El manuscrito Masada (36 page)

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Authors: Robert Vaughan Paul Block

Tags: #Intriga, Religión, Aventuras

BOOK: El manuscrito Masada
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Con la elasticidad atlética que le había hecho un buen corredor en su juventud, Flannery se tiró de la silla y rodó detrás del osario de Schlom-zion. Una bala rebotó en la pared y alcanzó detrás de donde estaba y se giró para ver que Sangre— mano había sacado un revólver debajo de su túnica y estaba blandiéndolo como un loco. Flannery se agachó para evitar otro tiro; después vio que el padre Wester había saltado frente a Sangremano y luchaba con él para hacerse con el arma. Hubo una detonación sorda y el cuerpo de Wester se sacudió, cayendo hacia atrás. Se desplomó, mientras sus manos sin vida soltaban el brazo del otro hombre.

Alguien apareció en la puerta y Sangremano disparó, obligando a la persona a echarse atrás. La bala siguiente fue directa al pecho de Boyd Kern y, mientras una mancha rojo carmesí se extendía por la parte delantera de sus vestiduras blancas como la nieve, caía sobre sus rodillas, sus labios marcaban en silencio las palabras
¿Por qué?
, al tiempo que caía boca abajo sobre el suelo de piedra, con un brazo señalando a su asesino. Pero Sangremano ya se había escapado, tras arrebatar una antorcha de la pared y desaparecer por un pequeño pasadizo al fondo de la estancia.

Los disparos continuaron durante unos segundos más; después, se produjo un silencio inquietante que parecía sonar en los oídos de Flannery mientras salía de detrás del osario y veía las sombras deformadas, producidas por las antorchas, de alguien que entraba en la cámara. Comprendiendo que podía tratarse de uno de los hombres contratados por Sangremano, adoptó una postura fetal para quedar fuera de su vista.

—¿Padre Flannery? ¿Está usted ahí?

Era la misma voz que le había avisado antes y Flannery miró asomándose tras el sepulcro de piedra, para ver a Sarah Arad que entraba en la sala, con los brazos extendidos, pistola en mano. Al ver los dos cuerpos, Sarah se movió con cautela hacia ellos.

—Están muertos —dijo Flannery, poniéndose en pie.

Reaccionando rápidamente, Sarah apuntó la pistola hacia él.

—¡Soy yo! —gritó Flannery, levantando las manos.

Con una sonrisa nerviosa, bajó el arma.

—¿Hay alguien más?

—Otro, pero escapó por ahí —Flannery señaló hacia el fondo de la estancia.

Antorcha en mano, Sarah se inclinó hacia la abertura de la pared. Desapareció un minuto antes de volver.

—Ha escapado. Ese pasadizo pasa bajo la ciudad y tiene cien o más salidas —se encaminó a la puerta de entrada y dijo en el pasillo—: ¡Preston, vía libre!

Un momento después, Preston Lewkis entraba en la cámara. También llevaba un arma, un subfusil AK-47.

—¿Dónde lo has encontrado? —preguntó Sarah.

—De uno de los guardias —replicó; después corrió hacia su amigo—. Michael, ¿estás bien?

—Sí, sí —dijo Flannery; después preguntó a Sarah—: ¿Dónde está la policía?

—Yo
soy
la policía —dijo Sarah.

—¿Tú sola? Parecía que hubiese todo un destacamento ahí fuera.

—Créelo, Michael —dijo Preston—. Sarah es soldado, arqueóloga, y agente secreta, todo en una.

Un poco violenta y con ganas de cambiar de tema, Sarah dijo:

—Padre Flannery, había cuatro guardias palestinos, dos fuera de las catacumbas y dos en el pasillo de entrada. ¿Sabe si había más, además de estos dos y el que dice que ha escapado?

—Estos hombres no son palestinos —replicó Flannery, señalando los dos cuerpos.

—Y no estoy muy seguro con respecto a esos guardias —dijo Preston.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Sarah.

—Cuando le estaba cogiendo esta arma, me fijé en el aspecto del sujeto. Parece europeo, mediterráneo quizá, y llevaba el mismo anillo que aparecía en la foto.

—¿Qué anillo? —preguntó Flannery.

Sarah miró a los dos hombres muertos.

—Son del Vaticano, ¿no? —preguntó, y Flannery asintió—. Algunos de los otros llevaban un anillo que lleva el sello del Vaticano. Puede que quisieran hacernos creer que eran palestinos, pero dudo que lo fuera ninguno de ellos.

Preston se acercó a la mesa y pasó la mano por el símbolo bordado en el mantel.

—Es como el del manuscrito.

—No exactamente —dijo Sarah, acercándose a examinarlo—. Este está rematado con un círculo, como un
anj
. El símbolo de Dimas tiene una luna en creciente con las puntas hacia arriba.

—Así es —dijo Flannery—. Este es el símbolo de Via Dei, un grupo muy secreto, muy peligroso, dentro de la Iglesia Católica, aunque ellos no están exactamente en la Iglesia.

—Sí, Via Dei —replicó Preston—. Tú los mencionaste cuando viste por primera vez el manuscrito. Pensé que eran de la Edad Media. ¿Todavía existen?

—Aparentemente sí. Ellos se presentan como protectores de la cristiandad y de la Iglesia, pero sus excesos de celo los ha llevado a entrar en colisión con los principios de la Iglesia y fueron excomulgados hace más de cien años. Ahora, se mueven en un secreto aún mayor y, entre ellos, hay varios pesos pesados del Vaticano —señaló los dos cuerpos.

—¿Qué estaban haciendo aquí? —preguntó Sarah—. ¿Y qué querían de usted?

—Estaban tratando de conseguir el manuscrito de Di— mas, que creen que en derecho les pertenece.

—Entonces, el símbolo del manuscrito
está
relacionado con este, ¿no?

—Ellos creen que sí —le dijo Flannery—. Pero su símbolo, como su organización, es una perversión de la verdad.

—¿Y cuál es la verdad? —preguntó Preston.

—Eso, amigo mío, es lo que he estado tratando de descubrir.

—¿Sabe quiénes son? —preguntó Sarah, señalando a los muertos.

Flannery no estaba seguro de si debía revelar todo lo que sabía, pero tenía claro que no debía interferirse en una investigación de asesinato.

—Sí, conocía a los tres, especialmente al padre Sean Wester —se arrodilló al lado del cuerpo del archivero del Vaticano y rezó por su antiguo amigo.

—Puede hablarnos de ellos mientras regresamos a la ciudad —dijo Sarah cuando Flannery terminó su oración.

El sacerdote se levantó.

—Me habéis salvado la vida, ¿sabéis? Acababan de ordenar mi muerte cuando llegasteis.

—Esa es nuestra Sarah —dijo Preston—. Como todos los buenos rescatadores, ha llegado en el momento preciso. Solo ha faltado el clarín tocando «A la carga».

Flannery se rió y se percató de lo que podía dar de sí una nota de humor, dadas las circunstancias.

—Sí, he visto esas películas americanas con John Wayne y la Caballería de Estados Unidos, pero dime, Preston, ¿cómo me encontrasteis?

Preston iba a responder, pero Sarah lo cortó, diciendo:

—Primero, responda a esto: usted fue secuestrado cerca de Ein Gedi, ¿no es así?

—¿Cómo lo ha sabido?

—Lo seguí por satélite y nadie hubiera seguido voluntariamente la ruta que lo trajo aquí.

—¿Satélite? ¿Cómo es eso?

—No debería revelar esto, pero supongo que tiene derecho a saberlo. Usted todavía tiene la tarjeta de identificación de seguridad que le dio Preston durante su primera visita a Masada, ¿no?

—La tengo en el bolsillo.

—Lleva un microchip —declaro ella—. No solo permite que nuestros escáneres y el personal de seguridad lo identifiquen, sino que podemos seguirlo por los satélites del GPS.

—¿Supieron dónde estaba en todo momento?

—No se preocupe… no es algo que compruebe normalmente y se requiere un permiso especial de acceso, pero, cuando nos dimos cuenta de que faltaba usted, pude seguir sus movimientos durante varias horas, hasta que se perdió la pista no lejos de aquí.

¿Se perdió? —sacó la tarjeta del bolsillo y la mostró—. Pero todavía la llevo.

—El satélite no puede seguirla aquí abajo, en las catacumbas. Lo seguimos hasta la entrada y eso fue suficiente para imaginarnos dónde estaba.

—Asombroso —dijo Flannery mirando con más atención la tarjeta de identificación—. Verdaderamente asombroso.

Preston sonrió.

—Sí. Puedes decir que, allí arriba, alguien velaba por ti.

Capítulo 38

R
oma ardió durante nueve días. Dos tercios de la ciudad quedaron destruidos y solo cuatro de los catorce barrios de Roma salieron indemnes. La devastación fue completa en tres barrios; los otros siete quedaron reducidos a unas pocas ruinas abrasadas y destrozadas. El palacio de Nerón se transformó en una masa carbonizada y todos los tesoros artísticos se perdieron para siempre.

Miles de personas sufrieron quemaduras fuera de sus hogares y perdieron todo lo que poseían. Durante cierto tiempo, pocas diferencias hubo entre los más ricos de Roma, los ciudadanos más poderosos, y los menos privilegiados y pobres, porque todos se alojaban en refugios construidos apresuradamente fuera de la ciudad.

Marcela y Rufino Tácito fueron más afortunados que muchos, porque tenían otro lugar al que ir. Los padres de Marcela tenían una villa en la Campaña, a las afueras de Roma, y, a su fallecimiento, la propiedad había pasado a ella. Debido al incendio, Marcela había partido a regañadientes con Tibro y acompañado a su esposo a la villa, dando por supuesto que Rufino no continuaría con sus amenazas contra el hombre que creía que era Dimas bar-Dimas.

Incluso antes de que se apagaran las últimas brasas, ya corrían rumores de que el emperador Nerón había ordenado que prendieran fuego a la ciudad para destruir los barrios bajos y poder reconstruirlos en un estilo griego aún más grandioso, pero que el fuego controlado que había planeado se le fue de las manos. Había quienes contaban incluso que se le había visto en la cumbre del Palatino, tocando la lira mientras las llamas devoraban la ciudad.

Aunque era cierto que Nerón quería poner en práctica un ambicioso programa de reconstrucción, era poco probable que lo hubiese iniciado de un modo tan imprudente. Ni siquiera estaba en Roma cuando comenzó el fuego, aunque regresó rápidamente de su palacio de Anzio, recorrió la ciudad durante la primera noche, sin esperar siquiera a que lo acompañara su guardia personal. Dirigió los trabajos para sofocar el fuego y se encargó personalmente de rescatar a algunos ciudadanos. A pesar de ello, los rumores de que era el artífice del fuego eran tan persistentes y la ira tan palpable que algunos de sus partidarios empezaron a temer por su seguridad y por la de ellos mismos.

Rufino era un decidido defensor de Nerón, no tanto por estar de acuerdo con sus políticas o por el aprecio de sus talentos artísticos, sino porque creía que su propio poder dependía de que el emperador se mantuviese en el trono. Había otros que compartían la idea de Rufino y, aquel día, dos de ellos, Casio Avito y Séneca Fabio, habían ido a la villa a comentar la situación. Marcela no participaba en la conversación, sino que estaba sentada a un lado, bordando una funda de almohada, mientras escuchaba su conversación.

—No creo que haya sido Nerón —declaró Séneca—. Estoy convencido de que han sido los judíos. Sus comerciantes ya se benefician de la reconstrucción.

—Los judíos no. Han sido los cristianos —dijo Casio.

—¿Por qué dices eso?

—Se oponen directamente a las antiguas prácticas sociales y religiosas de nuestra sociedad. Creo que son nuestros enemigos jurados, y pocos de ellos han perdido sus casas.

—¿Pero no son lo mismo los judíos y los cristianos?

—De ninguna manera. Los judíos han vivido entre nosotros durante siglos y, cuando surge algo asqueroso y degradado, se lo guardan para ellos y solo causan problemas en sus propias zonas. Los nuevos cristianos, por su parte, tratan de convertirnos a su causa y, siento decirlo, pero muchos ciudadanos han profesado su fe, convirtiéndose en traidores a Roma.

—Y, sin embargo, el jefe del culto, el llamado Jesús, que fue crucificado hace muchos años, era judío, ¿no? —preguntó Séneca.

—Lo era, pero los judíos lo repudiaron y pidieron su muerte —explicó Casio—. No, no se quieren demasiado los cristianos y los judíos.

—Lo que no comprendo es cómo puede haber un culto que sigue a un jefe que está muerto.

—Los cristianos creen que este Jesús resucitó de entre los muertos —dijo Rufino, interviniendo en la conversación—. ¿No es así, Marcela? —rápidamente, añadió—: Mi mujer no es cristiana, pero tuvo tratos con ellos durante una desagradable experiencia en Éfeso.

—¿Resucitó de entre los muertos? —dijo Casio, en tono burlón. Séneca y él se rieron, pero Rufino no dio muestra alguna de humor al volverse hacia Marcela.

—Esa es la creencia cristiana —dijo ella en voz baja sin levantar la vista de su labor.

—O sea, ¿dices que estos cristianos adoran a un espíritu —dijo Séneca— y que ni siquiera es el espíritu de uno de los dioses, sino el espíritu de un judío crucificado?

—¿Qué dices tú, Marcela? —le preguntó su esposo—. ¿Jesús, el judío, es una aparición?

—Quienes lo vieron dicen que no era un espíritu, sino que se les apareció en carne y hueso —dijo Marcela.

Casio soltó una carcajada.

—Hablas como si, en realidad, creyeras que hubo gente que lo vio —como Marcela no contestara, miró a Rufino con auténtica desconfianza—. Tu mujer está muy versada en la doctrina cristiana. ¿Cuál fue la experiencia desagradable que le aportó esos conocimientos?

—Uno de sus amigos de la infancia, Marco Antonio, era centurión de mi guardia personal cuando yo era gobernador en Éfeso. Se hizo cristiano y Marcela, con mi permiso, por supuesto, trató de convencerlo de su error.

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