El manuscrito Masada (22 page)

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Authors: Robert Vaughan Paul Block

Tags: #Intriga, Religión, Aventuras

BOOK: El manuscrito Masada
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—Entonces, no puedes esperar que Dimas o ese centurión romano lo hagan, ¿no es así?

—No, no puedo —dijo Marcela, resignada—. Así que todo está perdido.

—Quizá no —Tibro se volvió a Gayo y a los otros—. Quizá, con el permiso de esta buena señora, me permitáis sugerir un plan de acción propio.

Capítulo 23

C
uando Marcela regresó a casa esa noche, estaba casi mareada por las emociones vividas. Acababa de entregar su alma a Jesús, pero, ¿qué significaba exactamente eso? Nunca había pensado mucho sobre religión, porque ninguno de los muchos dioses y religiones romanos le habían causado mucha impresión. Cuando llegó a Éfeso, había coqueteado con el culto a Diana, pero, al final, no terminó de llenarla. ¿Por qué, entonces, la habían conmovido tanto los cristianos como para aceptar ser bautizada en su nueva fe?

Ella conocía la razón. La firme fortaleza de Dimas y Marco y el afecto y la aceptación de Gayo y los demás del grupo la convencieron de que esta no era una falsa enseñanza, sino el verdadero camino hacia el único Dios verdadero.

Aunque estaba rebosante de emociones, no tuvo dudas acerca de lo que había hecho. Ahora creía que su conversión al cristianismo era el acontecimiento más significativo y conmovedor de su vida.

Pero también estaba Tibro y no podía comprender ni explicar el tumulto de sensaciones que experimentaba cuando pensaba en él. Se encontró rememorando cada palabra que había dicho en la reunión. ¿A qué se había referido cuando dijo que no solo estaba casada, sino que estaba casada con el gobernador?

No
solo
casada.

Era como si le decepcionara el hecho de que perteneciera a otro hombre. ¿Por qué le habría impactado una cosa así?

Aunque se hacía la pregunta, conocía la respuesta. El había reaccionado ante ella del mismo modo que ella había reaccionado ante él.

Tenía que confesar que había algo en el joven bar-Dimas que la perturbaba en gran medida. Sabía que sentía una especie de atracción hacia su hermano mayor, pero esa atracción estaba motivada por las palabras y el espíritu del hombre santo. Casi desde el día en que vio por primera vez a Dimas, lo había considerado un maestro, un guía, tan piadoso como inaccesible.

Tibro era diferente. Emanaba de él el mismo espíritu fogoso, pero en un sentido terrenal. Y cuando ella miraba en sus profundos ojos verdes, no veía a un maestro, sino a un hombre, un hombre que sostenía su mirada con una fuerza y una pasión desconcertantes.

Cuando pensaba en Tibro, su cuerpo se conmovía y percibía una sensación de hormigueo en la piel. Era una mujer casada, pero nunca había sentido antes algo parecido.

Cuando Marcela entró en la antesala de su esposo, todas las sensaciones que había estado experimentando desaparecieron instantáneamente. Cuando vio a Rufino Tácito sentado en su sillón, estudiando el retrato casi terminado que había encargado, sintió un escalofrío, casi una sensación de repugnancia.

—¿Qué te parece? —dijo él al verla. Señaló con impaciencia la pintura—. ¿No es magnífica esta imagen mía? ¿No capta mi misma esencia?

Marcela forzó una sonrisa mientras se acercaba a la pintura. El artista había sido especialmente amable. Además de añadir la corona de laurel, la túnica púrpura y la espada con empuñadura dorada, también había conseguido que Rufino tuviese un aspecto mucho mejor, aunque arreglándoselas para conservar suficientes rasgos de su aspecto real para que pareciese él mismo. En el retrato, Rufino aparecía adornado por un estómago plano, anchos hombros y miembros bien proporcionados. Había desaparecido un bulto de su nariz, le faltaba el feo lunar de la barbilla y sus ojos, que tenían la tendencia a vagar en direcciones diferentes, aparecían fijos y con mirada dura.

—¡Qué hábil es el artista! —exclamó Marcela sinceramente.

Rufino siguió admirando la pintura.

—Es maravilloso que un artista, tan lejos de Roma, sea capaz de retratarme con tal precisión.

—El parecido es verdaderamente… —buscaba la palabra adecuada—. Es verdaderamente increíble.

El gobernador sonrió como un crío atolondrado.

—Sí, estoy encantado.

Escogiendo sus palabras con sumo cuidado, Marcela dijo con voz suave:

—Esposo, ¿sigue planeada la ejecución para el día santo de los cristianos?

La expresión de Rufino se ensombreció.

—No has perdido tu determinación, ¿eh? Todo está planeado, tal como propusiste. La misma mañana en que ellos celebran la llamada resurrección de su Jesús, colgaré en la cruz a Marco Antonio y a ese hombre santo cristiano. ¿No habrás cambiado de parecer?

—No, estoy completamente de acuerdo —mintió, luchando contra la repugnancia que sentía—. Pero, Rufino, yo… yo no quiero estar aquí.

—¿Qué?

—Cuando crucifiques a Marco, no quiero estar aquí.

—Por supuesto que estarás. Después de todo, fue idea tuya. ¿O estabas mintiendo cuando dijiste que ya no te preocupaba lo que le ocurriera a ese perro traidor?

Marcela se acercó a su sillón.

—Lo que yo dije sobre Marco no cambia para nada el hecho de que hayamos sido amigos. No creo que pueda soportar asistir a…

—¡Bah! Eres una sentimental —censuró Rufino. Y moviendo el dedo en su dirección—. Créeme, no cabe el sentimentalismo en personas como nosotros. Tienes que entenderlo, Marcela, tú y yo hemos nacido en la clase dirigente.

Arrodillándose ante su esposo, Marcela puso una mano en su rodilla.

—Yo también estoy asustada.

—¿Asustada, querida? —dijo con mucha más compasión de la que había mostrado durante mucho tiempo—. ¿De qué?

—Supón que la muchedumbre se descontrola. Supón que se desata un motín. Si se vuelve contra nosotros, podrían matarnos.

—No hay razón para asustarse —dijo él, dando unas palmaditas en su mano—. Estaremos bien protegidos por nuestros soldados.

—Lo sé, y estoy segura de que podrían protegernos. De todos modos, sería una experiencia terrorífica. Y… y hay algo más.

—¿Qué?

—Mis padres. Son ancianos, están achacosos y hace mucho tiempo que no los veo. Me sentiría muy mal si les ocurriera algo antes de poder verlos de nuevo.

—Cuando estás destinado en una tierra extranjera, siempre existe esa posibilidad —dijo Rufino.

—Sí, lo sé, esposo mío —Marcela miró el retrato y después sonrió—. Tengo una idea —levantándose, se acercó al cuadro—. Hiciste que pintaran esto como un regalo para mi padre. Suponte que lo llevo conmigo y se lo entrego en mano; le diré cuánto mejor sería que regresáramos a Roma. Una carta podría rechazarla, pero, ¿a si propia hija?

Rufino asintió, suavemente al principio y después con creciente convicción.

—Sí, eso podría ser lo que lo ganara. Muy bien, Marcela, verás cumplido tu deseo. Pondré a tu disposición un barco que zarpe en la mañana de la fiesta. Mientras aquí se lleva a cabo la crucifixión, tú estarás en el mar, camino de Roma, para entregar mi regalo a tu padre y las noticias sobre cómo he tratado a estos fanáticos religiosos.

—Señora —dijo Tamara, moviendo suavemente a Marcela, que dormía en su cama.

Al abrir los ojos, Marcela trató de fijar la vista en la sombra que la luna proyectaba en la pared, la filigrana de un cerezo corneliano que estaba delante de la ventana de su dormitorio.

—¿Qué… qué hora es? —preguntó aturdida.

—Amanecerá pronto, señora. Llega el día de la resurrección de nuestro Señor.

Marcela retiró la ropa de cama y puso los pies en el suelo, se sentó y miró a su alrededor en la oscura habitación.

—¿El resto de la casa duerme todavía?

—Sí.

Asintiendo con la cabeza, Marcela se levantó.

—Ayúdame a vestirme.

Las dos mujeres recorrieron rápidamente la Vía Cuertes; sus sandalias pisaban suavemente el frío pavimento. De vez en cuando se veía el resplandor de una vela en la ventana de alguna persona madrugadora, pero, en la mayor parte del trayecto, la única iluminación era el resplandor plateado de la luna.

Hasta el edificio gris que albergaba la prisión romana solo había un paseo de cinco minutos. Marcela tiró de la cadena de la campana y unos momentos después se abría la pesada puerta y el comandante de la guardia las miró detenidamente.

—Señora —dijo sorprendido el soldado—. ¿Qué os trae por aquí a esta hora de la mañana?

—Los presos van a ser ejecutados hoy, ¿no es así?

—Así es.

Marcela señaló a Tamara.

—Mi sirvienta estaba prometida al centurión Marco Antonio y la he traído para que le dé un último adiós.

—No sé —dijo el comandante, acariciándose la corta barba y mirando alternativamente a una y a otra—. No me parece un momento muy adecuado para una cosa así.

—Más tarde será demasiado tarde, ¿no cree?

—Pero, a esta hora… ¿No sería mejor que volvieran antes de que se ejecute la sentencia?

—Eso no es posible, porque mi criada y yo zarpamos para Roma con la marea de la mañana. Y tampoco es necesario porque tengo permiso de acceso sin limitaciones a los presos —le recordó Marcela—. Pero, si quiere que mande llamar a mi marido para que venga conmigo… bueno, debo advertirle que el gobernador Tácito puede estar muy irritable cuando lo despiertan a mitad de la noche.

—No, no, desde luego que no —dijo el comandante, retirándose de la puerta para franquearles el paso—. Tenéis razón, tengo orden de permitiros acceder a todas partes y no hay limitación con respecto a ninguna hora del día.

Parecía muy compungido cuando añadió:

—Por favor, excuse mi imperdonable comportamiento. Me ha sorprendido…

—No tiene porqué disculparse —lo tranquilizó Marcela mientras traspasaba el umbral hacia el interior escasamente iluminado— Solo estaba cumpliendo con su deber.

El soldado atravesó rápidamente la estancia.

—Permítame coger un farol y las conduciré hasta la celda.

—Le hablaré a mi esposo de su amabilidad —le dijo Marcela. Cuando el comandante volvió, ella misma cogió el farol y dijo—: Ha sido usted muy amable, pero conozco muy bien el camino. Me gustaría que Tamara disfrutara de un momento en privado con su prometido.

Momentos después, Marcela conducía a Tamara a través de los corredores de la prisión. Cuando se acercaban a la celda ocupada por Marco y Dimas, Marcela levantó el farol delante de ella; al fondo de la celda se vislumbraban dos cuerpos hechos un ovillo encima de una especie de esterilla de hierba que les servía de cama. Marcela lo llamó en voz baja:

—Marco, ¿estás ahí?

Uno de los presos se movió, sentándose a continuación, mirando hacia la brillante luz que se veía a través de los barrotes de la puerta.

—Aquí estoy, señora —dijo Marco mientras se levantaba y se acercaba a la luz. Después, al reconocer a la acompañante de Marcela, su rostro se iluminó de alegría y gritó—: ¡Tamara! —Corrió hacia la puerta de la celda y cogió las manos de la joven a través de los barrotes.

Marcela solo les dejó un momento mientras miraba nerviosa el oscuro corredor. Después, susurró:

—¡Vamos!, despierta a Dimas. No hay tiempo que perder.

Capítulo 24

R
ufino Tácito estaba de pie ante una ventana abierta, mirando la muchedumbre creciente que se estaba reuniendo en el patio del palacio.

—Legatus
Casco, ¿qué hace la gente?

—Gobernador, la mayoría han venido para disfrutar del espectáculo, aunque hay quienes rezan por la liberación de su hombre santo y del centurión romano.

Rufino tomó un sorbo de vino y siguió estudiando la muchedumbre mientras preguntaba:

—¿Qué opinan nuestros soldados acerca de la crucifixión de uno de los suyos?

—A algunos no les gusta, excelencia, porque creen que, al crucificar a un ciudadano de Roma, se viola la ley romana.

Rufino se dio la vuelta y lanzó una mirada fulminante al hombre de cabellos plateados, el comandante de la legión.

—Por sus palabras y acciones, Marco Antonio ha renunciado a sus derechos como ciudadano romano.

—Sin embargo, los soldados creen que debería recibir un castigo más rápido.

—¿Todos los soldados?

—No, no todos.

—Si la muchedumbre se levantara, ¿podemos contar con ellos para que nos protejan? —preguntó el gobernador con cierta preocupación.

—Todos mis hombres son leales. Harán lo que ordenéis.

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