Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
Tras la muerte de Pilar, el diario de Contardi se hacía cada vez más deslavazado, disolviéndose a menudo en una absoluta confusión, como las delirantes referencias a la lluvia y a las lentejas que manifestara durante la visita de Flannery. Ahora era evidente para Flannery que la culpa por la suerte de Pilar había sido un factor importante de las crisis nerviosas de Contardi.
Las páginas siguientes contenían también pasajes ocasionales de total lucidez, en los que Contardi indicaba que había cometido actos imperdonables en nombre de Via Dei. En todos los casos hacía uso de la misma justificación.
Aunque, superficialmente, estos actos parezcan transgresiones terribles, Via Dei limpia el pecado en virtud de su mayor servicio a la Iglesia.
Había también algunas referencias intrigantes a Masada, que estaba a unos pocos kilómetros del monasterio del desierto en el que Contardi había prestado servicio. Por desgracia, las anotaciones eran demasiado vagas para arrojar alguna luz sobre el reciente descubrimiento del manuscrito de Dimas o sobre el símbolo de Via Dei que contenía.
El diario de Leonardo Contardi era tan deprimente como frustrante y Flannery sintió que surgía en él una enorme corriente de simpatía hacia su amigo. ¿Qué era esa Via Dei que había destruido de manera tan trágica a Contardi?
¿A
qué se refería cuando dijo que tenía las manos manchadas con sangre de inocentes? ¿Se refería a Pilar? En ese caso, ¿por qué utilizó el plural?
No, la culpa que sentía por Pilar se complicaba con la que sentía por los actos que había cometido en nombre de Via Dei.
¿Podría haber alguna conexión entre esa organización y el Evangelio de Dimas? Desde luego, el símbolo que Flannery había visto en el manuscrito no tenía nada que ver con la Via Dei que había hecho tales estragos en la mente, la vida y, en último término, el alma de su amigo, el P. Leonardo Contardi.
Flannery iba a cerrar el diario, las páginas pasaron, quedando abierto por la última, y vio el nombre de Pilar en la anotación final de su amigo. Cuando la leyó, sintió que un puñal le atravesaba el corazón:
Años, muchos años imaginando a mi amada Pilar, una suicida perdida en los fuegos del Infierno. Pero hoy lo tengo claro y, al final, sé que ella no comparte la suerte que me espera.
Me hicieron creer que se había quitado la vida, como si ella se hubiera desprendido de algo tan precioso por mí. Si yo hubiera sabido algo de nuestra hija, habría tenido claras las razones que tenía para vivir. Habría visto la verdad de su muerte y de las manos que se ocultaban tras ella. Pero ellos no podían dejar que yo lo supiese, porque hubiese movido Cielo y tierra para verlos en el Infierno.
Ahora solo puedo rogar que Pilar descanse en los brazos de nuestro Señor y que nuestra hija, allá donde pueda estar, piense de vez en cuando en su pobre madre y en su padre y sonría.
Veo las llamas ante mí y estoy preparado. Que los asesinos de Pilar permanezcan ocultos en vida. El Camino por el que van los conducirá a la misma retribución abrasadora. Y después, aún en las profundidades del Infierno, mi alma, al final, estará en paz.
Chi l'anima mi lacera? Chi m'agita le viscere? Che strazio, ohimè, che smaniai Che inferno, che terror!
Cerrando el diario y los ojos, Michael Flannery repitió en su lengua el grito final del Don Giovanni de Mozart, cuando lo envuelven las llamas del Hades: «¿Quién me lacera el alma? ¿Quién agita mis entrañas? ¡Qué tortura, ay de mí, qué frenesí! ¡Qué infierno, qué terror!»Invadido por el espíritu de amor y compasión por el hombre que una vez fuera su íntimo amigo, Flannery cayó sobre sus rodillas y exclamó:
—Yo, pecador me confieso a Dios todopoderoso, a la bienaventurada siempre Virgen María, al bienaventurado san Miguel Arcángel, al bienaventurado san Juan Bautista, a los santos Apóstoles Pedro y Pablo, a todos los santos y a vosotros, hermanos, que pequé gravemente con el pensamiento, palabra y obra… —Se golpeó el pecho una, dos, tres veces, entonando—: …por mi culpa, por mi culpa, por mi gravísima culpa. Por tanto, ruego a la bienaventurada siempre Virgen María, al bienaventurado san Miguel Arcángel, al bienaventurado san Juan Bautista, a los santos Apóstoles Pedro y Pablo, a todos los santos y a vosotros, hermanos, que roguéis por mí a Dios nuestro Señor.
Santiguándose, Flannery repitió el confíteor en latín:
—Confiteor Deo omnipotenti, beatae Mariae semper virgini, beato Michaeli archangelo, beato Ioanni Baptistae, sanctis Apostolis Petro et Paulo…
Mientras recitaba la oración penitencial, se sintió mareado y, abriendo los ojos, vio las cuatro paredes de su habitación destellando ante él, como si estuviese sobre un disco que girara a gran velocidad.
—¿Qué es esto? —preguntó en voz alta y sintió que se caía hacia atrás, extendiendo las piernas y los brazos para recuperar cierta estabilidad—. ¡Por favor, detente! ¡Para! —clamó.
Por fortuna, la habitación se detuvo y él permaneció un rato tendido en el suelo, respirando profundamente, luchando contra las náuseas que le había causado la sensación de dar más y más vueltas. Despacio, con precaución, se sentó.
Pudo oír un coro. Pero eso no era posible; estaba demasiado lejos de cualquiera de las capillas. Quizá alguno de los residentes del pasillo tuviera un CD.
No obstante, aunque Flannery considerara esa posibilidad, se dio cuenta de que se trataba de otra cosa. Aunque no fuera música como tal, estaba oyendo un acorde etéreo, varias octavas melódicas de un amplio conjunto de ricas voces, desde el bajo más profundo y resonante hasta el más dulce tenor y la más elevada y pura soprano. Era como si Bach, Beethoven, Vivaldi y todos los grandes compositores hubieran combinado su genio para crear este tapiz de sonido singular, inimaginablemente hermoso.
Cuando se rindió a ello, la música suavizó sus náuseas, tranquilizando su espíritu y permitiéndole aceptar la aparición que empezaba a desplegarse ante él, porque, con la música, llegó una visión maravillosa que lo transportó a través del mar y de los siglos. Flannery se vio a sí mismo en Masada, no muy lejos de donde se había descubierto el manuscrito de Dimas. Pero esta era una Masada diferente, antes de que el viento y el tiempo hubiesen llevado a la ruina sus otrora imponentes muros. Y ante él, en la fortaleza, bañados en una resplandeciente aura de luz, había dos hombres. Uno era Leonardo Contardi, pero no el sacerdote moribundo que había encontrado en la residencia. Este era el Contardi joven y atlético, con su piel tersa y curtida y sus ojos chispeantes de buen humor y de vida. Al lado de Contardi estaba el mismo hombre que Flannery había visto en la misa pontifical en San Pedro.
—¡Ah, Michael! —le llamó Contardi, levantando los brazos como saludo—. Ven. Hay una persona a la que tienes que conocer.
El hombre negro miró a Flannery y, cuando lo hizo, Flannery sintió que una descarga le atravesaba el cuerpo, no de dolor, sino de una sensación irresistible de amor y aceptación. Flannery comenzó a acercarse, pero el hombre levantó la mano.
—Todavía no ha llegado el momento —dijo.
El coro de música, que había continuado de fondo, se elevó ahora en un crescendo y el brillo del aura de luz que rodeaba a los dos hombres se hizo más intenso que cualquier otra cosa que Flannery hubiese podido ver, aunque tan extremadamente suave que no tuvo que cerrar los ojos.
Después, en lo que pareció un instante eterno, la música y la luz desaparecieron y Flannery se vio de nuevo solo en su habitación, no postrado boca arriba, sino de rodillas en oración, como si hubiese estado recitando el confíteor durante todo ese tiempo.
—… mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa.
Se detuvo a la mitad de la oración, con sus manos tensas y temblando.
¿Qué acababa de ocurrirle? ¿Había experimentado algún tipo de proyección astral, alguna manifestación extracorporal? ¿Era el producto de una imaginación hiperactiva o había sido agraciado con una auténtica visión? Y, si así fuese, ¿era una visión de Dios o de Lucifer?
Flannery intentó mantener en la mente la imagen de Leonardo Contardi y del ahora conocido extraño, pero ya se habían desvanecido, como una fotografía demasiado expuesta al sol. En su lugar, quedaba el paisaje de fondo, los muros de Masada, de nuevo en ruinas.
—Masada… —musitó, levantándose.
Michael Flannery no tenía ni idea de cómo interpretar su visión, aunque lo dejó con un deseo insuperable de volver de una vez a Tierra Santa y proseguir su investigación.
R
ufino Tácito adoptó una pose adecuada para su pintor. Con un pie ligeramente adelantado, tensó el estómago, sacó pecho, levantó la barbilla y, con los ojos entrecerrados, se quedó mirando a la distancia, al futuro. Sobre la tabla de madera, el pintor había añadido una corona de laurel, que no estaba allí, una capa morada y una espada con empuñadura dorada.
—¡Oh! Vuestra pose es maravillosa, señor, simplemente magnífica —le aduló el artista—. Ni siquiera el porte de César es más regio ni su pose más gloriosa.
Ante los zalameros cumplidos del pintor, Rufino se acicaló aún más, si cabe. Sus ojos se agrandaron ligeramente al ver a su esposa entrando en la sala.
—Marcela —dijo, cerrados los dientes para no descomponer la pose—. Pienso enviar este retrato a tu padre. ¿Crees que le gustará?
Ella se puso tras el pintor y miró primero su creación; después, a su esposo.
—Creo que sí.
—¿Suficiente, quizá, para que me ayude a asegurar un puesto digno de mí, de vuelta en Roma?
—Sí, estoy segura.
—Bien, bien. Y cuento con una carta tuya, solicitándoselo.
—Excelencia, por favor —dijo el artista—. Si insistís en hablar, no podré hacer tan bien el retrato.
—Déjanos —ordenó Marcela al artista.
—¿Perdón? —replicó, sorprendido, el hombre.
—He dicho que te vayas —repitió ella—. Puedes acabar el retrato más tarde. Quiero hablar con el gobernador ahora mismo.
—Haz lo que te dice —ordenó Rufino, abandonando su pose y despidiendo al hombre con un movimiento de la mano—. Mis huesos están cansados de estar de pie. Seguiremos después de comer.
—Muy bien, excelencia —respondió el artista, inclinándose al tiempo que abandonaba la estancia.
Rufino se acercó a mirar el retrato, del que estaba hecha la tercera parte. Lo estudió un momento, ladeando la cabeza inseguro.
—Creo que ha captado muy bien tu fuerza e inteligencia —dijo Marcela mientras tocaba con cautela su antebrazo.
—Supongo que sí, pero los ojos… —movió la cabeza, inseguro, mientras examinaba las órbitas oscuras, carentes de vida.
—Aún no está terminado —lo tranquilizó ella—. Los ojos siempre se pintan al final. Son las ventanas del hombre.
Suspiró, con una mezcla de aceptación y resignación; después se volvió a su esposa.
—¿De qué quieres hablar?
—Rufino, quiero tu permiso para visitar al centurión Marco Antonio y al hombre santo con el que comparte su celda.
—¿Por qué quieres hacer eso? —preguntó sorprendido—. Ya te lo permití una vez, ¿y qué sacamos en limpio?
—Conozco a Marco desde que éramos niños —dijo ella—. Para mí, es como un hermano.
—Sé que sientes compasión por él, pero tienes que entender que tengo las manos atadas. ¿Cómo puedo demostrar a mis súbditos que soy un gobernante justo si perdono a un condenado por el mero hecho de tratarse de un oficial romano o, peor, porque es amigo de la esposa del gobernador?
—Quizá pueda convencerlo para que se retracte —dijo Marcela.
—Ya lo intentaste y me parece que con poco éxito.
—Sí, pero ahora has condenado a Dimas a morir junto a él. Marco tiene que entender que Dimas está sacrificando su vida por él. ¡Menuda pérdida si murieran ambos! Si pudiera hacer que Marco se retractase ahora, Dimas quedaría desenmascarado como el charlatán que es, y demostrarías a tus súbditos el poder que tienes sobre este falso dios.
—Si accedo a tus deseos, ¿escribirás a tu padre pidiéndole que me recomiende para un puesto en Roma? —preguntó Rufino—. Y no una nimiedad superficial de una esposa obediente, sino una carta que solo una hija sabe cómo escribir cuando desea llegar al corazón de su padre.
Marcela asintió.
—Sí, te prometo que lo haré.
Rufino sonrió; después, se volvió hacia la puerta.
—¡Tuco!
—Sí, excelencia —dijo su sirviente principal, entrando majestuosamente en la sala.
—Comunica al
legatus
Casco que mi esposa está autorizada, sin limitaciones, a visitar al preso Marco Antonio.
—Muy bien —dijo Tuco con una inclinación, mientras salía de la sala.
—Gracias, Rufino —musitó Marcela con recato.
—Sabes que no vas a conseguir nada —le dijo Rufino—. Marco es testarudo. No cambiará su forma de pensar. Morirá por su falso mesías.
Como en la ocasión anterior, Marcela se vio obligada a llevar un pañuelo perfumado y acercárselo a la nariz para sobreponerse al fuerte hedor a heces y orina, llagas ulcerosas, comida podrida y cuerpos sin lavar que invadía la fría, húmeda y escasamente iluminada mazmorra.
Dos soldados la escoltaron a través de los atestados pasillos adoquinados que ya había visitado antes, llevándola esta vez a un corredor remoto que solo tenía una celda en la parte más alejada del ala derecha. Una sola antorcha humeante, colocada fuera de la celda, la bañaba en una tenue luz grisácea.