Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
—Yo soy —respondió Dimas.
—¿Qué hacemos contigo ahora? ¿Escaparás de nuevo y dejarás que tu hermano muera en tu lugar?
—No —dijo Dimas resueltamente—. He venido aquí para corregir el error. Quiero entregarme yo mismo a Nerón a cambio de la vida de mi hermano.
—¡Qué… cristiano por tu parte! —Rufino se sonrió satisfecho—. Muy bien, ven conmigo y yo lo explicaré todo.
—¡No! —dijo Marcela rápidamente—. Dimas, recuerda lo que pasó en Éfeso.
—Sí, lo recuerdo. No iré contigo.
—Como quieras. Que mueras tú o que muera tu hermano no me importa en absoluto.
—Yo haría un trato contigo, Rufino Tácito.
—¿Qué clase de trato?
—Ve a Roma. Saca a mi hermano y tráelo aquí, para que yo pueda ver que está libre. Cuando sepa que está libre, me entregaré a ti.
—¿Y por qué iba a hacerlo?
—Porque Nerón quiere hacer de los cristianos chivos expiatorios y yo soy un dirigente de los creyentes. Estoy seguro de que él prefiere tenerme a mí en vez de a un judío corriente, que es lo que tiene con mi hermano. Tibro nunca ha profesado la fe: no es cristiano.
Rufino miró sorprendido.
—¿Tibro no es cristiano?
—No, no lo es —dijo Marcela—. Muchas veces he tratado de atraerlo al Señor, pero no ha querido.
—¿Y qué me dices de ti, querida? ¿Eres cristiana?
—Lo soy, pero eso ya lo sabías, ¿no?
—Claro. Solo quería ver si me mentías —dijo Rufino—. Pero siempre supe que eras incapaz de mentir y por eso nunca te lo había preguntado antes. De todos modos, que seas o no cristiana no tiene importancia para mí. Me ocuparé de ti más tarde. Por ahora —miró a Dimas—, acepto tu oferta. Enviaré un mensaje a la prisión y haré que traigan a Tibro aquí. Te daré incluso la oportunidad de que te despidas fraternalmente de tu hermano antes de llevarte conmigo para siempre.
Dos horas más tarde, Rufino abrió la puerta principal para recibir al tribuno Lucio Calpurnio y a tres de sus soldados. Condujeron aherrojado a Tibro bar-Dimas a través de la villa hasta el patio del peristilo, donde estaba Marcela al lado de Dimas. El avanzó hacia su hermano menor, pero uno de los soldados se interpuso entre ellos, cerrándole el paso.
Al ver el gran parecido existente entre los hermanos, Calpurnio movió la cabeza y le dijo a Rufino:
—Siento el error, excelencia.
—Se ha hecho lo correcto —replicó Rufino.
—¿Me llevo al preso ahora? —preguntó Calpurnio, señalando a Dimas.
—Les prometí un poco de tiempo —dijo Rufino; después, miró a Marcela—, y soy hombre de palabra.
A una señal de Calpurnio, uno de sus soldados le retiró las cadenas a Tibro y lo devolvieron al patio.
—Disfrutad de vuestro encuentro —dijo Rufino—, pero no demasiado tiempo. Dimas tiene una cita con la cruz y ya llega diez años tarde. Y para resistir la tentación de escapar, habrá un soldado en cada salida.
Hizo un movimiento de cabeza a Calpurnio y este ordenó a sus hombres que tomaran posiciones en cada puerta de salida del patio interior de la villa.
Cuando Rufino entró en la casa y se quedaron a solas, Tibro abrazó a su hermano y después a Marcela. De repente, Tibro se percató de que Simón estaba al lado de una de las columnas y dijo:
—¡Estás vivo! Creíamos que habías muerto.
—No lo estoy, como puedes comprobar —Simón se acercó y agarró el antebrazo de Tibro como signo de amistad.
Tibro se volvió a su hermano.
—Dimas. Me dijeron que cambiabas tu vida por la mía. ¿Es cierto? —Sí.
—No permitiré que tú…
—¿No me permitirás tú? Eres mi hermano menor, Tibro. No te corresponde permitirme ni dejar de permitirme nada.
—Entonces, volveré contigo y moriré a tu lado.
—Pero tú no eres cristiano.
—No, pero soy tu hermano. Y soy judío y, como tú, me opongo a Roma.
Dimas puso su mano sobre el hombro de Tibro.
—Sé que haces esto por amor, pero, si de verdad me quieres, vivirás por mí. Debes vivir, porque hay algo que tienes que hacer.
—Haré lo que me pidas —dijo Tibro—, excepto quedarme quieto y mirar cómo te asesinan.
—Le he dado a Marcela un manuscrito. Los dos debéis entregarlo a los apóstoles que siguen en Jerusalén. Si no pudieseis entregárselo, ocultadlo en un lugar seguro para que no caiga en manos de no creyentes y lo destruyan.
—Pero, hermano, yo soy uno de esos no creyentes. ¿Cómo sabes que no lo voy a destruir?
—Porque eres un hombre de honor y, si me das tu palabra de proteger el manuscrito, sé que lo harás —al ver que su hermano dudaba, Dimas lo atrajo hacia él y le dijo al oído—: No solo debes hacer esto por mí, sino por Marcela. Esta es su única oportunidad, vuestra única oportunidad de estar juntos. Si, por tu obstinado orgullo, te niegas, ¿qué crees que será de ella? ¿Quieres que comparta mi suerte? Ella es tu esposa en espíritu, Tibro. Te debes a ella.
Dimas besó a su hermano en ambas mejillas, después lo apartó y lo soltó.
Tibro miró a Dimas y a Marcela; después asintió.
—Haré lo que me pides. Te doy mi palabra —se volvió hacia Simón—. Y tú, ¿qué haces? ¿Nos acompañarás a Jerusalén?
—Yo voy a Roma con Dimas —anunció Simón.
—No, Simón —dijo Dimas—. Tú no debes ponerte en peligro por mí.
—No estoy en peligro —declaró Simón—. Ellos no me verán.
—¿Cómo te ocultarás de ellos?
—Hay formas de andar sin ser visto. —Simón se volvió a Marcela—. ¿No te parece raro que tu marido no se percatara de mi presencia cuando volvió a casa? Y Calpurnio… no ha dicho nada de que haya visto una aparición de alguien que haya vuelto a la vida.
Precisamente en ese momento, Rufino, Calpurnio y los soldados regresaron al patio. Uno de los soldados llevaba las cadenas que le habían quitado a Tibro e hizo una seña a Dimas para que extendiera las manos. Dimas lo hizo y le pusieron las cadenas.
—¡Muévete! —ordenó Calpurnio a Dimas—. Quiero llegar a Roma antes de que anochezca.
Cuando Calpurnio dio la orden, Simón se puso delante de él, bloqueándole la visión de Dimas. Sin embargo, el oficial no se dio cuenta de ello, como si estuviera mirando a través de un espectro. Simón lo siguió; después miró a sus amigos y sonrió.
—No me verán —repitió y, en efecto, ni Calpurnio ni Rufino ni los soldados lo vieron ni oyeron nada de lo que dijo.
Cuando los soldados condujeron a Dimas, con Simón tras él, por la villa hasta el exterior, donde esperaba a caballo un contingente más grande de tropas, Rufino indicó a Calpurnio que esperara.
—Por favor, espera un momento con uno de tus soldados —le dijo al oficial—. Te necesito.
—A sus órdenes, excelencia —contestó Calpurnio; después, llamó a uno de sus hombres—: Darío, quédate aquí. Que los demás se lleven al preso. Los alcanzaremos pronto.
Cuando Calpurnio y Darío regresaron al patio, Rufino señaló a Tibro y ordenó:
—Traedlo.
—¡Pero prometiste que quedaría libre! —gritó Marcela mientras se acercaban los dos soldados.
—Traedlo aquí —repitió Rufino, ignorándola.
Darío lo agarró de un brazo y, cuando Tibro trató de zafarse, Calpurnio le golpeó la cara con la empuñadura de la espada, dejándolo sin sentido. Lo cogieron entre los dos y lo llevaron al interior de la villa.
Marcela corrió tras ellos mientras arrastraban a Tibro por el pasillo hasta la misma habitación en la que Dimas le había entregado el manuscrito. Estaba escondido, pero, cuando ella entró en la habitación, vio alarmada que el cuchillo de Dimas seguía al lado del tazón que había contenido su sangre. Temerosa de que Rufino se diera cuenta y empezara a hacer preguntas, se movió hacia la mesa, ocultando a la vista el cuchillo ensangrentado.
—Sostenedlo ahí —dijo Rufino mientras entraba en la habitación y se dirigía a un armario.
Tibro, todavía aturdido por el golpe de Calpurnio, sacudió la cabeza para aclararla mientras se retorcía débilmente entre quienes lo agarraban con fuerza.
—Salvó tu vida, Rufino. Prometiste dejarlo marchar —imploró Marcela.
—A ti te gustaría, ¿no? Así podrías marcharte con él. Bueno, querida, eso no va a ocurrir —abrió la puerta del armario y sacó un sable corto.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó angustiada.
—Lo que debía haber hecho hace mucho tiempo. Voy a matar a tu amante.
Rufino levantó el sable mientras dejaba atrás a Marcela. Desesperada, buscó tras ella y agarró el cuchillo de Dimas. Rufino la vio de reojo cuando movió el brazo y ella se encontró caía a cara con él, con la punta del cuchillo a unos centímetros de su garganta.
Rufino miró la hoja; después levantó la vista hacia su mujer y empezó a reírse.
—Adelante, mujer —declaró, bajando su sable—. Húndelo en mi corazón. ¿No es eso lo que tu Jesús os enseña que hagáis?
La mano de Marcela se agitó mientras la dirección de su mirada oscilaba entre su esposo y el hombre que amaba, que colgaba, inconsciente, de los romanos que lo agarraban. Trató de hablar, de gritar, pero no hizo sonido alguno. Sus ojos estaban arrasados en lágrimas mientras el cuchillo empezaba a deslizarse de sus dedos.
—Exactamente como pensaba —declaró Rufino, golpeándole la mano con la empuñadura de su sable y mandando el cuchillo a la otra parte de la habitación dando tumbos por el suelo—. Ya no eres digna de mí, mujer. Ya no eres mi esposa.
Levantó el sable, apretando la mandíbula mientras se preparaba para clavarlo en su pecho. De repente, se tambaleó hacia adelante mientras sus ojos se abrían desmesuradamente. Abrió la boca para hablar, pero surgió sangre de la esquina de su boca. Cayó de rodillas frente a ella, agarrando con su mano izquierda su estola, mientras caía boca abajo al suelo, con la empuñadura de una daga saliendo de su espalda.
En su lugar, Marcela vio la figura de un hombre que acababa de entrar corriendo en la habitación. Era Gayo de Éfeso, y parecía sorprendido por lo que acababa de hacer, helado, frotándose las manos ensangrentadas.
Calpurnio había soltado ya el brazo de Tibro, sacó su espada y avanzó hacia Gayo.
—¡Bastardo! —maldijo—. ¡Has matado al lictor curiado!
Tibro estaba sujeto solo por los brazos de Darío y, de repente, empujó al soldado, tirándolo al suelo. Saltando hacia adelante, Tibro agarró el sable que Rufino había tirado y, blandiéndolo en un arco amplio, alcanzó el muslo de Calpurnio, justo por debajo de la coraza.
Sorprendido por el ataque, Calpurnio blandió su espada. Se quedó aún más sorprendido al ver el reflejo del metal cuando Tibro hundió la punta del sable en la base de su garganta, inmediatamente encima de la coraza. Tibro estaba tan cerca que Calpurnio solo pudo golpearlo débilmente con la empuñadura de su espada. Después, el romano cayó al suelo, balbuciendo mientras se le escapaba la vida.
Mientras Calpurnio caía, Tibro se volvió hacia el otro soldado, que ya había salido disparado hacia la puerta. Tibro persiguió a Darío hasta afuera, pero este salió corriendo por la calzada.
Volviendo a la habitación, Tibro abrazó a Marcela, que cayó en sus brazos y estuvo sollozando en su hombro. Mientras la sostenía tan cerca, notó la liberación que ella sentía y la suya propia también. Era como si hubiera desaparecido toda la distancia entre ellos, como si esta fuera la primera vez que se abrazaban. Estaba seguro de que nunca volvería a alejarse de él, en esta vida o en la otra.
Tibro miró a Gayo, que parecía estar recuperándose.
—Ha sido todo un gesto de valentía.
—Yo… yo lo maté —susurró Gayo, mirando el cuerpo sin vida de Rufino.
—Salvaste nuestras vidas. A los ojos de Dios, y adoramos al mismo Dios, lo que has hecho está bien —Tibro se detuvo un momento; después añadió—: Debemos irnos ya. El soldado traerá a otros con él.
Tibro y Marcela, seguidos por Gayo, abandonaron la villa, alejándose de aquel escenario de muerte.
L
a mañana siguiente al rescate del padre Michael Flannery de las catacumbas del monte de los Olivos, Sarah Arad se reunió con él y con Preston Lewkis en el laboratorio de antigüedades. El edificio estaba cerrado tras el asalto, pero Sarah no tuvo problemas para que le franquearan el acceso al mismo por su condición de agente de la YAMAM, la unidad antiterrorista de elite de Israel.
Cuando Sarah y sus acompañantes se encaminaban al pasillo del laboratorio en el que dispararon contra Daniel Mazar, ella se detuvo un momento a hablar con el jefe de policía de servicio en ese momento.
—Teniente Lefkovitz —dijo ella, leyendo la tarjeta de identificación del hombre—, ¿podemos ver la cinta de la cámara de seguridad?
Lefkovitz negó con la cabeza.
—Lo siento, agente Arad, pero no había cinta.
—No puede ser. En el laboratorio hay una cámara de seguridad.
—Sí, pero no había ninguna cinta en el aparato. Evidentemente, no la habían cargado.
—Ya veo —replicó—. ¿Puede dejarnos un tiempo solos en el laboratorio? Seguiremos el protocolo.
El la miró dudando, pero se lo pensó mejor antes de impedir el paso a un miembro de la YAMAM.
—Tome precauciones —señaló la mesa que estaba en el pasillo, al lado de la entrada al laboratorio. En ella había cajas de guantes quirúrgicos y zapatillas de papel, así como bolsas de pruebas y otros objetos necesarios para los equipos de policía científica.
Lefkovitz entró en el laboratorio y miró para confirmar que no había nadie; después, se volvió hacia Sarah.