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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (3 page)

BOOK: El mal
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Pascal depositó con lentitud la mochila en el suelo y comenzó a abrir su cremallera, sin desviar la mirada de la zona de duchas. Acababa de activarse su instinto de supervivencia, su mente se había puesto en guardia. Breves pinchazos en su pecho le advertían de la temperatura gélida que había adquirido su talismán junto al cuello. Por segunda vez en aquel día, después de meses de absoluta tranquilidad, el Mal se aproximaba a él.

Lo que estaba sucediéndole era incomprensible.

Ahora, desde su posición junto a la puerta cerrada, escuchaba frente a él un torrente de líquido precipitarse sobre el suelo de azulejos más allá de las cortinas, al que pronto vino a acompañar el fragor húmedo de las demás duchas. Todas dejaban caer agua a borbotones, se habían ido añadiendo a aquel absurdo despliegue acuático.

Pascal había terminado de extraer de su mochila la daga, que emitía tenues destellos verdosos. Estaba preparado.

Otra vez las risas infantiles bajo los chorros que terminaban provocando gorgoteos cavernosos en los desagües. Así que se trataba de la misma entidad que le había acosado por la mañana en su habitación... Pascal avanzó unos metros hasta situarse ante las cortinas de las duchas. El vapor del agua caliente había empañado el cristal de los espejos y las ventanas a cuyo lado acababa de pasar.

Pascal, conteniendo a duras penas su ansiedad, decidió intervenir. Fue dirigiendo con su arma rápidas estocadas sobre aquellos pliegues plásticos que parecían ocultar al enemigo con su resbaladiza uniformidad. Se lanzaba contra ellos con la virulencia desatada que habría exhibido un loco en plena crisis. De hecho, él soltaba breves gritos que se ahogaban bajo el sordo rumor del agua, gritos destinados a distraer sus propios temores. Pero la hoja metálica solo encontraba aire después de ensartar las cortinas, que bailaban, burlescas, al ritmo de sus golpes ciegos.

El agua le salpicaba en la cara, confundiéndose con su sudor.

Continuó con el arrebato, disparando el filo de su daga hacia todos los rincones que quedaban a su alcance. Sin embargo, en ninguna de las duchas logró alcanzar nada sólido ni atisbar algo visible.

Cuando hubo terminado aquella inspección, se giró hacia los espejos que permanecían sobre los lavabos. Y allí sí, descubrió un rostro que lo observaba, y que se difuminó antes de que él se aproximara con la daga. No llegó a identificarlo.

La puerta del vestuario se ofrecía entornada. Y ni una gota se precipitaba ahora desde las alcachofas mudas de las duchas.

* * *

El ente se pierde por las profundidades de las galerías oscuras a las que se ha precipitado desde aquel espejo de los vestuarios, se aleja de los accesos al mundo de los vivos mientras murmura imprecaciones. Acaba de descubrir, por segunda vez, que el Viajero cuenta con sus propias armas en su dimensión, se muestra más fuerte de lo que había imaginado.

La criatura deambula por los interiores vacíos del nivel de los fantasmas hogareños. Contiene su furia mientras su mente perversa va concibiendo nuevas maniobras.

Conforme maquina sobre cómo atraparle, puede ir preparando el terreno y eliminando nuevos obstáculos...

Es entonces cuando detecta a otra de sus víctimas, que se dispone a iniciar una sesión de videncia. El ente sonríe, satisfecho. Eso es como invitarlo a entrar.

Se apresura entre túneles, directo hacia el espejo que lo conducirá hasta la siguiente presa.

* * *

Pascal y Mathieu se encontraban ya en la cafetería en la que se habían citado. Por elección de Pascal, acababan de acomodarse en una de las mesas más apartadas, tras pedir en la barra sendos cafés que aún no les habían servido. Ambos habían avisado a sus familias de que llegarían tarde a comer. Aunque, en el caso del Viajero, el apetito había desaparecido tras los fenómenos sobrenaturales que había presenciado.

Mientras esperaban sus consumiciones, se miraron a los ojos, en una suerte de tanteo previo. A Mathieu le sorprendió descubrir en el rostro azorado de su amigo una normalidad que por alguna misteriosa razón no terminaba de resultar natural. Estaba claro que Pascal procuraba camuflar una sutil crispación con sabor a titubeo, ofreciendo un semblante postizo que él también había mostrado en más de una ocasión.

Mathieu había sufrido ya aquel incómodo síndrome —cuando salía el tema de su sexualidad—, combinación de rubor e intimidad puesta en evidencia, cuyo efecto más inmediato consistía en que las palabras ensayadas para la ocasión adoptaban entonces un inoportuno tono de confesión. Por eso aguardó sin atosigar —y eso que la curiosidad lo estaba carcomiendo—, tal como había venido haciendo durante aquellos meses hasta que había decidido tomar la iniciativa y preguntar a Pascal.

El Viajero, consciente de lo absurdo que iba a parecer lo que se disponía a contar, se hallaba inmerso en un dilema y no terminaba de decidirse a empezar.

El camarero llegó con los cafés, y se apartaron para dejarle espacio mientras depositaba las tazas sobre la mesa. Incluso aquella fugaz pausa fue un respiro para Pascal.

Sus ojos grises se movían inquietos, bailaban de la mesa al rostro firme de Mathieu, de la puerta de la cafetería a la barra donde ahora se afanaba el camarero retirando unos platos vacíos. Pascal empezó a beber a sorbos cortos su café, limpiándose los labios a cada trago con una servilleta de papel, anhelando nuevos movimientos que le permitieran ganar tiempo, hallar ese buen comienzo que evitara la brusquedad en lo que se disponía a contar.

—Aquí, justo en esta mesa, tuve una primera cita hará un año —comentó Mathieu, con ánimo de romper el hielo, golpeando con su dedo índice la tabla circular de madera policromada sobre la que reposaban sus tazas—. Un contacto del chat.

Pascal agradeció aquel tema inofensivo y se agarró a él.

—¿Y qué tal fue?

Mathieu encogió sus anchos hombros.

—Vamos a dejarlo en que fue divertido mientras duró, que no fue mucho. Tenía un cuerpazo, la verdad. Se llamaba Ronald.

—Seguro que lo pasasteis bien...

Ambos rieron y el ambiente se distendió lo suficiente como para que Pascal reuniese el aplomo necesario para vencer su temerosa pereza a la incredulidad ajena. Empezó a preparar sus palabras, sentía la boca seca.

—¿Y ahora estás con alguien? —quiso saber, antes de precipitarse en su propio abismo de confesiones—. De ese tema no solemos hablar.

—Bah, ahora me dedico a tontear con conocidos del Messenger y del Facebook, nada más.

—Dominique estará orgulloso de ti.

Mathieu esbozó una sonrisa pícara.

—Él siempre ha reconocido que envidia la facilidad con la que ligamos los gays.

—Eso será si estás bueno.

—No te creas —matizó—. Es verdad que, al margen de eso, es más fácil entre tíos. Puede que algunos de nosotros seamos menos... exigentes a la hora de liarnos con alguien.

—No sé —Pascal apenas se detuvo a valorar aquella posibilidad, demasiado pendiente de ultimar los preparativos mentales de su propia revelación—. Pero vamos, que Dominique está convencido de eso.

Mathieu asintió, divertido.

Pascal consultó su reloj y no lo pensó más —su amigo empezaba a cuestionar que de aquella cita surgiese la conversación pendiente—, se tiró al vacío antes de que algún resquicio le permitiera huir.

—Lo que te voy a contar no tiene gracia y es imposible de creer —soltó de sopetón, acompañando su declaración con un giro radical de su voz, consciente de que si no se ponía él mismo contra las cuerdas, no encontraría el momento de terminar con aquello de una vez.

Pascal no estaba dispuesto a postergarlo más. No debía abusar de la paciencia de Mathieu, que ya estaba en su derecho de ofenderse por ser el último de los amigos en ser puesto al corriente de lo que ocurría. Pero es que así lo habían querido los acontecimientos...

Aquellas intrigantes palabras que acababa de pronunciar, en cualquier caso, habían descolocado a Mathieu, que bebía de su taza sin apartar la vista de su amigo.

—Tú sí que sabes crear expectativas —comentó cuando terminó su sorbo—. Te escucho.

—¿Crees en el Más Allá? ¿En la otra vida?

Mathieu frunció el ceño.

—¿Ahora te vas a poner místico? No tienes término medio; de estar hablando de tonterías, pasas a hacer preguntas existenciales.

Eso es porque todo lo anterior eran rodeos,
pensó Pascal.

—Responde.

Su gesto solemne dejaba poco margen para las bromas.

—Supongo que sí —reconoció Mathieu, prudente, removiéndose en su asiento—, no sé muy bien qué puede haber, pero algo seguro que hay.

Pascal entrecerró los ojos, su mirada adquirió una intensidad abrumadora, insostenible. Dos rendijas grises que analizaban cada detalle de su interlocutor.

—¿Y si te dijera que
yo sí sé
lo que hay más allá?

La voz no le tembló al plantear esa posibilidad inquietante, y fue justo aquella firme convicción lo que más impresionó a Mathieu, que contemplaba cómo su amigo, de algún misterioso modo, iba extrayendo de sí mismo una fuerza desconocida, apabullante.

¿Sus ojos brillaban, o era un reflejo de la iluminación del local?

Mathieu se limitó a aguardar con una pose intencionadamente aséptica, mientras procuraba detectar en su amigo algún detalle, por minúsculo que fuera, que le permitiera dilucidar si Pascal hablaba en serio o iniciaba una broma de dudoso gusto y aún más nebulosa finalidad.

—¿De qué estás hablando? —inquirió por fin, para prolongar aquellos sondeos mutuos, fingiendo indiferencia.

Pascal sonrió de una manera sagaz que indicó a Mathieu que su propia maniobra elusiva había sido descubierta.

—Me has entendido muy bien —repuso Pascal—. Conozco lo que hay después de la muerte.

La aclaración —cuya espectacularidad había querido evitar Pascal planteándola de otro modo más discreto— no hubiera hecho falta, y ambos lo sabían.

Mathieu se dio cuenta de que aquella afirmación contenía una trampa, un cebo. Al pronunciarla, Pascal le arrastraba a un nuevo e inevitable interrogante: cómo podía saber él lo que se escondía tras la muerte, si estaba vivo. A Mathieu le preocupó lo que pudiera contestar su amigo si lo formulaba —no tenía más remedio que hacerlo—, aunque era muy consciente de que había sido él quien había provocado con su insistencia aquel encuentro. Tensó el brazo sobre el que apoyaba la cabeza y dedicó unos segundos a observar a su amigo.

—Debería pedir algo fuerte, ¿no? —Mathieu volvía ahora la cabeza hacia el camarero, como pidiendo ayuda.

Pascal asintió.

—A ti te lo darán, pareces mayor.

«Y lo parecerás todavía más, cuando te haya contado todo lo que me propongo contarte», añadió el Viajero para sus adentros, disfrutando con cierta malicia —no estaba dispuesto a ser el único que pasara un mal trago en aquella situación— de su posición privilegiada como conocedor del secreto de la Puerta Oscura.

CAPITULO 3

Marble Arch, Londres
12-11-2008, 16:00 h

Agatha se humedeció los labios mientras barajaba las cartas. Se sentía fatigada después de todo un día de trabajo, pero debía disimular para no ofrecer una imagen postiza como adivinadora. Bastantes estafadores había ya en el sector esotérico; aunque, bien pensado, no venían mal para camuflar a las auténticas brujas como ella.

Y es que todo en la vida fluctúa entre dos polos opuestos. Lo perverso también engendra consecuencias positivas, defendía ella. El escondrijo ideal para las brujas y hechiceros verdaderos lo constituían, precisamente, los farsantes con su tosca publicidad y sus ritos inventados. Si supieran en realidad a lo que estaban jugando, muchos presuntos curanderos y videntes quizá escogerían otra forma de ganarse la vida. Algunos terminaban quemándose de tanto jugar con fuego.

Porque lo desconocido siempre entraña riesgos.

Agatha, volviendo con la mente a la mesa sobre la que sus venosas manos trabajaban, se esforzó en mostrar el rostro de concentración que aquellos desconocidos esperaban. En su cometido misterioso, mágico, la rutina resultaba inconcebible, cada persona que pagaba por los vaticinios de Agatha la Serena exigía de ella una exclusiva atención.

Y el cliente siempre tiene la razón.

Terminó de mezclar los naipes. Agatha observaba los semblantes ávidos de los visitantes bajo la luz tenue de aquel salón. Se trataba de Arthur y Virginia Fitzgerald, un matrimonio de mediana edad, culto, vestido con ropa cara. Conocía ese perfil de clase alta, residentes a buen seguro en Kensington o Chelsea; escépticos por naturaleza y educación, jamás habrían acudido a ella si no estuvieran desesperados, al límite.

No. Ellos no habían llegado hasta su consulta buscando respuestas a un futuro que, de hecho, no albergaba incógnitas. La clave debía de estar, pues, en el presente. O en un reciente pasado.

En cualquier caso, tenía que tratarse de algo muy triste: sus figuras destilaban una pena abrumadora que los envolvía como una densa niebla. La espesura vaporosa del dolor, meditó ella, cuyo halo eclipsa la luz y multiplica la soledad. La hechicera conocía bien aquel sentimiento, contra el que poco se podía hacer salvo buscar cicatrices con el transcurso del tiempo.

Agatha colocó la primera carta sobre la mesa, boca abajo. Se detuvo. Los ojos deprimidos de la pareja, que no se despegaban del movimiento solemne de sus dedos anillados, terminaron por alzarse, interrogantes. Medio ensombrecidos por el límite del haz de la lámpara más próxima, su aspecto ojeroso y enrojecido delató abundantes lágrimas ya derramadas.

—¿Ocurre... ocurre algo? —se atrevió a preguntar la mujer, con timidez—. ¿Ha visto ya algo?

Una voz suave, elegante. La hechicera negó con la cabeza, sosteniéndoles la mirada a ambos.

—Ustedes no han venido a que les lea las cartas —sentenció—. Se ahorrarán tiempo y dinero si vamos al grano.

Aquella forma tan directa de poner en evidencia la maniobra del matrimonio descolocó a la pareja. Los dos visitantes se observaron uno a otro entre sorprendidos y avergonzados. «Los aristócratas, siempre tan protocolarios», se dijo Agatha. «Son incapaces de abordar un asunto sin rodeos. Demasiada educación, demasiada hipocresía cotidiana».

—Verá... —la mujer intervenía de nuevo; el marido había decidido mantenerse en segundo plano, arrastrado en aquella locura que a lo mejor no compartía—. Un conocido nos ha dicho que ha oído...

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