El mal (28 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

BOOK: El mal
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Segundos después, entre los rechinantes quejidos de los goznes que provocaban Marcel y Edouard alzando la maciza tapa del arcón, Pascal se quedaba a oscuras, tras el golpe seco que había provocado la plancha de madera sobre su cabeza, al encajar en los perfiles superiores.

Un ramalazo de soledad barrió su cuerpo como el destructivo oleaje de un tsunami, a pesar de que todavía, a pocos metros, sabía que permanecían todos sus amigos.

El Viajero se preparó, rememorando todo el proceso. Primero, calma; luego, agitación, movimientos convulsos. Y después...

La primera vibración se había producido. Pascal adoptó una postura defensiva que protegiera su cuerpo de los embates que se avecinaban. Pronto, cuando la calma se restableciese, estiraría un brazo para descubrir, una vez más, que una de las paredes del arcón ya no estaba. Y que, en su lugar, se extendía un incierto corredor de tinieblas.

El Viajero volvía al Más Allá.

* * *

Verger, tras el escritorio, estudió las diferentes fisonomías de los cuatro recién llegados, cazarrecompensas profesionales que habían acudido sin demora a su llamada.

Lo que aquellos mercenarios ignoraban era que, en aquel desafío en el que estaban a punto de participar, la apuesta era a todo o nada. Verger no dejaría con vida a los perdedores; el asunto era demasiado importante como para permitir que se divulgase.

¿Estarían a la altura aquellos cuatro experimentados tipos? Sus contrastadas trayectorias como cazadores de personas los avalaban, desde luego. No obstante, desde que las fuentes particulares del empresario le habían informado de la aparición del cadáver de Cotin —al que no podían acercarse por culpa de la eficiente labor policial—, aquel aparente juego contra un crío y sus amiguitos había terminado por confirmar que el Viajero no actuaba solo.

—Ahí tenéis la información que necesitáis —señaló unas carpetas colocadas sobre la mesa, que los cazarrecompensas recogieron en silencio—. La primera foto es de Pascal Rivas, el chico que me interesa. Las demás corresponden a sus amigos y a una mujer mayor que los ayuda. A continuación tenéis información sobre domicilios, rutinas y demás.

—¿Lo quiere vivo? —preguntó uno de ellos, llamado Vladimir Petroff, un tipo alto y rubicundo de mirada gélida.

—¡Por supuesto! —se apresuró a aclarar Verger, alarmado ante la posibilidad de que aquellos hombres sin escrúpulos pudieran excederse en su cometido—. Muerto no me sirve para nada. Eso es imprescindible.

Aquel requisito complicaba la captura. Consciente de ello, Verger había elevado la suma que ofrecía.

Todos habían asentido ante su enérgica aclaración, mientras repasaban los datos que acababa de facilitarles el hechicero.

—Es muy urgente —comunicó Verger sin alterar su gesto duro—. Pero la discreción es fundamental; lo último que me interesa es ver a la policía metida en esto. Quiero un trabajo limpio —insistió—. Por eso estoy dispuesto a pagar tanto dinero. Una vez tengáis al chico, debéis poneros en contacto conmigo en un número de móvil que ahora os daré, pronunciar la consigna que aparece en cada dossier y esperar instrucciones. No volveréis a pisar esta oficina, no quiero volver a veros por aquí. La recompensa ya sabéis cuál es.

Pronto los despidió. «Lo mejor de trabajar con auténticos profesionales es que no hacen preguntas», pensó el hechicero. A aquellos hombres les traía sin cuidado para qué quería Verger al chaval; lo único que les importaba era la cuantía de su beneficio como intermediarios. Nada más. Incluso parecían disponer de una memoria programada para olvidar todos los detalles una vez terminaban cada trabajo, un certero mecanismo de supervivencia en un ámbito donde recordar podía costarle a uno la vida.

Perfecto.

André Verger giró su sillón hacia el ventanal que dominaba París. Una incógnita consumía ahora al hechicero: ¿por qué había muerto Cotin? Nadie mataba a un fisgón... salvo que ese fisgón llegase a descubrir algo realmente importante. Algo comprometedor.

¿Qué había visto Pierre Cotin? Verger, perspicaz, se planteó que el malogrado espía, en su ignorancia, se hubiese aproximado demasiado al mismísimo emplazamiento de la Puerta Oscura.

Solo una razón de tal peso podía justificar su desaparición. Lástima no poder averiguar el lugar exacto de su muerte.

¿Y quién había terminado con él? Ni la bruja ni los chicos, desde luego. ¿Entonces? Alguien que no había tenido inconveniente en adornar la ejecución de su víctima con un burdo montaje salpicado de drogas. Sencillo pero eficaz.

Aquello se ponía interesante. Verger decidió que debía seguir estudiando en torno al umbral sagrado que conducía al Más Allá. El desconocido adversario que apoyaba a la vidente y al Viajero era
demasiado
invisible.

Poco después se encontraba en su biblioteca, revisando antiguos manuscritos. Mientras los repasaba, deseó que los sicarios cumpliesen cuanto antes su misión. Muy pronto, el ente le pediría cuentas, y no tenía ninguna intención de decepcionarlo.

* * *

Marguerite y Jacques acababan de coincidir en la máquina de café de la comisaría, que ronroneaba preparándose para verter el líquido en un vaso de plástico. Su agradable olor impregnaba el ambiente.

—Con azúcar, por favor —solicitó la detective a su compañero, inclinado frente la máquina dispensadora—. Necesito algo de dulzura en mi vida. Aunque engorde.

Jacques soltó una risilla.

—¿Engorda la dulzura?

—Muy gracioso. Engorda el azúcar. Bueno, a mí me engorda todo.

De haber estado presente, Marguerite dio por sentado que su amigo Marcel le habría soltado una de sus ironías tipo «el hecho de que la dulzura engorde a ti no te afecta», o algo por el estilo. Sonrió en silencio.

—Yo prefiero el té —reconoció su compañero—. Con limón, sin azúcar.

Marguerite exageró una cara de desprecio.

—Lamentable influencia británica... —la mujer había recogido ya su vaso y daba vueltas a su contenido con una cucharilla de plástico, esperando a que se enfriara un poco—. ¿Qué tal el caso de ese tal... Cotin?

—Tiene toda la pinta de un ajuste de cuentas —añadió Jacques mientras echaba monedas en la máquina—. Lo estrangularon mientras dormía, aunque aún tuvo tiempo de despertarse e intentar defenderse, porque presenta marcas en los antebrazos.

—Luego si alguien le sujetaba mientras lo mataban, buscáis a más de un asesino. ¿Móvil del ajuste?

—Hemos encontrado en su domicilio cápsulas con droga líquida, tal vez sea cristal. Lo están analizando en el laboratorio. Así que supongo que lo mataron por alguna deuda derivada del tráfico de drogas. Los resultados de la autopsia los tendremos esta misma noche.

—¿Ya habéis descartado que esa droga fuera para consumo? —quiso indagar ella.

—Sí. Había demasiada cantidad. Además —añadió—, los indicios son claros: se trata de un tipo soltero del que no consta ninguna actividad profesional, pero, viendo su piso, está claro que vivía bastante bien: tele de plasma, buen equipo de música... ¿De dónde sacaba la pasta? Ni siquiera dispone de cuentas bancarias, ya lo hemos comprobado.

—¿Sin cuentas? ¿Todavía queda gente así? ¡Entonces no tendría tarjeta de crédito!

—Ya ves.

—Pero es lógico, si lo piensas: ¿para qué quieres una cuenta bancaria si no puedes ingresar el dinero que ganas, porque todo es dinero negro? Tienes razón, el caso parece claro. El perfil típico del camello. ¿Alguna huella interesante en el piso?

Jacques arrugó el rostro.

—Me temo que no, solo las de él por toda la casa. Parece un asesinato bastante profesional. Nadie oyó nada, nadie vio nada.

—Encima, su vecino estaba de viaje... Desde luego, muy profesionales tenían que ser, si forzaron la puerta sin despertar a su víctima.

Jacques asintió.

—No causaron apenas destrozo. Sabían lo que hacían.

Marguerite no quería meterse más en aquel caso, no era asunto suyo y bastante trabajo tenía sin necesidad de sumarse a nuevas investigaciones. Pero no podía evitarlo, deformación profesional. Por eso continuó preguntando mientras ambos apuraban el líquido tibio de sus vasos:

—¿Y dónde estaban las cápsulas?

—En un cajón del dormitorio. También con huellas de Pierre Cotin.

Marguerite frunció el ceño.

—Pues no estaba demasiado escondida la droga, ¿no?

—Supongo que lo pillaron por sorpresa, o tal vez la iba a entregar a la mañana siguiente y la tenía preparada.

Marguerite reflexionaba. ¿Qué sentido tenía acudir a ejecutar a alguien que te debe dinero por venta de droga, y dejar allí mercancía? Si al menos esas cápsulas hubieran estado bien escondidas...

—¿Y por qué los asesinos no se llevaron las cápsulas? —insistió.

Jacques se echó a reír.

—Marguerite, no puedes evitarlo, tienes que desconfiar de todo.

—Responde.

—Yo lo veo claro: iban a lo que iban. No quisieron perder ni un segundo. Llegaron, acabaron con él y se fueron. Los sicarios son así, se les paga para eso. Fue una simple ejecución. Y no hemos detectado indicios de que registraran el piso, además. Lo único que les importaba era acabar con Pierre Cotin.

Marguerite reconoció que aquella justificación era convincente. De todos modos, los profesionales solían emplear procedimientos mucho más completos. El hecho de dejar droga ya facilitaba a la policía un cauce de investigación.

—Así que lo estrangularon...

—Eso es, Marguerite. Un método rápido, silencioso y limpio.

—Que requiere una fuerza muy superior a la de la víctima —completó ella—, salvo que se cuente con el elemento sorpresa, como es el caso. Apuesto por dos hombres.

—Yo también. Y jóvenes, casi seguro. A ver qué más nos puede decir Marcel Laville.

Marguerite alzó la mirada, extrañada.

—¿Marcel se va a encargar hoy de esa autopsia? Pero si ni siquiera está de guardia...

Jacques se encogió de hombros.

—Ya sabes cómo son los forenses. En el fondo les encanta su trabajo. De la autopsia se iba a encargar la doctora Courteaud, pero al final, por lo que me han dicho, se va a ocupar Laville. Por mí, mejor; es el más profesional.

—No lo dudo —Marguerite tiró su vaso vacío a la papelera, un movimiento que le permitió camuflar su semblante intrigado—. Bueno, ahora tengo que irme, Jacques. ¡Que vaya bien el caso!

—Gracias, Marguerite.

La detective se alejaba ya con su característico paso firme, mientras planificaba su inminente acceso al expediente Cotin. Necesitaba la dirección exacta del domicilio de aquel tipo.

No debía inmiscuirse, pero... ¿por qué su amigo Marcel se había apropiado de aquella autopsia, cuando además se trataba de un vulgar caso de ajuste de cuentas? Aquella inofensiva irregularidad le resultó sospechosa. Su instinto se había activado. Aunque, al fin y al cabo, no fuese asunto suyo.

CAPITULO 24

Pascal aguardó todavía unos instantes a que el arcón dejase de bambolearse, aunque las últimas sacudidas parecían anunciar ya el final del trayecto. Una vez se hubo asegurado de que no iba a haber más movimientos violentos, estiró los brazos para ubicarse dentro del baúl. La oscuridad era total y necesitaba hacerse una idea del espacio que le rodeaba, de su propia posición en él.

Tanteó, localizando los diferentes laterales del mueble hasta que se encontró con el hueco que, en realidad, estaba buscando. Alargó uno de sus brazos, confirmando que en aquella dirección el límite del arcón parecía haberse desvanecido dando lugar a un túnel de longitud desconocida y atmósfera opaca. Respiró hondo varias veces seguidas, procurando calmarse. Después se colocó a cuatro patas y avanzó por esa vía que se iba ampliando hasta que, unos metros más adelante, pudo erguirse en aquella especie de conducto cilindrico que recordaba bien de sus viajes anteriores. Se encontraba en lo que él denominaba «la cañería».

Estuvo caminando durante un rato, con los brazos extendidos hacia delante por miedo a chocar con algún obstáculo imprevisto. La luz seguía siendo inexistente. Un escalofrío recorrió su espalda al recordar aquellos perversos ojos amarillos que detectó en su primer viaje por ese mismo túnel. La mirada depredadora de un vampiro que poco después sembraría de sangre las calles de París. Pero aquella criatura maligna, Luc Gautier, ya había sido aniquilada.

Para siempre.

Pascal llegó al final del conducto, cercenado por un portón redondo que mantenía el tacto templado con el que le recibiera en ocasiones anteriores. Deslizó sus dedos por aquella plancha para descubrir una luna grabada y, segundos después, junto a aquel símbolo, las dos hendiduras donde debía colocar las palmas de sus manos abiertas. Así lo hizo, y con un chasquido la puerta comenzó a perder consistencia hasta evaporarse.

El Viajero apenas respiraba, el trayecto estaba a punto de terminar.

Ante él quedó la abertura que comunicaba con la Tierra de la Espera, una brecha de espacio abierto, un desgarro incongruente en aquel conducto de origen remoto hasta el que se filtraba un resplandor metálico, apagado, que anunciaba la palidez de aquel mundo muerto que le recibía.

Pascal comprobó sus pertrechos antes de dar el siguiente paso. La piedra transparente, el brazalete, la mochila con las provisiones y la cantimplora, una linterna y su daga enfundada, cuya correa se pasó por un hombro para dejar la empuñadura a la altura de su cintura. Tomó aire y, sin pensarlo más, saltó hacia aquella superficie neutra que le aguardaba con su silencio primitivo. A su espalda quedó el montículo cuyo hueco, abierto para él, volvía a cerrarse, pero Pascal ya no pudo verlo, impactado ante el sobrecogedor panorama que quedaba ante su vista.

Una vez más estaba ante aquel mundo estático que lo envolvía en su soledad esencial. Sobre él se extendía un firmamento de negrura absoluta, sin estrellas, que descendía confundiéndose con la tierra oscura, fusionándose en un horizonte de tinieblas perpetuas que oscilaba con la apacible serenidad de las mareas. Y sobre aquel manto sombrío que se expandía en todas las direcciones, la inquietante hermosura de los senderos de luz, una red de caminos brillantes que conformaban una telaraña de guiños de cristal suspendida en el aire viejo. Se trataba de las rutas seguras que conducían a los recintos sagrados, visibles desde distancias cósmicas gracias a su palidez incandescente. Aquellas vías luminosas de resplandor lunar eran los espacios que las criaturas condenadas no podían mancillar; por tanto, constituían los itinerarios que él debía seguir sin apartarse. Más allá de ellos, las zonas oscuras de la Tierra de la Espera podían cobijar múltiples peligros.

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