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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (30 page)

BOOK: El mal
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Un momento.

La detective se puso en cuclillas ayudándose de la pared. Aquel fragmento de madera no se encontraba en el rellano de la escalera, como habría sido lo lógico si se desprendió durante la manipulación, sino dentro del piso.

No podía ser. Si los asesinos provocaron los daños en la puerta al forzarla, los restos habrían caído fuera y no en el interior del apartamento.

Marguerite movió una de sus manos para abanicar el aire junto a la astilla, que no se movió de su lugar. Estaba comprobando si las pisadas de los agentes que estuvieron inspeccionando el piso pudieron impulsar de forma accidental aquel resto hasta el interior de la casa.

Pero no.

La detective se levantó, resoplando por el esfuerzo de alzar su corpachón embutido en sus enormes pantalones.

¿Acaso los sicarios disponían de la llave del piso y simularon forzar la cerradura desde fuera para ofrecer la apariencia de un asalto, cuando en realidad ya se encontraban dentro y habían acabado con su víctima?

Marguerite estaba perpleja.

¿Y quién iba a tener la llave del piso de un tipo que vive solo, no tiene familia ni pareja, y que —lo más relevante— ya se encuentra dentro de su casa? Según las declaraciones de los vecinos, Cotin era conocido por su carácter huraño y desconfiado, así que no resultaba fácil imaginarlo repartiendo llaves de su piso a la ligera.

Demasiado celoso de su intimidad para un comportamiento así, algo coherente si se dedicaba a negocios turbios.

Entonces, ¿cómo es que los asesinos habían logrado entrar en el apartamento sin forzar la cerradura? Muy raro... salvo que fuese la víctima quien les abriera la puerta o que Cotin no se encontrara todavía en la casa, y en ese caso los asesinos pudieron cruzarse con él y adueñarse de su llave.

Esa sorprendente línea de investigación abría nuevas posibilidades en cuanto al momento y el lugar de la muerte de Pierre Cotin. Lo que a su vez llevaba a Marguerite a volver a preguntarse la razón por la que Marcel Laville podía tener interés en realizar él mismo una autopsia cuando la causa de la muerte, estrangulamiento, era más que evidente.

Se percató de que solo había otro dato principal del que los forenses informaban tras ese tipo de trabajos: la hora del fallecimiento.

Interesante. Muy interesante. Justo la única información que podía anular la afirmación de que Cotin había muerto en su casa mientras dormía.

CAPITULO 25

La barca alcanzó la orilla a ritmo solemne. Bajo la silueta lúgubre de Caronte, erguido a popa mientras manejaba los remos sin descubrir su rostro encapuchado, Pascal distinguió treinta o cuarenta personas sentadas unas junto a otras, la viva imagen de la inseguridad y el desconcierto. No se atrevían a asomarse por la borda, alguien debía de haberse enfrentado ya al terrible panorama que murmuraba bajo las turbulentas aguas.

Con la embarcación anclada, Pascal pudo atisbar más detalles: había gente de ambos sexos en aquel grupo de pasajeros que culminaba su último trayecto, y de muy variadas edades. Todas compartían la quietud y el profundo mutismo que mantenían; el silencio impresionado del estupor. El Viajero dio por hecho que se trataba de personas fallecidas recientemente, que por primera vez se enfrentaban a aquel paisaje desolador y a la proximidad sinuosa de las sombras perpetuas.

Caronte, sin pronunciar palabra, fue señalando a los componentes de un primer grupo que se apresuró a descender de la barca. Se trataba de ocho personas, que aguardaron en tierra nuevas instrucciones, sin osar separarse ante aquel entorno cuya hostilidad latía con una densidad asfixiante. El barquero los obligó con nuevos gestos a alejarse más de la orilla, hasta que todos ellos, poco convencidos pero incapaces de rebelarse por el miedo y la ignorancia, terminaron apartándose del sendero de luz. Parecían, por sus semblantes vencidos y el trato rígido que recibían, por su sumisión resignada, una panda de galeotes. Se oyeron quejas entre murmullos mientras se dirigían hacia la oscuridad y se detenían en medio de ella, a la espera de la siguiente orden.

Pascal no podía creer lo que estaba viendo: aquel último movimiento —para cualquiera que conociera aquel mundo— era suicida. ¡Caronte los había colocado fuera del resguardo de la vía iluminada, al alcance de las criaturas depredadoras que merodeaban por las tinieblas! Uno de aquellos desgraciados, de figura encorvada y ojillos intrigantes, distinguió a Pascal tras el montículo, y se quedó mirándolo con absoluta perplejidad. Solo cuando fue empujado por otro hombre, consiguió reanudar sus pasos, y aun así volvía el rostro de vez en cuando hacia el chico.

Pascal se dio cuenta y procuró esconderse mejor. No podía imaginar que aquel tipo, llamado Pierre Cotin, lo había reconocido.

Caronte, sin previo aviso, había recogido el amarre de la barca y comenzó a remar para separar la embarcación de tierra, de modo que dejó solos a los elegidos del primer grupo, que al ver aquella última maniobra se removieron inquietos en sus posiciones, aunque no se atrevieron a cambiar de lugar. Presentaban un aspecto tan desamparado...

Pascal contempló aquella escena que empezaba a adquirir tintes de tragedia. Una sensación maligna se apoderó de la atmósfera estancada y fue envolviendo a cada uno de aquellos desgraciados con su halo de presagios fúnebres. La desvalida desorientación que exhibían sus rostros mientras observaban la barca de Caronte alejarse trajo a la memoria de Pascal la desoladora imagen en blanco y negro de un crudo episodio de la Segunda Guerra Mundial: los judíos que descendían de los trenes que los habían conducido hasta Auschwitz y permanecían en los andenes, ataviados solo con el vulnerable desamparo del desahuciado, aguardando su propia muerte sin saberlo.

Porque solo podía haber una razón por la que Caronte había llevado al centro de la laguna al resto de fallecidos: protegerlos.

Riscal dedujo que los individuos que se habían quedado en tierra eran, por tanto, condenados. Horrorizado, casi imaginó a los carroñeros, hambrientos, olisqueando el aire ante la proximidad de aquellas presas que pronto serían pasto de la oscuridad, como náufragos que al pretender mantenerse a flote lo que hacen con sus movimientos frenéticos es atraer a los tiburones.

Fue lo que ocurrió.

En pocos minutos, la aparente serenidad que reinaba en aquel territorio se empezó a resquebrajar entre murmullos, respiraciones entrecortadas y pisadas de seres que pululaban por los alrededores sombríos, todavía invisibles, que se iban reuniendo como hienas hambrientas al olor de la carroña. A los condenados empezó a costarles mucho mayor esfuerzo permanecer donde estaban, surgieron las primeras iniciativas individuales de abandonar su posición y huir; el grupo corría el riesgo de disgregarse. Entrecerraban los ojos procurando detectar el peligro que se cernía sobre ellos, sin lograr descubrirlo.

Los gruñidos y los movimientos amenazadores sonaban cada vez más cerca.

Lo más impactante era el silencio de aquellos individuos, un manto gélido que los cubría abandonándolos a una inevitable soledad. Los rostros podían reflejar el terror más absoluto, pero ninguno hablaba. Su única comunicación consistía en el pavor definitivo que compartían. Se miraban entre ellos, buscando un consuelo que nadie podía ofrecer. Ya no.

Por lo visto, no lo merecían.

Un bronco aullido rasgó la noche, provocando que todas aquellas personas estrecharan el círculo buscando un calor que ni siquiera sus cuerpos albergaban ya. Sentir el mutuo contacto era el único alivio al que podían aspirar. En un ataque de pánico, uno de los condenados echó a correr perdiéndose en la espesura. Al momento se oyeron los sonidos ávidos de las criaturas que lo acechaban, y que enseguida alcanzaron a su víctima. Hasta el grupo llegó entonces el rumor inhumano de las dentelladas, de los zarpazos, y los bramidos de dolor. Se lo estaban comiendo, lo estaban despedazando.

Comenzaron los sollozos, los gritos, la angustia entre los que quedaban, incapaces de tomar una determinación sobre cómo reaccionar. Los rodeaba una negrura insalvable, que se iba extendiendo frente a ellos al modo de un denso cerco de tinieblas, apartándolos cada vez más de la zona iluminada.

Pascal, desde su posición, habría preferido ahorrarse aquello, o al menos intervenir de algún modo para atenuar su ingrato papel de testigo, cuyos remordimientos tan bien conocía de otras ocasiones. Pero, tratándose de condenados, se negó a interferir. La sangrienta huella de Marc le recordó las temibles consecuencias de infringir aquel principio elemental. No caería en el mismo error.

La barca de Caronte era ya una diminuta sombra entre las aguas infestadas de muerte, una mancha difuminada por una bruma pestilente que lamía la superficie de la laguna como el aliento de un cadáver.

Nuevos ruidos profanaron la noche. Pascal, atento, reconoció aquellos golpes secos de hueso y la luz amenazante de las antorchas que se iba materializando: espectros. Un escalofrío le recorrió la espalda.

No se equivocaba: al momento quedaba a la vista una comitiva de esqueletos encapuchados, que ahuyentó a los carroñeros que habían ido llegando y que, ya en manada, estaban a punto de saltar sobre los condenados.

Pascal conocía bien a esas criaturas. Su sórdido papel consistía en trasladar a los que fallecían y eran llamados por el Mal. Los acompañaban desde la Tierra de la Espera hasta el nivel de infierno que les correspondía. Porque la región de los condenados, que se extendía más allá de la frontera conocida como el Umbral de la Atalaya, se componía de múltiples sectores con diferentes grados de oscuridad, de sufrimiento entre tinieblas. Aquellos hombres y mujeres jamás retornarían del viaje que estaban a punto de emprender hacia sus peores pesadillas.

No volverían porque ese viaje al Averno nunca terminaba, era una travesía por agonías perpetuas.

La aparición de aquella caravana siniestra sí había provocado una desbandada general entre gritos de horror. Pero todos aquellos individuos, demasiado vulnerables en aquel entorno hostil, fueron cayendo uno a uno en manos de los espectros, que los inmovilizaban con grilletes y esposas antes de subirlos a unos rudimentarios carros.

Cotin, que había recordado la presencia de Pascal en medio de su mudo espanto, se lanzó en su dirección. El Viajero, asustado ante la posibilidad de que la repentina maniobra de aquel tipo lo delatase, se encogió tras el montículo. Consciente de aquel riesgo si el condenado llegaba a alcanzarle, no pudo evitar desear que lo atrapasen, aunque se sintió fatal por ello.

Cuando estaba a punto de llegar hasta Pascal, Cotin fue interceptado y arrastrado hacia los carros de prisioneros entre movimientos convulsos. No obstante, la intensísima mirada de aquel hombre hacia donde sabía que continuaba escondido Pascal, llamó la atención de los espectros. Dos de ellos se fueron aproximando a las inmediaciones del lugar en el que permanecía parapetado el chico. Pascal pudo sentir cómo escrutaban el paisaje desde sus cuencas vacías, cómo castañeteaban sus mandíbulas descarnadas a cada paso, sus gemidos sibilantes.

Ya había olvidado lo que era el odio en estado puro, el apetito desmedido por el Mal.

Pascal se encontraba sobre terreno iluminado, pero ignoraba el alcance del poder que investía a aquellas criaturas. Esos seres pertenecían a una jerarquía superior. ¿Podían atraparlo? Colocó una mano en la empuñadura de su daga, tenso. Sintió sus pisadas cada vez más cerca. Un hedor a putrefacción acompañaba aquellos angustiosos sonidos.

* * *

Verger se encontraba en el espacio secreto de su despacho, la biblioteca, donde había instalado un altar consagrado al culto satánico. Cada vez que acudía allí para establecer comunicación con aquel ser demoníaco, se sentía como si estuviera a punto de ser recibido en audiencia por el mismísimo Lucifer.

Aunque el rango de aquella criatura maligna a la que servía era menor, nunca había disfrutado de impresiones tan impactantes, tan radicales, como en su presencia, y tuvo que reconocer que eso le resultaba tan aterrador como placentero. Miedo y sumisión se agolpaban en su interior en cuanto traspasaba los umbrales de esa estancia en penumbra.

Con las manos dispuestas sobre un tapete grabado, Verger atendía ensimismado al movimiento sinuoso de una llama que iba consumiendo un cirio negro, y cuyo estallido anunció que el ente acudía a la llamada desde su madriguera del Más Allá.

—El maestro Girardelli ha sido ejecutado —Verger había bajado la cabeza en señal de respeto, mientras se apresuraba a comunicar las novedades—. La Hermandad de Videntes Vivos ha perdido su Triángulo. Tus órdenes han sido cumplidas.

La temperatura de la habitación descendió varios grados. Verger se sorprendió distinguiendo su propio vaho al hablar. Su corazón latía a toda velocidad. Gozó de la explosión de adrenalina que estaba teniendo lugar dentro de su cuerpo. Era tan peligroso aquel juego...

La punta de madera sobre la que el hechicero posaba las yemas de sus dedos empezó a deslizarse por el tapete. El empresario pudo leer enseguida el mensaje: «Y el Viajero».

Verger tragó saliva.

—Ya he efectuado los primeros movimientos —notificó—. Pero eso llevará más tiempo, señor. Alguien... —carraspeó—. Alguien le está ayudando. Y no me refiero a ningún médium. Se trata de alguien que... que tiene más información, que domina la situación de una manera sorprendente.

Durante unos segundos, la pieza puntiaguda no se movió, pero pronto volvió a resbalar por el conjunto de letras y números construyendo varias palabras: «El Guardián de la Puerta».

Verger recibió esa conjetura con perplejidad; siempre había pensado que aquella figura, de la que algo había leído en antiguos manuscritos, era un mito. ¿Había existido a lo largo de la historia una estirpe de Guardianes? A pesar de su escepticismo inicial, había que reconocer que aquella posibilidad permitía dar una respuesta convincente al fulminante final de Cotin.

—Lo estudiaré, señor.

De improviso, Verger sintió sobre la mejilla una caricia gélida que a punto estuvo de bloquear los latidos de su corazón. El terror recorrió todo su cuerpo erizándole la piel. Supo que aquel gesto constituía en sí mismo una amenaza latente.

Al igual que él había hecho con los cazarrecompensas, en aquel pacto sin vuelta atrás que planteaba el ente no se admitía el fracaso.

Solo la muerte aguardaba si no conseguía al Viajero.

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