Si para los sentimientos no había distancias, el Viajero estaba descubriendo que para el deseo tampoco. Quiso frenar su corazón, tratando de convencerse de que pertenecía a otra persona. Pero no lo logró.
Y allí estaba ella. Detenida junto a Pascal. Contemplándole sin decir nada, confirmando la fidelidad de sus recuerdos, recreándose en que sus esperanzas se habían materializado. Solo sonreía. Una vez más, Pascal se dejó invadir por aquellos ojazos enormes, aunque apagados, y se sumergió en su transparencia de una sensualidad abrumadora. Ella estaba igual que siempre con sus vaqueros ajustados y su camiseta, su pelo sedoso terminado en rizos leves de tonalidad caoba, sonriendo con una felicidad absurda en aquel entorno cristalizado.
Pascal tuvo que hacer un notable esfuerzo para recordarse a sí mismo que ella estaba muerta; el mismo que ambos estaban realizando para no besarse delante de todos.
—Así que has vuelto —dijo ella al fin, en un tono forzado, como conteniendo el borbotón de palabras que en realidad pugnaba por salir de su boca—. Has cumplido tu promesa.
Había tanto que decir...
Beatrice le besó en la mejilla.
—Claro —respondió, menos firme que ella—. Aquí estoy.
—¿Damos una vuelta?
Pascal, indeciso, miró alrededor. Se habían quedado solos. Los muertos, que hasta hacía unos minutos habían permanecido allí, se habían ido retirando discretamente. El Viajero prefirió no pensar en ello; le daba tanta vergüenza...
—De acuerdo —aceptó, sonriendo con una mueca estúpida de principiante que odió aun sin verla—, vamos.
Incluso su tono sonaba torpe. Beatrice no pareció reparar en ello, y se apresuró a guiarle por un estrecho camino de tierra que iba sorteando tumbas. Durante el trayecto, ella no paraba de preguntarle sobre sus amigos, de los que tanto le había hablado el chico en su anterior viaje, sobre su vida reciente, sobre su familia.
Pascal albergó la certeza de que a ella le hubiera encantado cogerle la mano mientras caminaban, pero él se mostró reacio a aquel gesto tan comprometido. Ahora, al contrario de lo que ocurriese durante el rescate de Michelle, él podía avanzar solo. Y se preocupó de que Beatrice se percatase de ello. Tenía miedo de lo que pudiese suceder. Miedo y deseo. Una combinación excesivamente compleja.
Llegaron hasta un enorme panteón vacío, una construcción rectangular de líneas modernas con vidrieras góticas en los laterales.
—Vamos —ella le invitó a pasar tendiéndole la mano—, es precioso y sus inquilinos hace mucho que abandonaron esta comunidad. Así tendremos un poco de intimidad. Quiero disfrutar de ti sin tener que compartirte.
Pascal dudó. Tenía miedo de su propio deseo. Y quedarse a solas con Beatrice no mejoraba las cosas. Al final no pudo resistirse y tomó aquellos dedos fríos y pálidos que le introdujeron en el panteón. Allí dentro, frente a ellos, se alzaba un altar de mármol blanco cuyas grietas atestiguaban el transcurso implacable del tiempo. Las paredes estaban cubiertas de placas mortuorias, macizas planchas grabadas con los datos de quien yacía tras ellas.
En una inscripción aparte podía leerse lo siguiente:
Gracias, Señor, porque el amor también oye el silencio
.
—¿Qué hermoso, verdad? —comentó ella aproximando su rostro al de Pascal—. Lo mandaron grabar unos padres tras la prematura muerte de su hija pequeña. La querían tanto que daban gracias porque ese amor les permitía escuchar el silencio de la niña, como si no hubiera muerto.
El chico, hipnotizado por la candidez preciosa que exhibía el semblante de ella, asintió, sin poder separar sus ojos de los de Beatrice. Pascal se vio reflejado en ellos, bajo aquel tono mate y profundo de las pupilas vidriosas de los muertos.
A continuación, miró sus labios, carnosos, suaves y tan próximos...
El chico carraspeó.
—Sí... es una frase muy...
No pudo terminar, no quiso hacerlo. Su boca enmudeció atrapando de un golpe la de Beatrice. Ella, tras superar la sorpresa inicial, se dejó llevar. El flujo de sensaciones que recorría sus cuerpos era ya demasiado turbulento, arrebatador. Sentir la piel de Beatrice pegada a la suya inflamó el deseo de Pascal, que se hizo cómplice en cada uno de aquellos movimientos, en las caricias, en saborear aquella boca de labios seductores que se abría para él y que tanto había evocado durante los últimos tres meses, incluso a su pesar.
Con cierta cobardía, el Viajero se negó a pensar, esquivó el recuerdo de Michelle arrastrado por una pasión incontenible. Ambos se precipitaban ya, se dejaban llevar en caída libre sometidos a su apetito. Pascal sintió el cuerpo frío de Beatrice y comprobó entre suspiros que aquella chica mantenía la firmeza de su truncada juventud, mientras sentía a su vez las manos de ella recorriéndole.
Y, sin embargo, Pascal no pudo continuar. Las manos afanosas de Beatrice desabrochándole el pantalón constituyeron el detonante que lo abrumó, que superó al Viajero ya envuelto en su propia lucha por expulsar de su memoria el rostro acusador de Michelle. La lacerante imagen de su amiga viva había empezado a materializarse, traicionera, en su interior, hundiéndole en sus propios remordimientos. Víctima de la confusión, se separó de Beatrice con mayor brusquedad de la que pretendía. En el fondo, se había asustado al constatar la complejidad que iba adquiriendo la compulsiva relación que los vinculaba.
Se le estaba yendo de las manos, de hecho. Y lo peor era que él había provocado aquella situación. Había dado el primer paso para terminar de aquel modo tan penoso, tan poco leal.
La situación le estaba desquiciando. Tal vez Dominique habría sido capaz de maniobrar en medio de ese doble juego, pero el nivel de dificultad que requería una actuación así, la frialdad de carácter imprescindible, excedía con mucho la capacidad de Pascal.
No. No podía mantener aquel juego albergando la certeza de que alguien, tarde o temprano, saldría herido en lo más profundo. Él no era así y, en el fondo, se alegró de haberse mantenido fiel a sí mismo en el último instante. Acababa de mantener un extenuante pulso con el deseo y había vencido... de momento. Constatar el descontrol que latía en su interior, no obstante, le produjo un desasosiego poco alentador.
La ruptura súbita que acababa de protagonizar le había arrastrado frente al incómodo recuerdo de la escena parecida que había vivido con Michelle, lo que todavía acentuó la erosión que estaba sufriendo por culpa de aquellas circunstancias que ahora confirmaba como insostenibles. ¿A qué creía que estaba jugando? Aquello no podía terminar bien, todos acabarían sufriendo.
—Lo siento —se disculpó avergonzado—. Lo siento, de verdad. Pero no puedo... yo...
¿Qué se podía decir? Nada que no fuera a estropearlo aún más. Y el caso es que no quería perderla como amiga, por muy complejo que resultara mantener la relación teniendo en cuenta que pertenecían a dos mundos distintos. Lo que habían sufrido juntos los unía de una manera inexplicable.
Por fin, Pascal reunió la valentía necesaria para enfrentarse a las pupilas desconcertadas de Beatrice, tras unos segundos de insoportable silencio.
—Me gustas mucho, Beatrice. Lo sabes —se detuvo. ¿Cómo proseguir?—. Pero... entiéndelo... esto no puede continuar... No puede repetirse. Michelle y yo...
Beatrice trataba de recuperar la compostura.
—¿Estás saliendo con ella?
Pascal se pasó una mano por la cara, agobiado.
—Todavía... todavía no —reconoció—. Pero ella me ha dejado claro que está dispuesta a intentarlo, creo. En cualquier momento...
—Me rechazas por una posibilidad —acusó Beatrice con un gesto de infinita tristeza que desarmó a Pascal—. Eso es lo que ocurre.
—No se trata de eso...
—Pensé que sentías algo por mí...
Su voz quebrada terminó de hundir el ánimo de Pascal, que habría pagado por poder escapar de aquella situación.
—Y es cierto, creo —Pascal sintió una profunda aversión hacia sus titubeos—. No he dejado de pensar en ti durante estos tres meses...
—¿Entonces?
Él quiso sincerarse:
—Yo... no lo entiendo... no sé qué siento por ti, ¡qué quieres que te diga, joder! —se exaltó, sin poder evitarlo—. Porque sigo estando enamorado de Michelle —Pascal extraía de su interior la confusión que llevaba tiempo abrumándolo, dándole salida con la esperanza de recuperar una dirección concreta en sus tambaleos vitales—. Por ti siento... algo distinto, es algo de una fuerza diferente... No lo entiendo. Pero lo nuestro no es posible y lo sabes. Eso debería bastarnos para no llegar más lejos...
—La muerte se interpone, ¿no? —susurró ella tratando de contener las lágrimas—. Es eso.
—¿Te parece poco? —se defendió Pascal—. Para mí tampoco es fácil...
Nada más pronunciar aquellas palabras, el chico fue consciente de que había metido la pata, pero ya era tarde. Estaba dicho.
Beatrice, acusando en su rostro el dolor que se iba abriendo paso hacia su corazón, se dio la vuelta y salió del panteón en completo silencio.
Sí, había metido la pata. Hasta el fondo. No tendría que haber comparado su situación con la de ella, puesto que él estaba vivo y podía experimentar el amor en su mundo, algo que quedaba para siempre fuera del alcance de Beatrice, fallecida a sus diecinueve años, antes de poder gozar de aquello que daba sentido a toda existencia.
La compañía en la Tierra de la Espera de otros fallecidos no podía atenuar la soledad íntima que cada muerto sobrellevaba como podía hasta la llamada del Bien, lo que todavía se agudizaba más en el caso de los espíritus errantes, siempre vagando por los innumerables senderos iluminados. Tal vez algún afortunado, enterrado con seres queridos que tampoco habían sido llamados todavía, contaba con ellos como apoyo durante aquel tiempo. Pero los demás...
La noche perpetua incrementaba su crudeza con cada jornada.
Pascal representaba para Beatrice una segunda oportunidad en medio de aquella realidad inerte. Y no había que olvidar que, en el origen de la Puerta Oscura, pervivía una historia de amor que también involucraba a ambas dimensiones. En el fondo, aquel umbral sagrado constituía un homenaje a la ausencia de fronteras para el amor.
Y Beatrice, por primera vez, lo había experimentado. Pascal no imaginaba la fuerza arrasadora con la que en aquel entorno germinaba un sentimiento de esa naturaleza. Pero él no podía correspondería. No mientras desconociese la verdad de sus emociones.
¿Se podía sentir algo por dos chicas al mismo tiempo? Algo... de alguna manera distinto, pero igual de especial, de potente. Pascal sabía que sí. Y aquella inaudita afirmación lo perturbaba de un modo inconcebible. Si cualquier relación con una chica ya suponía para él todo un desafío, enfrentarse a aquella disyuntiva representaba un reto que se veía incapaz de asumir. Lo estaba consumiendo por dentro.
Pascal cortó sus reflexiones, enfadado consigo mismo por unos pensamientos que le estaban conduciendo a seguir planteándose la relación con el espíritu errante como una alternativa. No. Por muy duro que resultara, Beatrice estaba muerta. Punto. Él no pertenecía a ese mundo, no debía olvidarlo. Él se debía a los suyos, a los vivos. A Michelle.
Claro que si lo de Michelle terminaba por no prosperar... No, no debía pensar en ello. Le costaría, pero debía esforzarse por enterrar sus compulsivos sentimientos hacia Beatrice, que lo único que hacían era complicar las cosas hasta un límite absurdo. A partir de ese instante, tenía que concentrar sus energías en recuperar su amistad con el espíritu errante. Eso sí era lo natural. Aunque le doliese renunciar a lo demás.
Dudó mucho, sin saber por qué, de que si su relación con Michelle prosperaba, pudiera reproducir los momentos vividos con Beatrice con aquella intensidad especial que quizá pertenecía a esa dimensión paralizada que ahora los envolvía con su oscuridad perpetua.
A lo mejor, la ausencia de otras percepciones multiplicaba el placer del contacto entre el pulso caliente y la piel fría en el Mundo de los Muertos, o la causa había que buscarla en que consumar una actividad así, en aquella región inerte, provocaba la concentración de los recuerdos que todos atesoraban sobre momentos apasionados que vivieron, la nostalgia de estar vivos, recuerdos que se mantenían flotando en aquella dimensión, como al margen de la gravedad.
A Pascal le cuadró aquella imagen tan... espacial. Aguardó todavía unos minutos dentro del panteón, reuniendo el aplomo necesario para enfrentarse a los muertos después del episodio protagonizado con Beatrice, cuya llamativa fuga no habría pasado inadvertida para nadie.
Tenía que pedir disculpas a la chica antes de volver a su realidad. Y obtener información sobre el nivel de los fantasmas hogareños, cuando ya empezaba a disponer de poco tiempo en aquel mundo.
Qué complicado era ser el Viajero.
Sophie Renard, que desde hacía más de veinte años era una de las encargadas de mantenimiento del
lycée
Marie Curie, terminó de ordenar aquella aula y salió al corredor. Todavía ataviada con la bata y los guantes que se ponía para trabajar, llevaba en las manos el cubo de la fregona medio lleno de agua turbia. Lo depositó en el suelo embaldosado mientras se tomaba un respiro. Los estudiantes de aquel grupo habían dejado su clase tan sacia que se le estaba haciendo mucho más tarde de lo habitual. Enseguida acudiría a la sala donde guardaban los utensilios de la limpieza para cambiarse e irse a casa. Le tentó la posibilidad de fumarse un cigarrillo allí mismo, aunque al final prefirió no incumplir las normas.
Los últimos docentes se habían marchado ya; solo quedaban el director en su despacho, enfrascado en papeleos justo en el extremo de la otra ala del edificio, y el abúlico conserje, que estaría leyendo algún periódico atrasado sin prestar atención al vestíbulo del
lycée.
Casi mejor así, tener al jefe lejos. Ella prefería trabajar a su aire, sin la presión de controles próximos, bajo la calma silenciosa de aquellos pasillos vacíos inmersos en la penumbra del atardecer.
Bueno, no tan silenciosa. Acababa de oír un tintineo que, gracias a su experiencia allí, reconoció al instante: la portezuela metálica de una de las taquillas que habían instalado para los estudiantes junto a cada clase.
Qué raro. ¿Habría vuelto algún alumno a buscar algo olvidado? ¿Sería el conserje? Sophie arrugó la nariz, desconfiada. Ya habían tenido lugar varios robos en el centro. Por lo visto, los chavales se quejaban de que los móviles y los aparatos de música desaparecían con excesiva frecuencia.