El manuscrito Masada (33 page)

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Authors: Robert Vaughan Paul Block

Tags: #Intriga, Religión, Aventuras

BOOK: El manuscrito Masada
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—¡Vamos! —Tibro agarró a Marcela por el brazo y tiró de ella. Cuando dudó y miró hacia atrás a su esposo, Tibro le dijo—: No te preocupes por Rufino. Puede andar; puede salir de aquí por su cuenta.

Rufino se quedó de pie, sin moverse, todavía aturdido por la proximidad de la muerte y un tanto sorprendido al ver a otro hombre que tomaba de la mano a su esposa y la llevaba afuera. Entonces, cayó una sección del techo y Rufino se dio cuenta de que tenía que salir ya. Moviéndose con rapidez, siguió a su esposa y al hombre a través de la casa llena de humo hasta el vestíbulo que conducía al exterior.

Mientras estaba atrapado bajo el madero, Rufino creía que solo era su casa la que estaba ardiendo. Cuando salió, vio que toda Roma parecía estar en llamas. Pudo oír el rugido de miles de incendios y ver que el cielo de color anaranjado estaba tan brillante como de día. A esta luz brillante, vio a su esposa en un apretón de manos con el extraño, que estaba actuando con demasiada familiaridad con ella. En ese momento, Rufino reconoció a su rescatador.

—¡Dimas! —gritó—. Te sentencié a muerte hace muchos años y, sin embargo, estás aquí. —Lo señaló con un dedo acusador—. Esa sentencia sigue vigente. Te conmino a que te des preso a mí.

—Este no es Dimas —dijo Marcela a su esposo—. Y, además, acaba de salvarnos a los dos.

—Eso no compra su vida —dijo Rufino decidido; después se volvió a Tibro—. Fuiste sentenciado por el tribunal y te detengo. Te ordeno que te quedes aquí hasta que llegue un oficial de la Guardia Pretoriana.

—Te digo que este no es Dimas; es…

—Nadie va a venir —interrumpió Tibro, como si no quisiera que revelar su identidad precisamente en ese momento—. Y todo el que se quede aquí morirá. Si quieres vivir, cállate y síguenos.

Sosteniendo la mano de Marcela, comenzó a andar por la calle.

—¡Dimas! —gritó Rufino—. ¡Dimas, vuelve aquí! ¡Te ordeno que te detengas!

Tras él, lo que quedaba del techo de la casa se desplomó con un estruendo enorme y las llamas surgieron de la parte superior del edificio en llamas. La fachada se derrumbó y una lluvia de chispas roció a Rufino. El gritó de dolor, después miró a Marcela que estaba con Tibro a unos veinte metros, rodeada por el brillo anaranjado de la ciudad en llamas.

—¿Vienes? —gritó Tibro a Rufino mientras llevaba a Marcela hacia un lugar seguro.

A la ira de los ojos del viejo romano la reemplazó el miedo cuando se dio cuenta de la precariedad de su situación. Dio unos cautelosos pasos adelante; después corrió tras su esposa y su rescatador.

—¡Esto no ha terminado, Dimas! ¡Nos veremos!

Capítulo 35

E
l padre Michael Flannery no tenía ni idea de hasta dónde podían haberlo llevado, dado que los secuestradores lo habían retenido mucho antes, aquella misma tarde. Se habían parado varias veces durante largos ratos. En una de aquellas paradas, los secuestradores se habían deshecho de su coche de alquiler y del otro vehículo; los conductores subieron al coche restante, dejando inmovilizado a Flannery entre dos hombres en el asiento trasero, mientras los otros dos ocupaban los delanteros.

Durante toda la tarde, mantuvieron cubierta su cabeza con una capucha negra y sus manos atadas a la espalda y solo le dieron de comer una vez. Incluso entonces no le quitaron la capucha, sino que solo se la levantaron lo suficiente para apretarle contra los labios pequeños trozos de fruta y queso.

Ahora estaba anocheciendo; incluso con la capucha puesta, Flannery pudo darse cuenta de que la oscuridad aumentaba, y sabía que nadie podría verlo a través de los cristales teñidos del vehículo.

A causa de las curvas y las frecuentes paradas, no creía que estuviesen demasiado lejos de donde lo habían secuestrado, un poco al norte de Ein Gedi, en la carretera 90. Y, por los sonidos del tráfico, tenía la sensación de encontrarse en una ciudad. La única cuestión era: ¿qué ciudad?

Una vez, cuando estaban parados, oyó el
adhan
, la llamada musulmana a la oración. ¿Habrían entrado en Palestina? ¿Estarían, quizá, en Jerusalén Este?

La cadencia ritual del canto del almuédano estaba amplificada, por lo que flotaba sobre la ciudad.

«Al lá u Akbar, Al lá u Akbar

Asch adú an la llaja il Al lá

Asch adú an la llaja il Al lá

Asch adú anna Mujammadán Rasulul laj

Asch adú anna Mujammadán Rasulul laj

Haiia la s salía — Haiia la s salía

Haiia la l falia — Haiia la l falia

Al lá u Akbar, Al lá u Akbar

la llaja il Al lá»

Durante la llamada del almuédano, Flannery se quedó solo en el coche y, aunque no podía ver lo que estaban haciendo sus captores, supuso que estaban respondiendo a la llamada a la oración, probablemente arrodillados al lado de la calzada. Si así fuese, sus secuestradores tenían que ser palestinos o, al menos, musulmanes.

Hablaban muy poco y, cuando lo hacían, hablaban en inglés, en voz muy baja. Flannery no sabía si utilizaban el inglés para que él pudiera entenderlos o para ocultar su nacionalidad. Quizá no supieran que tenía un conocimiento aceptable del árabe y no tenía la menor intención de decírselo.

La siguiente ocasión en la que se detuvo el coche, los secuestradores se bajaron; después sintió una mano en su hombro.

—Por favor, salga del coche —dijo uno de ellos con un acento cortado que parecía casi una forma de disimular.

Cuando Flannery se deslizó por el asiento, el hombre le ayudó a salir del vehículo. Considerando la situación, el captor de Flannery le estaba tratando con mucha delicadeza. Los otros tres hombres también se apartaron del coche y lo condujeron por un suelo de textura muy acusada: adoquines, pensó Flannery.

—Hay escalones de bajada —dijo su guía—. Tenga cuidado.

Flannery bajó un largo tramo de escalones. Tuvo la sensación de que la escalera era estrecha porque podía sentir que una pared de piedra le rozaba el hombro derecho y el hombre que iba a su izquierda lo llevaba muy apretado. Los escalones también eran de piedra y, mientras descendía, el aire iba haciéndose más fresco y húmedo. Había también un olor muy rancio, que le resultaba familiar y reconoció de inmediato, porque había estado allí antes varias veces. Aún sin ver, supo que estaba en las catacumbas de Jerusalén.

Contó veintitrés escalones hasta abajo y después, pasando una puerta, lo condujeron a una habitación en la que, por lo menos, le quitaron la capucha y cortaron la ligadura de plástico que le ataba los brazos. De pie, mientras se frotaba las muñecas, echó un vistazo alrededor de la larga cámara de piedra. La zona estaba iluminada por una pocas velas que parpadeaban y la luz era tan débil que a Flannery solo le llevó un momento adaptarse a ella tras la oscuridad de la capucha. Comprobó que estaba en lo cierto y que, en efecto, se encontraba en las catacumbas. Las antiguas inscripciones cristianas revelaban el lugar exacto: las catacumbas del monte de los Olivos, descubiertas a mediados de la década de 1950 por el arqueólogo franciscano P. Bellarmino Bagatti.

Llevaron a Flannery a través de uno de los pasajes que conducían desde la cámara de entrada a una segunda estancia, más pequeña. Iluminada con antorchas, esta tenía mucha más luz que la primera y que los estrechos pasillos.

En la estancia había tres osarios en las mismas posiciones que habían ocupado durante los dos mil últimos años. Sabía que uno era el sepulcro de piedra de Simón bar-Jonás, el nombre original del apóstol Pedro. En otro, que presentaba unas marcas de cruces, se leía: «Schlom-zión, hija de Simón el Sacerdote». Flannery había estado antes en este mismo sitio.

En el centro de la estancia había una mesa cubierta con un mantel blanco. Detrás de la mesa estaban sentados tres hombres con vestiduras eclesiásticas blancas. Llevaban máscaras, pero no las capuchas utilizadas por sus secuestradores. Estas eran del tipo que llevan los participantes en bailes de máscaras. De alguna manera, las máscaras, con sus connotaciones satíricas paganas, junto con las vestiduras sacerdotales, parecían un sacrilegio contra las órdenes sagradas.

Pero lo que realmente le llamó la atención fue el símbolo en rojo brillante bordado en la parte delantera del mantel. Era el símbolo de Via Dei, semejante, aunque no exactamente igual, al que aparecía en el manuscrito de Dimas bar-Dimas.

—Siéntese, por favor, padre Flannery —dijo el hombre que estaba en medio del triunvirato, indicando la silla que estaba delante. Su voz no denotaba ira; solo una cordialidad zalamera.

—Sabe mi nombre —dijo Flannery, sin sorpresa, mientras se sentaba al otro lado de la mesa.

—Por supuesto, lo sabemos —hizo una seña para que se marcharan los secuestradores de Flannery y, cuando salieron de la estancia, se volvió hacia el sacerdote—. De hecho, padre Flannery, sabemos todo lo que hay que saber sobre usted.

—¿Lo saben?

—Cuando tenía diecisiete años, ganó la carrera Irish National, de quince mil metros. Su entrenador, el famoso corredor irlandés Ron Delaney, quería que se preparase para los Juegos Olímpicos, pero, incluso entonces, usted quería ser sacerdote.

—Eso apareció en los periódicos —dijo Flannery—. No puede haberles resultado difícil encontrarlo.

—¿Qué me dice de Mary Kathleen O'Shaughnessy? ¿Encontraré su nombre en los periódicos? Ella creía que usted iba a casarse con ella, ¿no es así? Usted le rompió el corazón cuando se hizo sacerdote.

Flannery no replicó. Ese episodio había sido uno de los períodos más difíciles de su vida y no era algo de lo que quisiese hablar, sobre todo con alguien que le había llevado allí en contra de su voluntad.

—Usted tiene un primo, Sean O'Neal, que estaba en el IRA —continuó el aparente líder del triunvirato—. Resultó muerto en una escaramuza con los británicos. Su madre, hermana de la suya, murió de un ataque al corazón e incluso su propia madre sufrió a causa de ello.

Flannery siguió sin replicar.

—Después, usted se hizo sacerdote. No un cura de parroquia, sino un jesuita, un estudioso respetado, especializado en Arqueología. Se le considera en la actualidad como el principal arqueólogo religioso de la Iglesia Católica y, en realidad, uno de los principales arqueólogos del mundo —el hombre se detuvo y sus labios se curvaron en una sonrisa—. Pero hubo una época en la que se dio cuenta de que tenía un problema… un problema con la bebida.

—Yo no he tenido un problema con la bebida…

—Doce años, nueve meses, dos semanas y tres días —interrumpió su inquisidor.

—Muy bien —aceptó Flannery—. Usted sabe mucho sobre mí. Ahora quiero saber quién es usted.

—Creo que ya lo sabe, padre Flannery —el hombre señaló el símbolo que estaba en el mantel—. Después de todo, tratamos de reclutarlo una vez. Lo recuerda, ¿no?

—Sí, lo recuerdo.

—Utilizamos como agente nuestro al padre Leonardo Contardi, pero, ¡lástima!, Contardi demostró ser… bueno, digámoslo educadamente, ¿inestable? Y temimos que, por asociación, usted también pudiese mostrarse inestable.

—Ya veo.

—No, no creo que vea. Padre Flannery, les estamos ofreciendo una segunda oportunidad de unirse a nosotros… de convertirse en miembro de Via Dei.

—¿Y por qué iba a querer hacerlo?

—¿Quién cree que somos, exactamente?

—Una organización secreta, como los templarios.

El inquisidor sonrió.

—¿Conoce usted la canción de los caballeros templarios que marchaban a su gloriosa cruzada?

Como Flannery no replicara, el hombre comenzó a cantar:

«Vexilla regís prodeunt,

Fulget crucis mysterium,

Qua vita mortem pertulit

Et morta vitam protulit».

—El himno del breviario de Venancio Fortunato —dijo Flannery, después recitó la traducción:

«Las banderas del Rey aparecen:

resplandece el misterio de la Cruz,

en la que la vida padeció muerte

y con la muerte nos dio vida».

—Respondiendo a su pregunta, padre Flannery, no somos una especie de caballeros templarios modernos, aunque, en efecto, uno de nuestros miembros más ilustres, Pedro el Eremita, predicara primero las cruzadas y fuese un mentor de quienes fundaron la Orden del Temple. Nuestros miembros también prestaron servicio con las legiones de Constantino y los ejércitos de Carlomagno. Aconsejamos a Juana de Arco; estuvimos en la batalla de Constantinopla y con los fundadores del Nuevo Mundo. ¡Ah!, sí, padre Flannery, nuestro movimiento es una orden noble y santa, iniciada y ordenada por el mismo Jesucristo para proteger la Iglesia y su bendito nombre.

—¿Usted cree que Via Dei fue fundada personalmente por Jesús?

—Así es.

—He hecho algunas investigaciones por mi cuenta —dijo Flannery—. Sé que Via Dei fue excomulgada por la Iglesia. ¿Por qué iba a hacer eso la Iglesia si, como dice, hubiese sido fundada por Jesús?

—Tenemos nuestros enemigos, incluso en el Vaticano.

—¿Es sorprendente que tengan enemigos? A la Iglesia se le echa la culpa de la Inquisición española, del asesinato de centenares de miles de judíos y musulmanes durante la Edad Media, la matanza de inocentes en el Nuevo Mundo. Examinados más de cerca, parece que estos actos fuesen estimulados por un conciliábulo secreto dentro de la Iglesia. ¿Sería, acaso, Via Dei?

—Si Via Dei parece siniestra, padre Flannery, es solo una máscara… como las que llevamos nosotros. Llevamos esa máscara con el fin de guardarnos de miradas entrometidas. Nuestros miembros no son parias de la Iglesia que hayan creado su propia sociedad dentro del conjunto mayor. De hecho, entre nuestros miembros ha habido muchos papas que se han sentado en el trono de san Pedro.

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