Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
—Lo siento, pero no puedo aceptarlo con la misma facilidad que tú. Pero, respondiendo a tu pregunta, sí, la ejecución se ha fijado ahora para el día en el que, supuestamente, Jesús resucitó de entre los muertos.
—No «supuestamente». El
ha
resucitado.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo han contado y yo lo creo —dijo Tamara, como si eso fuese una explicación suficiente—. Me parece algo especialmente cruel para soportarlo, ser crucificado en ese día.
—Lo sé —Marcela suspiró—. Por eso lo escogí.
— ¿Vos
lo escogisteis? —los ojos de Tamara estaban arrasados en lágrimas.
—Tamara, iban a morir mañana —dijo Marcela, viendo la decepción en la expresión de su sirvienta—. Tuve que buscar el modo de posponerla. En realidad, Dimas me pidió que buscara la forma de darle tiempo y eso fue lo único que se me ocurrió para convencer a mi esposo para que retrasara sus planes. Sabía que era algo a lo que no podría oponerse.
—Si, por supuesto, señora. Siento haber dudado de vos.
—Tamara, me han dicho que los creyentes ya no se reúnen en el Gimnasio Tirano.
—Cuando detuvieron a Dimas, cambiaron de sitio.
—¿Sabes dónde se reúnen ahora?
—Sí, señora Marcela. Lo sé.
—¿Podrías llevarme allí?
Tamara dudó.
—¿Esta noche? —añadió Marcela—. Tamara, para poder ayudaros a ti y a Marco, tienes que confiar en mí.
—Os llevaré —dijo Tamara.
El lugar de reunión estaba a las afueras de Éfeso, en una casa sin ventanas a la calle. La entrada estaba en la parte de atrás, una puerta con dos medias columnas adosadas, coronada por un frontón triangular. Un estrecho corredor de entrada conducía a un atrio cubierto por un tejado con sus cuatro aguas inclinadas hacia el interior. Una abertura central, llamada
compluvium
, permitía que el agua de lluvia cayera a un estanque decorado con mosaico o
impluvium
, que desaguaba a una cisterna inferior. En torno al atrio se agrupaban los dormitorios y, al final, se habría una gran sala de estar.
En esta sala de estar se celebraban los actos eclesiales. Ya estaban presentes alrededor de dos docenas de hombres y mujeres, hablando tranquilamente alrededor de un baño de mármol fijado en el suelo de piedra.
Cuando Marcela y Tamara entraron en la sala, una de las mujeres las miró y, reconociéndola, exclamó:
—Tú eres la mujer del gobernador Tácito.
—¿La mujer del gobernador? —preguntó un hombre alarmado.
—¿Ha venido a hacernos daño? —dijo otro, acercándose hacia las dos mujeres.
—¡Esperad, por favor! —dijo Marcela—. No pienso haceros ningún daño.
—Es mi señora —dijo rápidamente Tamara—. Yo respondo por ella.
—Está bien —dijo una voz y Marcela se volvió hacia el joven que se acercaba—. Si nuestra hermana Tamara responde por ti, eres bienvenida entre nosotros, señora.
Era el mismo hombre que las había saludado en el Gimnasio Tirano cuando fueron a ver a Dimas. Tenía unos treinta años, una barba muy cerrada, de color castaño, y unos ojos castaños que no conseguían suavizar la que parecía una sonrisa forzada. —Soy Gayo y presidiré la oración en ausencia de Dimas.
Cuando todos se acomodaron en las sillas que habían colocado alrededor del baño, Gayo comenzó contando el bautismo de Jesús. «Dicen que Jesús fue de Galilea al río Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizase. "Señor mío —replicó Juan—, ¿acudes Tú a mí? Si soy yo quien tengo que ser bautizado por ti".»Mientras hablaba, Gayo se acercó al baño y, arrodillándose al lado, metió la mano en el agua.
Déjalo ya, que así es como nos toca a nosotros cumplir todo lo que Dios quiera —respondió Jesús.
Así, Juan bautizó a Jesús y, cuando Jesús salía del agua, se abrió el cielo y vio al Espíritu Santo bajar como una paloma y posarse sobre El. Se oyó una voz del cielo: «Este es mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto».
Se oyó un suave suspiro de la concurrencia, como si les atemorizara que Dios hubiese hablado y que llamara «Hijo» a Jesús.
—Y ahora —dijo Gayo, alzando la mano y dejando que el agua fluyera a través de sus dedos—, invito a quienes aún no lo hayan hecho, para dar su alma al Señor, a que se bauticen en el nombre de Jesucristo y a recibir su sello para siempre.
Como llevada por una fuerza ajena a ella, una fuerza que estaba más allá de su comprensión, Marcela se vio acercándose al baño. Era como si flotara, sin moverse por propia voluntad, y, cuando Gayo y los demás se le acercaron con los brazos abiertos, se vio entrando en las aguas de un río en vez de en un baño ritual. Unas manos suaves la guiaron al agua en movimiento. No sintió que se mojara; solo era consciente de su cálido abrazo. Gayo le puso un brazo en el hombro y el otro sobre la cabeza. Su voz era apagada aunque sonaba como una música dulce cuando metió la cabeza bajo la superficie, para sacarla después.
—Marcela, yo te bautizo en el reino del Señor, en el nombre de Jesucristo.
Sintió profundamente en su corazón un extraño estremecimiento y después comenzó a llorar, suavemente al principio y después sollozando en voz alta, cuando Gayo y sus compañeros la tomaron por los brazos y la sacaron del agua.
Marcela pasó la hora siguiente sentada entre enhorabuenas en una sala adyacente. Llevaba una sencilla túnica blanca que le habían dado para que la llevara mientras se llevaban su ropa para tenderla. Había recuperado su compostura y sentía una extraña paz, aunque todavía no estaba segura de lo que había experimentado.
—¿Es cierto que has visto a Dimas en prisión? —le preguntó una mujer.
—Sí —respondió Marcela. Curiosamente, hasta ese momento, había olvidado por completo la razón por la que había acudido allí esa noche—. Sí, he hablado con él muchas veces y con Marco Antonio.
—¿Cómo lo están pasando?
Movió la cabeza.
—Es un mal lugar… un lugar muy malo para cualquiera, pero lo aprovechan al máximo. Al menos, ocupan la misma celda y pueden hablar libremente.
—Cuéntanos lo del cesto de higos —pidió Gayo.
—¿Los higos?, ¿lo sabéis?
Tamara, sentada a su lado, dijo, un poco nerviosa:
—Yo se lo conté, señora.
Marcela puso su mano sobre la de Tamara.
—Ahora, las dos estamos bautizadas, ¿no? —preguntó—. Aquí no soy tu señora; soy tu hermana. —Sí… Marcela —respondió Tamara con una sonrisa.
Marcela miró a los demás.
—Me alegro mucho de que mi hermana os contara lo de los higos y el cesto. Es cierto. Lo vi con mis propios ojos.
—Nos gustaría oír la historia de tus labios —insistió Gayo.
Entre gritos y exclamaciones de sobrecogimiento, Marcela volvió a contar cómo un cesto que solo contenía unos pocos higos sirvió para dar fruta a todos los presos y a todos los guardias. Al concluir la historia, comentó que Dimas había empezado a trabajar en un encargo que le había encomendado el apóstol Pablo.
—Iban a ejecutarlos mañana —explicó—, pero Dimas me pidió que consiguiese más tiempo para poder terminar su trabajo.
—¿Y pudiste conseguirlo? —preguntó Gayo.
—Sí, pero es solo un retraso. Convencí a mi marido de que retrasara la ejecución hasta el mismo día de la celebración de la resurrección de Jesús. Lo convencí de que una ejecución en ese día os desanimaría.
Un hombre suspiró.
—Sí, eso nos desanimará mucho.
—¿Cómo pudiste hacer tal cosa? —preguntó una mujer, con su rostro arrebatado de ira—. ¿Llegaste a sugerirle que crucificara a Dimas y a Marco en el mismo día que dedicamos a la gloria del triunfo del Señor sobre la muerte?
—Lo siento —dijo Marcela—. Era la única manera que se me ocurrió para persuadir a mi marido para que le otorgara a Dimas el tiempo que necesita.
La mujer empezó a protestar, pero Gayo levantó la mano.
—No debemos culpar a nuestra hermana por hacer lo que creyó correcto, y quizá ese sea el plan de Dios. ¿Qué mejor forma de ir a la gloria que en el día en el que el mismo Jesucristo venció la muerte?
—Y del mismo modo —dijo otro—. Clavados en cruz. ¡Glorioso!
Marcela miró sorprendida a los demás.
—¿Cómo podéis celebrar que den muerte a Dimas y a Marco?
—No celebramos sus muertes —dijo Gayo—, porque, en realidad, un día todos moriremos. Celebramos su vida eterna y que pronto estarán en el Paraíso.
—Bueno, no estoy preparada para que mueran —replicó Marcela—. Por eso, he ideado un plan.
—¿Un plan? ¿Qué plan? —preguntó Gayo.
—Uno muy sencillo. Tenéis que ayudarme a convencer a Marco y a Dimas de que nieguen públicamente a Jesús.
Se produjo una exclamación colectiva.
—No tienen que pensarlo —añadió rápidamente Marcela—. Una vez libres, pueden decir lo que quieran, pero primero tenemos que convencerlos de que vivan y, para ello, lo único que tienen que hacer es decir lo que pide Rufino. Las palabras no tienen porqué responder a la verdad.
Gayo frunció el ceño.
—No pueden hacer eso.
—Claro que pueden.
—No, no pueden. Marcela, tú acabas de ser bautizada en el nombre de Jesús. Sinceramente, ¿podrías levantarte ahora y declarar ante todos que Jesús es falso?
—Bueno, no, no por mi propia voluntad —admitió Marcela—, pero las palabras dichas bajo amenaza de muerte no tienen porqué ser ciertas y más tarde pueden negarse.
—Vivimos todos los días en peligro de muerte —dijo Gayo— y, aún así, todos y cada uno de los días tenemos que proclamar la verdad, aunque nos encontremos entre la espada y el abismo.
Los interrumpió una voz fuerte que anunciaba:
—Busco a Gayo de Éfeso. Me han dicho que puedo encontrarlo aquí.
La gente se hizo a un lado y pudo verse a un hombre alto, cubierto con una capucha, que permanecía en la puerta. Cuando el hombre echó hacia atrás la capucha, varias personas exclamaron al unísono: «¡Dimas!» ¿Cómo has conseguido salir? —gritó Marcela, poniéndose de pie de un salto y corriendo hacia el hombre, que movió la cabeza, confundido por su reacción.
Cuando Gayo se acercó, se detuvo a medio camino y declaró:
—Tú no eres Dimas bar-Dimas.
Marcela lo examinó más detenidamente y también se dio cuenta de que no era Dimas, aunque guardaba con él un gran parecido.
—Soy Tibro, el hermano de Dimas —dirigió su mirada de una persona a otra; sus ojos, tan verdes y desconcertantes como los de su hermano, se fijaron al final en Marcela.
Cuando ella correspondió a su penetrante mirada, experimentó una curiosa sensación, no muy distinta de la que había experimentado durante el bautismo. Estaba segura de que este hombre y ella ya se habían visto, quizá en un pasado distante. Sin embargo, en su fuero interno, sabía que no.
—Tibro, sí, ya. Tu hermano ha hablado con mucho cariño de ti —dijo Gayo, mientras tomaba el brazo del visitante como saludo—. Yo soy a quien buscas.
Tibro se volvió, dejando de mirar a Marcela, un poco desorientado cuando le dijo a Gayo:
—¿Mi hermano habla con cariño de mí? Me sorprende mucho, porque estamos en desacuerdo en casi todo.
Gayo sonrió.
—También nos lo ha dicho.
—Dimas me escribió a Jerusalén, diciendo que trataba de cambiar su vida por la de un soldado romano. ¿Es cierto?
Gayo asintió solemnemente.
—Sí, ha tratado de hacerlo.
—¿Tratado? No comprendo. Cuando entré, estabais planeando cómo liberarlo de la prisión.
—Trató de intercambiarse por el centurión Marco Antonio y el gobernador aceptó la oferta, pero luego se echó atrás. Ahora, tanto Dimas como el romano están sentenciados a muerte.
La expresión de Tibro se endureció.
—Al menos, el cerdo romano morirá.
—¡Oh, señor!, ¿cómo puede ser tan cruel? —dijo Tamara, mientras se abría paso entre la multitud.
Volviéndose hacia ella, Tibro dijo:
—No pareces romana.
—Soy efesia.
—Entonces, ¿por qué te preocupas por un romano, por un soldado romano, encima?
—Lo amo —declaró Tamara.
—¿Lo amas? —se burló Tibro—. Los soldados romanos no se casan con mujeres de países ocupados. Tú no eres más que una diversión.
—Eso no es cierto en el caso de Marco —insistió ella.
—¿Y por qué no? El es un soldado romano, ¿no?
—No es como los otros soldados —terció Gayo—. Ahora, es uno de nosotros. Ha aceptado a Jesús como Señor.
—Eso solo empeora la cosa —dijo Tibro—. Un romano que ha aceptado a un dios falso.
—Nosotros no creemos que Jesús sea un dios falso —replicó Gayo—. Y tampoco tu hermano.
—Dimas está loco —murmuró Tibro; después suspiró—. Pero el loco es mi hermano mayor, así que, si se puede hacer algo para salvarlo, quiero hacerlo.
—He hablado con él muchas veces —dijo Marcela, acercándose a Tibro—. He tratado de convencer a Dimas y a Marco de que renuncien a Jesús, aunque no lo piensen en su interior. Conque digan las palabras, creo que mi marido los liberará como testimonio de su misericordia.
Tibro miró desconcertado.
—¿Tu marido?
Ella sintió que flaqueaba bajo su mirada.
—Yo… yo soy Marcela, la esposa de Rufino Tácito, gobernador de Éfeso.
—¡Oh, por las barbas de los profetas!, tú no solo estás casada; ¿tú estás casada con el gobernador? —dijo él, y ella bajó la mirada. Miró incrédulo a la asamblea—. Sois cristianos, sois efesios, ¿y aún aceptáis entre vosotros a soldados romanos y —señaló a Marcela con un movimiento de la mano— incluso a la esposa del gobernador romano?
—Todos somos hermanos y hermanas en Cristo —proclamó Gayo.
Tibro se volvió a Marcela.
—Tú, una romana, ¿has aceptado a Jesús?
—Sí —respondió Marcela decididamente, mirando atrás.
—Bueno, tendré que acostumbrarme a eso —replicó, acariciándose la barbilla—. Pero, cuando llegué aquí, oí tu plan para salvar a mi hermano y te puedo asegurar que no funcionará. En ninguna circunstancia renunciará a Jesús. Yo soy judío, no apruebo esta religión vuestra, pero sé que Dimas es un hombre de honor que moriría antes de traicionar sus convicciones.
—Tiene que haber una forma de convencerlo —replicó Marcela.
—Tú dices que has aceptado a Jesús. Si estuvieses en el lugar de mi hermano, ¿renunciarías a tu Dios?
—No, no lo haría.
—¿Aunque eso significara tu muerte?
—Aún así —declaró Marcela. Cuando miró a los ojos a Tibro, creyó ver un indicio de aprobación. Le extrañó, dado que no compartía su fe.