Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
Sarah abrió su teléfono móvil. Empezó a marcar, después lo cerró de nuevo.
—Aquí dentro no hay cobertura.
—Hay un teléfono —Preston señaló el terminal.
—Exacto —ella se acercó a la mesa pequeña. Levantó el receptor, pulsó un número y esperó. Tras unas pocas señales de llamada, alguien cogió el teléfono y dijo:
—Roberta Greene.
—Roberta, soy Sarah. Estoy en el laboratorio de la universidad. Estaba preguntándome…
—¿Sarah? —interrumpió la mujer—. He estado tratando de ponerme en contacto contigo.
—Aquí no funciona mi móvil —explicó Sarah—. ¿Qué ocurre?
—Es sobre el Mercedes.
—¿El coche que me perseguía? ¿Encontrasteis algo de la placa de matrícula?
—Solo hay tres Mercedes con una placa que empiece por «AL9». Pude reducirlo a uno y fue robado horas antes del choque, pero hay algo más.
—¿Qué?
—Un minuto.
Sarah oyó que su colega revolvía algunos papeles.
—Hay dos investigadores asignados a este caso —dijo Roberta—. Déjame ver, uno se llama Steinberg y el otro, lo mencionan aquí en alguna parte…
—Gelb, Bruce Gelb —dijo Sarah.
—Eso es. Bueno, me salté un poco el protocolo y le pedí a un amigo del cuartel general de la policía que comprobara sus expedientes. Así dimos con la placa de matrícula completa, que coincidía con la del Mercedes robado. Pero aún hay más.
—¿Qué? —dijo Sarah con impaciencia mientras oía más movimiento de papeles.
—Aquí está —dijo Roberta—. Perdona, tengo la mesa llena de papeles.
—¿Qué es, Roberta? —insistió Sarah.
—Cuando se entrevistaron contigo, ¿mencionaron un anillo?
—No. ¿Qué clase de anillo?
—Uno muy curioso. Fue encontrado en una de las víctimas, el conductor del Mercedes, y gracias a él pudimos identificar al hombre. Veamos… sí, aquí está: Javier Murillo, de origen hispanomarroquí.
—¿Musulmán? —preguntó Sarah.
—No, católico… al menos era. Hace diez años se produjo algún tipo de escándalo y fue excomulgado.
—¿Puedes enviarme los detalles por fax?
—Sí, y te envío una foto del anillo. ¿Cuál es el número de fax?
Sarah vio que el fax estaba conectado al teléfono y no tenía una línea específica. Le dio a Roberta el número de teléfono y le dijo:
—Tengo que colgar para recibir el fax.
—Muy bien. Te lo envío ahora mismo. Vuelve a llamarme si me necesitas para algo más.
—Gracias, Roberta —colgó el teléfono.
—¿Qué es? —preguntó Preston, acercándose y quedándose de pie detrás de Sarah.
—Quizá nada. Lo sabremos en un momento.
El teléfono sonó y Sarah pulsó el botón de recepción del fax. Pronto empezó a aparecer el papel en la bandeja de salida. Ambos lo miraban cuando apareció la imagen en primer plano de un anillo. En cuanto el papel terminó de salir, Sarah lo cogió y lo levantó delante de ellos. El anillo se parecía mucho a un anillo de graduación escolar, con una gran piedra negra que llevaba grabados un sello y unas letras.
—¿Qué es eso? —preguntó ella, señalando la estilizada inscripción que rodeaba el sello.
Preston le cogió el papel y pasó los dedos por las letras mientras entonaba:
—In Nomine Patris.
—¿En el nombre del Padre? —tradujo Sarah lo que había dicho, en tono interrogativo.
Preston asintió.
—¿Y el sello? —preguntó ella, señalando la imagen de unas llaves cruzadas con una corona encima.
—¿Dónde conseguiste esto? —preguntó él.
—¿Por qué? ¿Qué es?
—No estoy seguro, pero creo que es el sello del Vaticano.
Sarah lo miró más detenidamente y vio que, en efecto, la corona era la tiara
Triregnum
del Papa, con las llaves que representan las que entregara Jesús a Pedro.
—¿Quién tendría un anillo como este? —preguntó Sarah.
—Desde luego, los palestinos no —replicó Preston, afirmando lo evidente—. Pero hay alguien que podría saberlo.
—El padre Flannery.
—Sí —Preston miró su reloj—. En realidad, tenía que estar aquí ya. Le llamé hace unas horas para decirle lo de Daniel. Déjame ver qué es lo que le retrasa tanto —y marcó el número del móvil de Michael Flannery. Mientras esperaba una respuesta, miró a Sarah—. ¿Hay alguna conexión entre este anillo y la muerte de Daniel?
—Puede que sí. No estoy segura.
—Sarah, cuando estabas hablando con esa mujer, Roberta, dijiste algo de un coche que te perseguía. ¿Tiene relación con este anillo o con el ataque al laboratorio?
—Después te cuento todo —hizo un gesto señalando el teléfono.
Preston se encogió de hombros.
—Todavía está haciendo llamada. O está fuera de cobertura o no contesta —esperó más tiempo; después colgó el teléfono.
—¿Cuánto tiempo hace que lo llamaste?
—Tres, quizá cuatro horas. Estaba un poco más al Norte de Ein Gedi, en la carretera 90.
—No me gusta esto —musitó Sarah frunciendo el ceño. Volvió a llamar a su oficina y, cuando contestó Roberta, le dijo—: Soy Sarah de nuevo. Necesito que me localicen inmediatamente al padre Michael Flannery. Investigad qué coche alquiló y alertad a la policía de que se le vio por última vez en la carretera 90, inmediatamente al Norte de Ein Gedi.
Le dio algunos detalles más a su colega y finalizó la llamada.
—Vamos —le dijo a Preston, haciéndolo salir de la sala—. Hay otra cosa que quiero probar.
Sarah lo condujo hasta donde estaba aparcado su Mini Cooper. Abrió el maletero y recogió su pequeño ordenador portátil Sony VAIO; después indicó a Preston que subiera al coche. Ella se sentó en el asiento del conductor y, dejando abierta su puerta, abrió el portátil. Después, lo arrancó, abrió un programa, escribió su clave y empezó a pulsar una serie de números.
—Tú no estás viendo lo que estoy haciendo ahora —dijo ella con indiferencia.
—¿Qué quieres decir?
—Esto está clasificado, pero confío en que olvides lo que veas.
—No entiendo…
—Aquí —giró el ordenador hacia Preston.
—¿Un mapa?
—Ahí está Ein Gedi —ella señaló un punto en el mapa, indicando el oasis en el que el rey Salomón compuso el Cantar de los Cantares— Y esta es la carretera 90.
Su dedo siguió una línea roja a lo largo de la carretera, siguiendo después por una carretera lateral. Cuando iba a salirse de la pantalla, tocó las teclas de flechas para mover el mapa y dejarlo otra vez a la vista. La línea roja serpenteaba hacia el Este y el Oeste, moviéndose despacio hacia el Norte, a Jerusalén. Donde se detenía la línea, ella pulsó varias veces una de las teclas de función, ampliando la imagen del lugar.
—Ahí es donde está el padre Flannery o, al menos, donde estaba hace una hora más o menos. Y la línea roja es la ruta que ha seguido hasta allí.
Preston la miró incrédulo.
—¿Cómo lo sabes?
—Eso no importa ahora. La cuestión es que tenemos que descubrir lo que está haciendo… y por qué no puedo seguirlo durante la última hora.
—¿Dónde está esto? —preguntó Preston, tocando la pantalla en el punto en el que terminaba la línea roja.
—Jerusalén Este —le pasó el portátil—. Puedes navegar —dijo ella, cerrando su puerta y arrancando el motor. Un momento después, salían del aparcamiento y se encaminaban al este de Jerusalén a través de la ciudad.
E
l padre Michael Flannery miraba con asombrada incredulidad al hombre que acababa de profesarle un amor de padre.
—¿Usted, padre? —musitó, negando con la cabeza—. Usted, de entre todas las personas, ¿forma parte de esto… del asesinato del profesor Mazar y de aquellos policías israelíes?
—Nosotros no planeamos eso —replicó el P. Sean Wes— ter—. Solo pedimos que recuperaran el manuscrito. El pecado de asesinato recae sobre ellos, no sobre nosotros.
—Pero, sin duda, sabían que ocurriría. ¿Palestinos, ejecutando un asalto en Israel?
—No podíamos hacer nada —dijo Wester—. A veces, hay que emprender acciones contundentes en aras de un bien mayor.
—¿Y cuál es el bien mayor, robar un evangelio de nuestro Señor para negárselo al mundo? ¿Usted, Sean, un hombre que ama el saber? ¿No se da cuenta de que este documento, si se autentica, puede llevar a Cristo a muchos millones de personas más?
—El mayor bien es proteger a la Madre Iglesia de judíos, musulmanes, científicos, humanistas, periodistas, políticos y críticos… incluso de los llamados evangélicos, que deforman y pervierten las enseñanzas de la única Iglesia auténtica.
—No ataque a los evangélicos por su celo al adorar al Señor —dijo Flannery—. Al contrario, tenemos que felicitarnos por poder contarlos como hermanas y hermanos nuestros en Cristo. Y recuerde también que nuestro Señor mismo era judío.
—Ha llegado el momento, Michael, chico —declaró Wester—. ¿De qué parte estás, con la Santa Iglesia Católica Romana y Via Dei, un instrumento para su protección, creado y ordenado por el mismo Jesucristo, o con los enemigos de la Iglesia?
Flannery movió la cabeza.
—No me considero enemigo de la Iglesia.
—Entonces, ¿nos conducirás hasta lo que en justicia es nuestro, el sagrado manuscrito de Dimas bar-Dimas?
—No sé dónde está.
—Estás mintiendo, padre Flannery —dijo el líder del tribunal oculto tras la máscara—. Has formado parte de su equipo desde el primer momento. Has visto el manuscrito; lo has tocado, olido, leído. ¿No ves?… Tú has conseguido ya algo que generaciones de miembros de nuestra organización no han podido realizar. Por eso te consideramos digno de ingresar en el nivel más profundo de Via Dei.
—Sí, he hecho todas esas cosas —admitió Flannery—. Pero el manuscrito sigue siendo propiedad de los israelíes. Después de nuestra inspección inicial, solo hemos tenido acceso a fotocopias. El manuscrito ha sido guardado en una cámara acorazada con la urna y, si no estaba allí cuando sus agentes asaltaron el laboratorio, no tengo ni idea de dónde pueda estar ahora. O quizá esos compañeros de cama de ustedes lo encontraran pero no se lo hayan entregado.
—Dime, Michael —dijo Wester. Puso las palmas de las manos sobre la mesa y se inclinó hacia Flannery—, y es la verdad lo que quiero y espero de un viejo amigo. Si supieras dónde está el manuscrito, y entiendo que no lo sabes, pero si lo supieses, ¿estarías dispuesto a decírnoslo?
—De ninguna manera —respondió Flannery con rotundidad.
Wester se arrellanó en su sillón; sus ojos manifestaban una pena y un pesar intensos.
—Me lo temía —miró a los otros dos—. Hemos hecho lo que hemos podido. No conseguiremos más del padre Flannery.
El hombre que estaba en el medio se quitó entonces la máscara, confirmando que era el P. Antonio Sangremano, primer secretario del subprefecto de la
Prefettura dei Sacri Palazzi Apostolici
, un poderoso hombre del Vaticano conocido por sembrar de citas su expresión hablada.
El tercer inquisidor también se quitó su máscara y Flannery lo reconoció como Boyd Kern, un jurista estadounidense que prestaba servicio como letrado del Inquisidor del Tribunal de la Prefectura. Como Sangremano, Kern tenía una posición muy elevada en la jerarquía de la Iglesia.
Mientras Flannery dirigía la mirada de un hombre a otro, se dio cuenta de repente de que, indudablemente, era el único individuo no perteneciente a Via Dei que podía identificar a estos tres hombres como miembros clave de una organización que, durante dos mil años, había llegado muy lejos para guardar su secreto.
—De aquí no voy a salir vivo, ¿no? —dijo Flannery sin el menor indicio de miedo ni de súplica en su voz. En cambio, demostró una tranquila aceptación de su suerte.
—Lo siento, Michael —replicó el padre Wester.
—Dígame una cosa. Hasta qué nivel llega esto… en el Vaticano, me refiero.
—¿El Vaticano? —preguntó Wester, momentáneamente confuso—. ¿Crees que todo esto depende del Vaticano? No comprendes Via Dei… evidentemente no. El Vaticano no es más que un aparato completamente secundario. Un medio. Via Dei es el fin, el alfa y la omega.
—Dígame, Sean, ¿es usted el que me va a matar?
—El padre Wester ya está sometido a bastante tensión. —Intervino Sangremano—. No aumente esa tensión suplicando por su vida.
—No tengo la menor intención de hacerlo —declaró Flannery.
—Ese es su mérito y confirma por qué sería una valiosa adquisición para Via Dei. Esta es su última oportunidad. ¿Va a ayudarnos?
—«Lo que vas a hacer, hazlo enseguida» —dijo Flannery, utilizando las palabras que Jesús había pronunciado al mandar a Judas que lo entregara a la muerte.
Sangremano levantó la mano, extendió el pulgar y otros dos dedos y trazó una cruz en el aire.
—In Nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen —
entonó—. Que Dios se apiade de tu alma.
Se volvió hacia la puerta que llevaba al pasillo de entrada y dio tres palmadas. En respuesta, se oyó una sola palmada, más nítida y más fuerte.
Sangremano dio otra palmada y gritó:
—¡Entre!
Le respondió una ráfaga de detonaciones y, en esta ocasión, Flannery se dio cuenta de que no eran palmadas, sino el inconfundible sonido de disparos y el eco producido por las catacumbas. Volvió la mirada a Sangremano y, al ver la expresión de sorpresa e inquietud, supo que eso no lo esperaba.
—¡Padre Flannery! ¡Agáchese! —era la voz de una mujer procedente de fuera de la cámara.