Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
Tibro notaba el miedo de Marcela, quería abrazarla y prometió protegerla. Creía que podría hacerlo en la mayoría de las circunstancias, pero no había forma de protegerla del ejército romano, si descubrían su huida.
De repente, Tibro se sintió muy pequeño e insignificante, un sentimiento mil veces magnificado cuando llegaron a la cima de una pequeña elevación y vieron el espectáculo que tenían delante.
—¡Dios mío! —dijo Marcela en un grito ahogado, tapándose la boca.
Incluso Tibro de quedó aturdido al ver unas filas aparentemente sin fin de cruces en forma de T, que se elevaban a ambos lados de la carretera y desaparecían en la distancia. Por un momento, pensó que soportarían los cuerpos de todos los cristianos que Nerón había jurado ejecutar. Pero estaban vacías y recordó que permanecían allí como testigos mudos de los seis mil esclavos que Espartaco había dirigido en el levantamiento fracasado que había tenido lugar casi 150 años antes.
El hecho de que las cruces estuviesen vacías no pudo borrar la revulsión que sintió Tibro y se estremeció cuando miró hacia adelante y envolvió a Marcela en sus brazos. Se quedaron allí un rato, de pie, cogiendo fuerzas; después, volvieron a la carretera y siguieron su viaje a la sombra de las cruces.
Veinticuatro horas después de que Tibro y Marcela pasaran entre las cruces de la Vía Apia, trescientas de ellas dejaron de estar vacías. El emperador las había vuelto a poner en servicio, para que fueran ocupadas por las torturadas figuras de los cristianos que sufrirían así su espantoso tormento final.
Ausente del grupo estaba Pablo de Tarso. Al ser ciudadano romano, había sido eximido de la terrible experiencia de la crucifixión, aunque no de la pena de muerte. Fue decapitado, antes incluso de que sus compañeros fueran enviados a la cruz.
Cuando ataron a Dimas al mástil de la cruz y le clavaron los clavos en muñecas y tobillos, se dijo a sí mismo que había burlado la cruz en Éfeso y que ahora debía pagar esa deuda. Se armó de valor gracias a la alegría que había visto en los ojos de Pablo cuando el apóstol estuvo frente al verdugo y se preparó para su encuentro cara a cara con su Señor.
Dimas apretaba los dientes a cada golpe que daba el soldado con el martillo, decidido a no gritar. Cuando ya no pudo aguantar el dolor, cerró los ojos y rezó primero a Jesús y después a su propio padre, que le habían prometido un lugar en el Cielo. Sintió como una mano que le acariciase la frente, el agudo dolor fue amortiguándose y sus brazos y piernas se entumecieron.
Cuando pasó lo peor del dolor, abrió los ojos y miró la cruz que estaba a su lado. El anciano y débil apóstol Pedro había sido arrastrado hasta allí por dos soldados e iba a correr la misma suerte que Dimas.
Viendo la forma de discutir de Pedro con los soldados, Dimas recordó que, en la noche en la que fue detenido Jesús, el apóstol había negado tres veces que conociera a Jesús. ¿Sería posible que Pedro, al enfrentarse a una muerte semejante, hubiese perdido la fe y negara de nuevo al Señor para salvar su propia vida? Pero el corazón de Dimas se llenó de orgullo ante el valor de su jefe espiritual cuando oyó por qué protestaba el anciano.
—¡No! —gritó Pedro—. No soy digno de morir del mismo modo que mi Señor. Por favor, os ruego que, cuando me pongáis en la cruz, me colguéis boca abajo.
—¿Boca abajo? —repitió uno de los soldados y se rió—. Este viejo loco quiere estar mirando el suelo —le dijo a su compañero—. ¡No le contradigas!
Dimas se volvió, sintiendo que era una falta de modestia mirar a su amigo y maestro sufriendo esta indignidad final. Cuando los soldados hubieron acabado su trabajo y se dirigieron a realizar la siguiente ejecución, Dimas miró a Pedro. Las piernas del anciano estaban separadas y habían clavado sus tobillos en el travesaño horizontal. Tenía las manos juntas sobre la cabeza y habían clavado las muñecas en la base del mástil vertical.
—Pedro… —lo llamó Dimas, con voz débil mientras luchaba por mantener la respiración.
El anciano abrió los ojos y le sonrió a Dimas. Pedro se las arregló para asentir con la cabeza y movió los labios para hablar, pero no se oyó palabra alguna. Dimas parpadeó para evitar el sudor que le cubría la cara mientras trataba de entender lo que estaba diciendo Pedro.
Alaba al Señor
, pronunció Pedro en silencio. Después, cerró los ojos y dejó de respirar. Sus sufrimientos habían terminado.
Dimas sabía que su muerte, en posición normal, no llegaría tan rápidamente.
Cuando dirigió sus pensamientos a la pasión de Jesús y de su propio padre, Dimas sintió que su cuerpo estaba cada vez más entumecido y frío. Podía oír a personas que gritaban desesperadas, colgadas de sus cruces y era consciente de los sollozos de pena de quienes se habían reunido en la carretera a la espera de que acabaran los sufrimientos de amigos y familiares. Había también otros que no eran tan comprensivos con la difícil situación de las víctimas. Algunos miraban con mórbida fascinación, saboreando el espectáculo. Otros se mostraban curiosos, aunque indiferentes, tan poco conmovidos como si estuvieran viendo una bandada de pájaros posados en los árboles.
Dimas volvió la cabeza todo lo que pudo y miró la larga fila de cruces. Muchos mártires, muchos nuevos santos serían acogidos en el Cielo aquel día.
Cuando Dimas miró hacia abajo, vio a varias personas de su familia de fieles reunidos en torno a Gayo de Éfeso, a quien estaban impidiendo que se acercara más. Su preocupación tenía fundamento, porque un soldado se les acercó y los acusó de ser cristianos. Percatándose del peligro que corrían, Gayo se tranquilizó y le dijo al soldado que ellos no tenían nada que ver con la secta y los otros manifestaron su asentimiento en voz alta. La mentira entristeció a Dimas, pero perdonó su debilidad y le dio su bendición en silencio.
El soldado ordenó al grupo que se dispersase o se enfrentaría a una suerte semejante y Gayo los apartó de allí, tras dirigirle por última vez una mirada a Dimas. El hombre sonrió y asintió, como diciendo:
Mi tiempo se acaba; ahora tienes que guiar nuestro rebaño.
—El los conducirá a las tinieblas, porque no tiene tu entendimiento —dijo una voz y Dimas miró hacia el pie de la cruz y vio a Simón de Cirene de pie, al borde de la calzada. Aparentemente, nadie más podía verlo ni oírlo, porque los soldados romanos pasaron varias veces frente a él sin percatarse lo más mínimo de su presencia.
La expresión de Simón transmitía amor más que piedad, esperanza más que horror. Aunque no decía palabras en voz alta, su voz resonaba en la mente y en el corazón de Dimas. Esa comunicación no podía silenciarla la mera destrucción de la carne de un hombre. Dimas se dio cuenta cuando cerró los ojos y escuchó.
Aunque todos los caminos que llevan a Dios se funden en uno, Gayo solo ve el suyo y niega todos los demás. Si la Via Dei, el único camino hacia Dios, abraza a todos, da la salvación, pero si lo blanden como un arma, trae la destrucción.
Dimas trataba de comprender lo que decía su amigo. ¿Via Dei? ¿Pero no lo había llamado Trevia Dei?
Todo ocurrirá como advirtió el Maestro. Sus enseñanzas se tergiversarán, hasta que los muchos caminos que son uno se conviertan en el único camino que niegue todos los demás. Ya ha comenzado, como estaba escrito y como ha de ser.
—Pero debes detenerlos —suplicó Dimas—. Vete a Gayo y a los demás. Háblales de su error.
No hay error. Como proclamó el Maestro, «el que tenga oídos para oír, que oiga». Pero no temas, amigo mío. El auténtico mensaje siempre será escuchado. Y, en su momento, será revelado para que lo vea todo el mundo. Tú lo has hecho así, de tu puño y letra. Por eso, amigo mío, tu dolor y tu sufrimiento pronto acabarán y estarás en un lugar mucho más hermoso que este. Estarás en casa.
Dimas vio ahora que Simón no estaba solo. A su lado había un hombre que llevaba un atuendo negro y raro, con una especie de cuello blanco rígido. Este hombre de extraño atuendo miraba con horror y perplejidad el espectáculo de la crucifixión en masa.
Dimas se volvió hacia Simón, tratando de entender quién era aquel extraño. Cuando se acercaba la muerte, Dimas empezó a encontrar respuestas, no solo a este misterio, sino a todas las preguntas que había hecho. Cuando miró por última vez la Vía Apia, las distancias se contrajeron y pudo ver, más allá del horizonte, por donde caminaban Tibro y Marcela y después, aún más allá, las mismas murallas de Jerusalén.
Su visión no solo atravesó la distancia, sino también el tiempo. Observó a los apóstoles todavía vivos y a los dirigentes de la Iglesia aún no nacidos. Acontecimientos del pasado, el presente y el futuro pasaron ante su mirada interior y se dio cuenta, sin saber cómo, que este hombre del atuendo negro y cuello blanco vivía en un lugar y en un tiempo distantes. Y ya no fue un extraño para Dimas, sino un amigo querido y bienvenido.
Las imágenes fueron haciéndose más luminosas, más brillantes y los detalles, menos precisos, mientras se llenaban de un resplandor que Dimas pudo percibir con todos sus sentidos. La última imagen terrena que reconoció fue una fortaleza sobre una elevada meseta desértica.
¿Masada? ¿Por qué Masada?
, se preguntó. Y allí, bajo los muros de la fortaleza, yacen los cuerpos de los muertos, mientras se elevan a los cielos sus últimas oraciones:
Yiitgadal veyiitcadasch schmei rabbá
Bealmá diiberájiir utéi.
Y allí, en medio de tanta muerte y tanta destrucción, estaba el hombre de negro, sosteniendo en sus manos el manuscrito de Dimas.
Sí
, Dimas suspiró cuando su conciencia alcanzó el entendimiento final.
Todo está acabado y, por eso, todo empieza.
E
l padre Michael Flannery se agitó en la silla, despertándose. Miró alrededor y se dio cuenta de que estaba en su habitación del hotel. Debía de haberse quedado dormido y se volvió rápidamente al reloj que estaba en la mesilla de noche. Solo habían pasado unos minutos; todavía tenía mucho tiempo para ir a Masada y reunirse con Azra Haddad a las cuatro y media.
Comenzó a levantarse pero se sentía agotado y mareado. Una imagen apareció fugazmente en su memoria… el recuerdo de un sueño.
¿La pasión del Señor?
, se preguntó, mientras recordaba una visión fugaz de alguien en una cruz. Pero no, no era Cristo en el Gólgota, porque había decenas no, centenares de mártires en una fila de cruces que se extendía hasta el horizonte, y uno en particular lo miraba desde arriba.
Flannery parpadeó, aclarando la memoria, sin querer revivir lo que fuera que hubiese vislumbrado. Hizo varias respiraciones relajantes, se levantó y se acercó al tocador. Metió en el bolsillo las llaves del coche que había alquilado esa tarde y cogió su tarjeta de identidad de seguridad. Dudó, manteniendo la mano suspendida sobre la tarjeta que había sido tan crucial para su rescate en las catacumbas cercanas al monte de los Olivos.
Cierto sentido interior le impulsaba a dejarla. Pero eso era ridículo, se dijo a sí mismo, cogiendo la tarjeta del tocador. Empezó a meterla en el bolsillo, pero su mano se quedó quieta. Sentía que sus dedos estaban extrañamente entumecidos y de su interior surgió una única palabra:
fe.
Como si la palabra fuera para él una especie de mantra, vio que su mano volvía al tocador y sus dedos soltaban la tarjeta. La miró un rato mientras se oía musitar a sí mismo: «No se haga mi voluntad sino la tuya».
Se volvió rápidamente y salió deprisa de la habitación, encaminándose al coche y poniendo rumbo al sur, a la carretera de Masada.
Un destello de luz brilló cuando Gavriel Eban encendió un cigarrillo. Protegiéndose los ojos del sol de la tarde, miró hacia la baja estructura de piedra que dos milenios antes había alojado grano y otras provisiones para la resistencia final en la fortaleza de Masada. Silueteados en la entrada abierta se veían media docena de hombres y mujeres, miembros del equipo arqueológico que pasaban su tiempo de descanso apiñados en torno a la puerta para aprovechar la fresca brisa que llegaba del interior. Eban estaba demasiado alejado para distinguir apenas alguna palabra suelta, pero fantaseaba que eran fanáticos zelotes discutiendo sobre cómo derrotar a las tropas romanas que habían sitiado la fortaleza de la cumbre de la montaña. Y se veía a sí mismo como un guardia zelote con un sable a la cintura, en vez de la pistola Jericho 941, de 9 mm, de dotación en la policía de seguridad israelí.
En sus ensoñaciones, había comenzado el asalto final y pronto caerían sobre él y sobre el resto del grupo de oficiales de seguridad —no, guerreros zelotes— para dar gloria a la nación judía a espada desnuda.
Pero —se recordó Eban a sí mismo—, no estaban en el siglo
I
, sino en el
XXI
. No había soldados romanos ni levantamiento zelote que aliviaran el adormecedor aburrimiento de otro largo y caluroso día del operativo de seguridad de una excavación arqueológica en la que el único asalto enemigo era el del endiablado polvo que cruzaba el desértico valle que rodea Masada.
Eban dio una larga calada al cigarrillo y lo tiró al suelo, aplastándolo con la bota, recordando su promesa a Livya de que iba a dejarlo. Sonrió con su imagen, esperándolo en el piso de Hebrón. Unas horas más y estaría en casa, bajo la colcha, a su lado.
Un movimiento como de pies que se arrastraran a un lado le llamó la atención. Se volvió directamente hacia la luz del sol y vio la figura de un hombre que se acercaba desde cerca de uno de los pequeños edificios exteriores del fuerte.