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Authors: Robert Vaughan Paul Block

Tags: #Intriga, Religión, Aventuras

El manuscrito Masada (45 page)

BOOK: El manuscrito Masada
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Marcela vigilaba las escaleras mientras Tibro rellenaba rápidamente el hoyo, allanaba la tierra y tiraba la pala a un lado.

—La pala —susurró ella ansiosa, señalando con gestos adonde había caído.

—Ya, ya —dijo él, al comprender que era una prueba del lugar en el que la había enterrado. Volvió a cogerla, después arrastró el pie por el suelo, ocultando los indicios que quedaban del agujero.

Marcela estaba vigilando de nuevo la escalera, mirando hacia la entrada cuando llegó su esposo y le puso una mano en el hombro.

—Ya es hora de irnos.

—¿Crees que es seguro? —preguntó ella, con el miedo patente en sus ojos cuando le miró.

—Hemos hecho todo lo que hemos podido. Que la puerta se abra ahora al Cielo o al Infierno, es cosa de Dios.

Fuera, los gritos y las oraciones se habían desvanecido, reemplazados ahora por el suave murmullo del viento.

Cuando Tibro y Marcela salieron, descubrieron que todos estaban muertos, también los diez ejecutores, a manos del que habían escogido por sorteo. Era una visión terrible y, sin embargo, no los horrorizó, porque la forma de yacer de estos patriotas de Israel, en aquel último abrazo, tenía algo de pacífico, casi poético.

Tibro creyó oír sonidos del interior de la fortaleza y pensó que serían algunos que se hubiesen echado atrás, escondiéndose durante las muertes en masa. Se enfrentarían a una suerte incierta cuando los romanos asaltaran Masada. Quizá algunos sobrevivieran para relatar los gloriosos y terribles acontecimientos que habían tenido lugar aquel día.

Por un momento, consideró la posibilidad de unirse a ellos, no para salvarse él, sino por su mujer, a quien amaba con toda su alma. Marcela debió de leer sus pensamientos, porque le besó en la mejilla y le susurró: «Déjalos que sigan su camino; nosotros hemos elegido el nuestro. No nos separaremos de él».

Así, juntos, atravesaron el tranquilo y silencioso patio, dejando atrás los cuerpos de padres e hijos, guerreros y sacerdotes; después salieron por las puertas de la fortaleza hasta el borde del acantilado de Masada. Allí, observaron a los soldados romanos que ya estaban reuniéndose para el asalto final, ascendiendo por su rampa de tierra.

Tibro y Marcela rezaron juntos en voz alta, primero al Dios de él y después al de ella, convencidos de que era el mismo Dios, ya fuesen cristianos o judíos. Con un abrazo final, dieron un paso adelante y saltaron al vacío.

Capítulo 45

E
l padre Michael Flannery sentía una curiosa mezcla de aprensión y excitación mientras llegaba a la cumbre de Masada y se encaminaba hacia las ruinas de la fortaleza. El sol se estaba poniendo en el horizonte y, sin embargo, él estaba extrañamente tranquilo ante la posibilidad de quedar atrapado allí después de anochecer, sin poder desandar el camino hasta el coche.

Reinaba un silencio inquietante mientras atravesaba las ruinas. Supo el porqué cuando se acercó al edificio en el que se había desenterrado el manuscrito y se topó con el primer cuerpo. El hombre llevaba el uniforme de policía de seguridad y, en la etiqueta de identificación que llevaba sobre su camisa empapada en sangre, podía leerse: «Gavriel Eban». El pobre hombre yacía boca arriba, con un profundo tajo en la garganta y los ojos completamente abiertos y fijos.

Luchando contra el imperioso deseo de escapar, Flannery siguió andando hacia el edificio. Al llegar a la puerta, se encontró con otra media docena de cuerpos de hombres y mujeres que llevaban la ropa de faena del equipo arqueológico. A unos también les habían cortado el cuello; otros presentaban numerosas puñaladas en el torso y la cara.

Flannery sintió arcadas y cerró los ojos, procurando no vomitar. Se apoyó en la puerta, obligándose a respirar despacio, con tranquilidad, mientras pensaba qué hacer. Recordó su teléfono móvil y lo abrió; después, movió la cabeza, desanimado, al descubrir que allí no tenía cobertura.

Aunque sabía que podía volver al coche e ir a pedir ayuda, había algo que le impulsaba a mirar en el interior del edificio. Bajó despacio la escalera que conducía a la cámara en la que se había descubierto la urna. Cuando entró en la sala vio que por las pequeñas y elevadas ventanas entraba luz suficiente para iluminar la zona.

El agujero en el que se había encontrado la urna era ahora considerablemente más grande y en el fondo había algo oscuro. Cuando Flannery se acercó, vio que era el cuerpo de uno de los líderes del equipo de arqueología, a quien recordaba de su visita anterior. Parecía que el hombre había tratado de esconderse cuando lo encontraron sus asesinos. A diferencia de las otras víctimas, a este hombre le habían disparado. En el otro extremo de la sala, había otros dos cuerpos y también a ellos les habían disparado.

Cuando Flannery echó un vistazo a la sala, se dio cuenta de que habían pintado las paredes con símbolos y lemas musulmanes. Se acercó y comprobó que la pintura todavía estaba húmeda. Conocía lo suficiente el árabe para traducir:

¡No hay Dios sino Alá!

¡Israel es la prole de Satán!

¡Muerte a los judíos!

Todavía estaba mirando las palabras cuando una voz suave dijo:

—Via Dei.

Flannery se dio la vuelta y se encontró con Azra Haddad que estaba al pie de la escalera.

—No se deje llevar por las apariencias —dijo ella, señalando con la cabeza los lemas—. Los que hicieron esto no eran palestinos. Es obra de Via Dei. Vinieron en busca del manuscrito.

—Ciertamente, parece cosa de terroristas —dijo Flannery, mirándola con recelo al verla con su vestimenta musulmana tradicional y el pañuelo en la cabeza—. ¿Qué la hace sospechar de Via Dei? ¿Y por qué iban a venir a Masada a buscar el manuscrito?

—Porque sabían que lo tenía yo. Sabían que lo había traído aquí.

—¿Usted? —la miró desconcertado—. ¿Tiene usted el manuscrito?

—Lo cogí de donde lo había escondido el profesor Mazar, en el archivador.

—¿Cómo supo eso? —preguntó—. No le había dicho a nadie lo que había hecho.

—Hay formas de saber sin que nadie lo diga.

—Aunque lo supiese, el laboratorio estaba vigilado. La hubiesen detenido si hubiera tratado de entrar allí.

—Hay formas de andar sin ser vista —replicó ella, siguiendo con su tono críptico.

—No… no comprendo —se pasó una mano por el pelo—. Quiero decir: ¿por qué trajo aquí el manuscrito?

—Para dárselo a Via Dei.

—¿Qué? —dijo él, asombrado—. Usted lo cogió para dárselo, ¿sin más? ¿Por qué?

—Conozco Via Dei… mucho mejor y desde hace mucho más tiempo de lo que usted pueda imaginar —replicó—. Sabía que no renunciarían a buscarlo y que el asesinato de Daniel Mazar solo sería el principio.

—Pero el otro día, en las catacumbas, dos de sus líderes murieron; el tercero escapó.

—No se deje llevar por las apariencias —repitió ella—. Hay muchos que pueden ocupar el puesto de los caídos. Y Sangremano huido es mucho más peligroso que oculto en las sombras del Vaticano.

—¿Conoce al padre Sangremano?

—Conozco Via Dei. Pero hay cosas con las que ni siquiera yo contaría. Vine aquí porque sabía que, cuando Sangremano fracasó en su intento de robar el manuscrito en el laboratorio, enviaría a sus hombres a ver si lo habían devuelto a Masada. Y ya era hora de parar las muertes, pero llegué demasiado tarde —dirigió la mirada a los cuerpos—. No pude impedir sus muertes y, aunque estaba dispuesta a entregarles el manuscrito, me temo que las muertes no se detengan.

—¿Por qué se lo dio a ellos? —preguntó él, con una voz que evidenciaba que su ira iba acrecentándose—. Usted no tenía derecho. El manuscrito no le pertenece.

—Yo fui quien lo encontró, a unos pocos metros de donde estamos ahora.

—Solo por el hecho de que tuviera la suerte de tropezar con él…

—No fue accidental —dijo ella, levantando la mano para que guardase silencio—. Durante muchos años he sabido dónde estaba enterrado. Vine a Masada y me uní al equipo arqueológico precisamente para tropezar con él, como dice usted.

—¿Años? —dijo él, incrédulo—. Pero, ¿cómo pudo saberlo?

—Me fue revelado.

—¿Quién se lo reveló?

—El Guardián.

Flannery movió la cabeza, confuso.

—Perdóneme, Azra, pero lo que está diciéndome ahora no tiene ningún sentido.

—¿Recuerda el símbolo del manuscrito de Dimas?

—Sí, el Via Dei.

—No, padre Flannery. No es Via Dei.

—Sé que es diferente, pero solo ligeramente.

—Trevia Dei… el símbolo que Dimas bar-Dimas dibujó con su propia sangre sobre el manuscrito es el Trevia Dei.

—¿Sangre?… —dijo él, imaginándola sobre el papiro—. Sí, eso es lo que parecía. Pero, ¿qué es Trevia Dei?

—El signo auténtico. Con el paso del tiempo, los seguidores de Dimas lo corrompieron, igual que ellos se corrompieron también.

—Pero el padre Sangremano dijo que su símbolo lo había dado el mismo Jesús.

—El signo auténtico de Trevia Dei fue revelado por Jesús al Guardián y…

—Es la segunda vez que lo menciona. ¿Quién, o quizá debiera preguntar qué es el Guardián?

—El primer Guardián del Signo fue Simón de Cirene, que lo reveló a Dimas bar-Dimas. Via Dei tiene su origen en el sucesor de Dimas, Gayo de Éfeso, pero él descubrió el Trevia Dei de segunda mano. Con los siglos, la organización que fundó se vio obligada a pasar a la clandestinidad y el símbolo se corrompió, perdiendo su auténtico significado.

—¿Cómo sabe todas estas cosas? —preguntó Flannery.

—No tenemos mucho tiempo —dijo ella, volviéndose y comenzando a subir la escalera—. Venga conmigo.

La siguió hasta la meseta, alejándose de los edificios y los cuerpos. Mientras caminaban hacia el sol poniente, ella continuó su discurso.

—Llegado el momento, padre Flannery, conocerá la historia completa, cómo Jesús visitó a Simón después de la crucifixión; cómo un paño empapado en la sangre del Maestro acabó llevando el Trevia Dei; cómo Jesús ungió a Simón como Guardián del Signo y le encargó de su protección, no solo durante su vida, sino durante las cincuenta generaciones por venir.

Flannery se detuvo.

—Esto no tiene sentido. Nada de lo que me dice.

—Piense en todo lo que usted ha visto y hecho —le instó suavemente—. El signo… el que aparece en el manuscrito. ¿Qué elementos lo componen?

Cerrando los ojos, visualizó la imagen que había visto con tanta frecuencia mentalmente.

—Una pirámide… una cruz… una luna en creciente y una estrella.

—Trevia Dei —entonó ella—. Las tres grandes vías hacia Dios. La pirámide doblada… la estrella de David. La cruz de su fe. La estrella y la luna en creciente de mi Islam.

—Pero eso no tiene sentido —dijo él, abriendo los ojos—. Ninguno de estos símbolos existía hace dos mil años. De las tres religiones, solo existía el judaísmo y ellos no adoptaron la estrella de David hasta muchos siglos después. ¿Y el Islam? ¿Cientos de años antes del nacimiento de Mahoma? Imposible.

—Todo es posible para quien ha creado el universo y el tiempo. Ese es el gran misterio de Trevia Dei, que no solo habla de tres caminos, sino de la unidad de todos los caminos que llevan a la única casa verdadera, en el abrazo del Señor.

—Trevia Dei… —susurró Flannery, asintiendo ligeramente con la cabeza—. Via Dei… la única vía hacia Dios.

Ella sonrió.

—Ellos lo han alterado por completo —declaró él, con voz apremiante, impaciente.

—Sí, Michael, lo comprende. Y lo tendrá mucho más claro con el tiempo.

Una sensación de cordialidad, de aceptación, invadió a Flannery cuando Azra se dirigió a él por primera vez por su nombre de pila.

—Ahora, Michael, ha llegado el momento. Los guardianes esperan.

—¿Guardianes? Pero usted solo mencionó a uno.

—Hasta hoy, ha habido cuarenta y nueve. Cuando Simón llegó al final de sus días, buscó a alguien digno de guardar el gran tesoro. Ese tesoro se ha transmitido de uno a otro, cuando cada guardián ungía a su vez a quien le sucedería. Esa unción ha continuado, siglo tras siglo, a través de las Edades Oscuras y el Renacimiento, las pestes, las guerras y el Holocausto. Cada uno ha tenido un papel que desempeñar, una tarea especial que llevar a cabo. Uno estuvo al lado del papa León Magno a las puertas de Roma cuando se enfrentó a Atila, conocido por los cristianos como
Flagellum Dei
, el Azote de Dios. Otro estaba con Mahoma cuando el Profeta recibió la luz de Alá y la estrella y la luna en creciente. Más recientemente, un guardián llegó al Nuevo Mundo y ayudó a encontrar una nación basada en la libertad y la tolerancia religiosas, algo nunca visto antes de entonces.

Azra comenzó a andar de nuevo y Flannery la siguió más allá de las ruinas. De repente, le sorprendió la conciencia de algo que parecía muy sencillo, muy familiar.

—¡Dios mío! —exclamó, no como un juramento, sino lleno de sobrecogimiento y temor—. Usted es una de ellos, ¿no? Una de los guardianes del Signo.

Azra sonrió a modo de respuesta.

—Pero, ¿por qué me está diciendo todas estas cosas? —preguntó Flannery—. ¿Por qué revela el secreto ahora?

—El secreto… y el tesoro.

Cogió y se quitó, sacándola por la cabeza, una fina cadena de plata. La cadena llevaba una caja de plata, mayor que la mayoría de los relicarios y exquisitamente labrada, con figuras geométricas y parras que rodeaban el símbolo grabado de Trevia Dei. Ella se lo entregó.

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