podía recrear en esa atmósfera pesada y turbia que se había impuesto.
La paciencia del ente se iba consumiendo gota a gota, hastiado de permanecer oculto en la región de los fantasmas hogareños para evitar que lo sorprendieran los centinelas de la Tierra de la Espera. Cada vez más inquieto, deslizándose por los corredores vacíos de aquel París remoto, anhelaba alcanzar ese otro mundo, aquella tierra prometida rebosante de vida donde nadie podría frenar sus pasos.
Antes de que un error pudiera conducirlo de nuevo a la sórdida Tierra de la Oscuridad, de donde ya nunca más saldría.
El hechicero, intimidado, notó desde su posición el poder oscuro que emanaba de aquel tablero de letras inmóviles, percibió su iracundo flujo dirigirse hacia él y rodearle la garganta como un abrazo de serpiente. El oxígeno empezó a faltarle, su rostro congestionado suplicó unas horas más.
El miedo ante aquella exhibición de rencor hizo que Verger sintiera nacer dentro de él una profunda rabia que necesitaba canalizar hacia alguien. Alguien tenía que pagar por todas aquellas complicaciones que habían impedido desde el principio que sus planes llegaran a buen término en el plazo previsto.
Pero lo prioritario en ese momento era sobrevivir a la cólera del ente. Rogó piedad, su voz deshilachándose conforme aquella fuerza invisible iba estrechando el cerco sobre su cuello.
Rogó algo más de tiempo.
Y se le concedió.
Hasta que no hubo recuperado el aliento, Verger no fue capaz de agradecer aquella decisión. Pero el ente ya había abandonado aquella dimensión, había retornado a su cubil entre corredores lóbregos donde ni las ratas existían, donde solo permanecían el eco de sus correteos furtivos y los perfiles nebulosos de los fantasmas.
Pascal, insomne, continuaba meditando junto a la ventana cuando un pequeño impacto contra su cristal le hizo dar un respingo. ¿Qué había sido eso?
Intrigado —aunque con cautela—, se aproximó a la ventana cuando un nuevo proyectil vino a rebotar contra el vidrio, provocando un sonido similar al anterior. Pascal llegó a distinguir el pequeño objeto que continuaba su camino hacia el fondo del patio.
¿Una piedra?
Pascal estaba asombrado. ¿Alguien estaba tirando piedras a su ventana en plena madrugada?
Desde luego, no parecía el cauce que pudiese emplear una entidad maligna. ¿Tal vez un fantasma hogareño? Alzó los ojos primero en dirección a las ventanas de los dormitorios de los otros pisos, a diferentes alturas, pues no podía concretar desde qué planta estaban tirando aquella peculiar munición. Por la fuerza con la que llegaban, especuló con que lo hicieran desde arriba, pero no solo no distinguió a nadie, sino que ninguna de las ventanas estaba abierta.
Entonces miró hacia los cristales que daban a los tramos de escaleras.
En efecto. Uno de ellos, justo en el piso superior, estaba entornado. Y una figura, hundida entre las sombras, lo contemplaba, absorta desde su muda oscuridad.
Pascal no pudo verle el rostro y tuvo miedo. Permaneció inmóvil, sin responder a la extraña llamada, negándose a facilitar un gesto hasta que nuevos indicios confirmaran la ausencia de peligro.
Por fin, aquella figura se inclinó, quedando levemente iluminada por la luz de la luna. Sus movimientos titubeantes sorprendieron al Viajero. ¿Tenía miedo de él?
Cuando la luz pálida dibujó los rasgos de su semblante, el chico, estupefacto, comprendió por qué.
No podía creerlo. Sencillamente, era imposible.
La Puerta Oscura daba a su vida una nueva vuelta de tuerca.
No podía ser; no en su mundo.
Se trataba de Beatrice.
Su mente buscaba respuestas a aquella imagen desconcertante, sobrecogedora.
¿Acaso había accedido a su realidad por la vía de los hogareños? ¿Era eso factible, se había arriesgado a hacerlo? Tal vez los errantes sí podían.
Ya se había apresurado a abrir su ventana cuando le asaltó una dolorosa duda. ¿Y si era una trampa? ¿Y si alguna criatura maligna había adoptado la forma del espíritu errante para obligarle a salir de su casa? Recordaba que los vampiros, por ejemplo, no podían acceder a una residencia si no eran invitados.
Pascal se esforzó, a pesar de su visible entusiasmo, por aparentar una actitud indiferente. Pero llegó hasta él la voz de la chica, que trasladaba en su tono la misma transparencia de sus ojos.
Tenía que ser ella.
No obstante, Pascal aún se resistió a creer. Su presencia allí no tenía sentido.
Fue entonces cuando Beatrice empezó a hablar.
* * *
El Mercedes negro con los cristales tintados frenó con suavidad hasta detener su carrocería impresionante junto al portal número sesenta y tres de la calle de Berry, un elegante edificio napoleónico muy próximo a los Campos Elíseos, en el exclusivo distrito VIII. El corpulento chófer, cuya indumentaria no lograba camuflar un perfil claro de matón, se apeó del vehículo para abrir una de las portezuelas traseras. André Verger surgió entonces de allí y se dirigió a su domicilio. El coche desapareció por la avenida en cuanto él abandonó la acera.
Una vez en el vestíbulo, Verger llegó hasta el ascensor y, cuando se disponía a presionar el botón de llamada, detuvo su mano. Cerró los ojos un instante, confirmó su reciente percepción y se puso en guardia.
No estaba solo.
Empezó a girarse, desplegando su poder mental, pero el pulido filo de una espada que acababa de apoyarse en su hombro detuvo su movimiento. El hechicero maldijo para sus adentros. ¿Quién podía imaginar que alguien tendría la osadía de atacarle, a él, en su propia casa?
«Experimentar confianza en entornos familiares hace perder eficacia» se dijo, recriminándose aquel despiste, pero sin experimentar ningún miedo. Superar un encuentro con el ente permitía quitarse de encima el temor a todo lo demás.
—No se vuelva, Verger.
El hechicero tuvo que reconocer que no solo se enfrentaba a una voz —grave, férrea— que transmitía un abrumador aplomo, sino que era completamente desconocida para él. Se enfrentaba a un agresor anónimo. A regañadientes decidió obedecer —cuánto le humillaba verse obligado a hacerlo, pero no cometería más errores—, prefirió mostrase cauto hasta poder delimitar el alcance de aquella amenaza.