La elección de aquel paisaje no había sido casual, pues se trataba del parque donde habían hallado el cadáver desangrado. Jules quería enfrentarse a aquel escenario, a la caza de detalles que despertaran en él alguna familiaridad; pretendía comprobar hasta qué punto lo acaecido cada noche no quedaba registrado en su memoria.
Se fijaba en cada matorral, en los senderos, en los troncos de los árboles. Tal vez ahora se desplazaba por espacios por los que ya había transitado —aventuraba— en los momentos más oscuros. Movimientos acechantes bajo la luna, que condicionaba las mareas con su arcano magnetismo. La mente del chico, hostigada por la luz, no reconocía, sin embargo, nada.
Jules siguió caminando. No estaba dispuesto a dejar una sola parcela de aquel recinto sin atravesar.
«Al menos en este parque no coincidiré con nadie conocido», se dijo, consciente de que aquella ruta no formaba parte de los itinerarios habituales de amistades ni compañeros.
En eso se equivocaba, como pudo comprobar poco después.
Había llegado hasta el templo, en la cúspide de una loma bastante pronunciada, y asomado desde allí, entre sus columnas, observaba el estanque sumido en sus inconfesables tribulaciones. En uno de los senderos que bordeaban el agua identificó, asombrado, la silueta de una persona conocida.
Era Pascal, acompañado de una chica morena cuyo atractivo, a pesar de la mala perspectiva, pudo apreciar. Jules no supo cómo interpretar aquel hecho, y no solo por la imprudencia que implicaba para el Viajero moverse solo por la ciudad. Había que tener en cuenta, además, que todos conocían sus devaneos sentimentales con Michelle.
En cualquier caso, Jules no albergó dudas en cuanto a la discreción con la que tenía que conducirse ante los demás sobre lo que estaba viendo.
Él no había visto nada.
Como dos camaradas que se cruzan en un lugar prohibido, no podían delatarse sin comprometerse al mismo tiempo, lo que constituía el mejor mecanismo para mantener un secreto. Porque Jules tampoco tenía ganas de justificar su presencia en un lugar al que jamás había ido antes, cuando cada vez les resultaba más arduo a sus amigos quedar con él fuera de su casa.
Así pues, ninguno de los dos, ni Jules ni Pascal, había pisado aquel parque esa mañana. En el caso del Viajero sería fácil cumplir con aquella versión oficial, puesto que de momento no había llegado a distinguir a su amigo entre las ruinas. La chica que lo acompañaba, sin embargo, dirigió una fugaz mirada hacia el templo mientras Pascal le hablaba, lo que provocó en Jules una apresurada reacción de ocultamiento. Luego, Jules cayó en la cuenta de que daba igual si ella lo veía, puesto que no se conocían.
Se equivocaba por segunda vez. Ella sí lo había identificado.
* * *
El antiguo espíritu errante había adoptado un gesto triste al escuchar la confirmación de su conjetura, un gesto que no pasó inadvertido para Pascal.
—Sabes que me he enfrentado a peligros mucho mayores —procuró animarla él, pasándole un brazo por los hombros durante unos segundos—. Y ahora tengo más experiencia como Viajero. No te preocupes, pienso volver sano y salvo.
Beatrice bajó los ojos.
—Pero esta vez no puedes contar conmigo.
Él lo sabía, pero no había querido mencionarlo para no acentuar la tristeza en ella. Así eran las cosas; cuando Beatrice volvía a la vida, él se veía obligado a regresar a la muerte.
—Voy a cumplir mi misión y regresaré en cuanto lo haya conseguido.
—¿Y qué vais a hacer? —preguntó ella.
—He hablado con el Guardián —adelantó Pascal—. Anticipamos el regreso a esta tarde. Marcel va a avisar a todos, y quedaremos pronto para poder preparar bien el viaje.
—Ya veo.
Pascal detuvo sus pasos, forzando la parada de Beatrice.
—Tengo que irme ya —anunció—, lo siento. Aún debo pasar por casa para ver a mis padres. Quiero despedirme. Por si acaso...
A Beatrice se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No digas eso, por favor.
—Es lo que hay, Beatrice. Y lo sabes.
El tono de Pascal exhibía una firmeza mucho mayor que la precaria solidez que en realidad experimentaba en su interior. Como siempre.
—Te avisaré cuando todo se haya resuelto —se comprometió él—. De alguna manera.
Beatrice asintió.
—Tienes donde quedarte, ¿verdad?
—Sí, ya te dije que no te preocupases por eso.
—Bueno, pues...
Llegaba el complicado momento de la despedida. Beatrice alzó el rostro.
—¿Ni siquiera me vas a besar?
Pascal respiró hondo y lo hizo. Pero la besó de nuevo en la mejilla, amparándose en la discreción que ambos debían mantener.
Y a continuación se alejó hacia la salida del parque. Beatrice lo siguió con la mirada, sintiendo cómo un agudo dolor se alojaba en su corazón.
Acababa de distinguir en los ojos del chico el temido fantasma de la indecisión.
* * *
Verger se inclinó en señal de sumisión, cortó la comunicación con el Más Allá a través del tablero de ouija y, acto seguido, empujó el tabique giratorio que abría el paso hasta su despacho para abandonar la biblioteca secreta.
«La jornada no ha hecho más que empezar», se dijo frotándose las manos con ademán conspiratorio.
El final estaba próximo, el hechicero percibía su hálito cautivador en el ambiente. Se dejó embriagar por él, anhelando el momento del triunfo, del poder absoluto. Ahora, no obstante, debía obedecer al ente, que le ordenaba impedir que el Viajero iniciase un nuevo tránsito hacia el Mundo de los Muertos. Tenía que hacerse con él antes de que abandonase la tierra de los vivos; aquella era la inflexible instrucción que había que cumplir.
El espíritu demoníaco le había confiado en esa misma sesión el emplazamiento de la Puerta Oscura —desde el Más Allá resultaba fácil percibir su poder—, y ahora el hechicero ya disponía de esa información.
No buscaría a Pascal, no lo seguiría.
Simplemente le estaría esperando en el lugar al que sabía que acudiría tarde o temprano; eso en cuanto acabara de preparar el ceremonial y resolviera otras cuestiones prácticas destinadas a garantizar su impunidad en el atropello del amigo del Viajero.
Pronto, el sacrificio podría llevarse a cabo.
Muy pronto.
Michelle, cansada ante la falta de noticias de Pascal, recibió al menos el consuelo de una llamada de Jules, que ya se encontraba de regreso en casa. Era tal el desproporcionado agotamiento que aquella incursión en tierra soleada había provocado en el chico, que ambos acordaron verse en su domicilio antes de la hora de comer.
A Michelle, que se había hecho ilusiones tras la primera conversación mantenida con Jules aquella mañana, le entristeció comprobar que su amigo se mostraba ahora tan débil como en días anteriores. Poco después, ya junto a su amigo, pudo atestiguar que la extrema palidez de Jules seguía acentuando los surcos oscuros de sus ojos hundidos, dotando a su rostro de las facciones propias de un enfermo grave.
Michelle se encontraba en el dormitorio de su amigo cuando de nuevo sonó su móvil: en esta ocasión era Pascal. Descolgó sin poder contener su impaciencia y, aunque habría preferido salir de la habitación donde permanecía con Jules para tener algo más de intimidad, no le pareció bien y se quedó.
—Por fin, Pascal. Te he llamado varias veces esta mañana.
—Lo sé, he visto las perdidas. Perdona —el tono parecía muy sincero—. He salido con mis padres y me he dejado el móvil en casa. En cuanto he vuelto te he llamado.
Pascal soltaba la calculada explicación que le permitía ocultar aquel espacio de tiempo en el que había estado con Beatrice, consciente de añadir una mentira más en el cúmulo de engaños que el Viajero iba amontonando en su confusa trayectoria con Michelle.
«Se trata de un mal menor», pensó, «una mentira piadosa para evitar una crisis en toda regla». Más adelante, con calma, le contaría toda la verdad.
Mientras hablaban, Michelle reparó en un pequeño objeto que permanecía en el suelo, junto a la cama, y lo recogió. Se trataba de una medalla de oro, que Jules le arrancó de las manos con un ímpetu que la sorprendió.
—Me trae muy malos recuerdos —se justificó él—, no quiero ni verla. Perdona.
Michelle, que había alcanzado a leer el nombre grabado en la medalla antes de que Jules se la arrebatara, se encogió de hombros, y continuó hablando con Pascal.
—¿Entonces vienes a casa de Jules?
—Sí —confirmó él—, quiero verle. A ver si entre los dos logramos animarlo.
Michelle suspiró.
—Ojalá. No tardes.
—Por cierto —añadió el Viajero, antes de despedirse—, Marcel Laville va a ponerse en contacto con vosotros para adelantar el viaje.
Michelle frunció el ceño.
—¿Y eso?
—Acabo de recibir la visita de un fantasma hogareño —adelantó, serio—. Ahora os cuento.
En cuanto colgó, Michelle compartió la información con Jules, incluyendo aquel enigmático final de la conversación. El chico empezó a preparar una excusa para no acudir de nuevo al palacio.
Y es que —además de que empezaba a darse miedo a sí mismo en cuanto llegaba el atardecer— Jules no lograba experimentar un auténtico interés por lo que estaba sucediendo a su alrededor, debía admitirlo. Al cobijar en su cuerpo su propia batalla, un conflicto mucho más cruento de lo que sus amigos podían sospechar, todo lo demás había dejado de importarle. Se moría, se estaba destruyendo, se consumía. Y no pretendía arrastrar a nadie más en su perdición.
Mientras observaba con melancolía el atuendo gótico de Michelle, su mente daba vueltas a una idea que había ido ganando consistencia a lo largo de aquella mañana: el suicidio. La pregunta clave que se formulaba, procurando rebelarse contra aquella determinación, era si estaba dispuesto a enfrentarse a una noche más de suplicio.
La sombra de la medalla zodiacal pareció anular toda luz a su alrededor, acorralándolo con sus tenebrosos auspicios. Michelle pareció intuirlo, pues sacó el tema en ese preciso instante:
—¿Y ese colgante con el nombre de Bertrand? En tu familia nadie se llama así, ¿no?
Jules apartó la mirada, ganando tiempo. Conocía a Michelle y sabía que ella no se conformaría con la excusa que le había puesto antes. Ahora tenía que enlazar su primera mentira con otra más definitiva. Y no se sentía especialmente creativo para hilvanar falsedades.
—Bertrand es el nombre de un amigo que tuve. De esto hace años, todavía no te conocía. Pero acabamos mal.
—Nunca nos habías hablado de él.
—Es que paso de recordarlo. Solía venir por casa, y aquí es donde perdió esa medalla —improvisó—. Ya ves, no es una gran historia.
—La verdad es que no.
Michelle lo miraba a los ojos con ademán intrigado, y él se sintió intimidado por la agudeza que detectó en su rostro. No se lo había tragado, o al menos imaginaba que algo se guardaba su colega gótico. En cualquier caso, no volvió a insistir.
Jules, aprovechando esa tregua, volvió a interpelarse con aquel crudo interrogante que lo abrumaba: ¿soportaría una noche más?
¿Debía hacerlo, cuando ya sabía que constituía una amenaza para los demás?
Jules había cerrado los ojos. Pero no podía escapar a su realidad.
¿Estaba decidido a cargar con la muerte de más inocentes como consecuencia de su cobardía?
Su falta de energía, la ausencia de salidas, solo podían conducirle a una respuesta. Y esa misma respuesta, a una excluyente vía de salvación... antes de que fuese demasiado tarde.
* * *
Nada corre más rápido que las malas noticias, que las tragedias, que los dramas sobrevenidos. Como un reguero de pólvora sobre el que se desliza vertiginosamente la chispa, el atropello de Dominique, una vez trasladaron su cuerpo al hospital y se pudo revisar su documentación para lograr contactar con la familia, comenzó a saltar de boca en boca. Alguien llamó al móvil de Pascal, pero el Viajero se encontraba en el metro camino de casa de Jules, así que la falta de cobertura prolongó su ignorancia.
Por el contrario, Michelle descolgó al primer timbrazo. Ella, pillada fuera de juego ante la dimensión de la noticia, descubrió así que dentro del concepto de «sorpresa» existía una aterradora categoría que comprendía aquellas novedades para las que no se está preparado; las que despiertan en el indefenso receptor no el asombro, sino la incredulidad más absoluta. Esas sorpresas tan dolorosas que provocan en la mente un último e inútil intento de rechazarlas, de descartar un giro en el presente que ya es, sin embargo, un hecho irreversible.
Cuando aquella voz familiar volvió a repetir la misma noticia desde el otro lado de la línea, Michelle se derrumbó. No se trataba de una broma de mal gusto, ni de un error. Dominique había sufrido un gravísimo atropello.
La chica estaba llorando.
Jules, que había asistido anonadado a todo el proceso, reaccionó en cuanto Michelle concluyó la llamada, acercándose hasta ella para abrazarla. Aún no sabía qué estaba ocurriendo, pero era evidente que, al menos para Michelle, se trataba de algo muy duro.
—Dominique... —acertó a balbucear.
Jules se irguió; la noticia, por tanto, también le afectaba a él. Justo en ese instante, sin ciarle tiempo a procesar lo que se les venía encima, su propio móvil comenzó a sonar.
Dejó a Michelle y alcanzó su teléfono. A los pocos segundos podía compartir con Michelle el impacto de lo sucedido: habían atropellado a Dominique.
El pobre chico había sido ingresado en el hospital Bretonneau, en estado de coma. Ahora mismo se debatía entre la vida y la muerte. En cierto modo, igual que ocurría con Pascal cada vez que iniciaba uno de sus trayectos «interestelares», como Dominique solía llamarlos con cierta sorna. Y es que también sus viajes suponían un pulso entre la vida y la muerte. O como él mismo, pensó Jules, aunque él en realidad luchaba entre la vida y la no-muerte.
Lo cierto es que a Jules no le habría importado cambiarse por Dominique. Y no se trataba de una actitud noble, sino de puro pragmatismo; de ese modo se habrían resuelto los problemas de ambos. Pero no; la vida se empeñaba en practicar extraños juegos con las personas.
Michelle, conteniendo las lágrimas, propuso esperar a Pascal para acudir todos juntos al hospital.
—Pascal no nos ha llamado —observó, en un susurro—. ¿No se habrá enterado todavía?