Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
—Sí, es muy raro —convino Mazar—. Yo también me lo he preguntado.
—Me están dando la razón —declaró el investigador más joven—. Tenemos un manuscrito que mezcla el griego y el hebreo y lleva un símbolo que no se encuentra hasta la Edad Media —Vilnai señaló con un dedo el pecho de Preston—. Eso es lo que dijo sin rodeos su experto del Vaticano —negó enfáticamente con la cabeza—. Aunque no digo que esto sea una falsificación moderna, no veo cómo pueda tratarse de un documento auténtico del siglo
I
. De la Edad Media, de un poco más tarde quizá, recopilado por una organización que tenía sus propios planes pero carecía de la gran cantidad de conocimientos que tenemos hoy día acerca de la literatura del siglo
I
.
—Creo que se está precipitando —dijo Mazar.
—¿Creo… o supongo? —replicó Vilnai.
—Admito que el símbolo me preocupa, pero el padre Flannery puede aportarnos pruebas que lo retrotraigan a los primeros días del cristianismo. Y está dibujado con lo que parece una tinta diferente, por lo que existe la posibilidad de que el manuscrito sea auténtico y que el símbolo lo añadieran en una época posterior.
—¿Y
qué decimos sobre el hebreo y el griego? —insistió Vilnai—. No vemos tal cosa en los manuscritos auténticos del siglo
I
.
—No creo que sea tan raro —replicó Mazar—. No olvidemos que Dimas era judío y muchos estudiosos creen que su padre fue un zelote. Quizá se esté dirigiendo tanto a los gentiles como a los judíos. ¿Por qué no incluir el hebreo para hacer determinadas observaciones?
—Daniel, no puede autenticar un documento utilizando como criterio algo que no está demostrado —pontificó Vilnai—. Dice usted que Dimas era judío, como si supiésemos sin lugar a dudas que existió. No hay evidencia histórica real del Dimas de Galilea padre. Solo lo conocemos como uno de los ladrones que estaban en las cruces. Su nombre nos llega solo a través de una leyenda y, en cuanto a Dimas bar-Dimas, solo tenemos la palabra del manuscrito y no se puede utilizar para validarlo sin algún tipo de corroboración.
—Yuri, el manuscrito existe y el autor da su nombre como Dimas bar-Dimas —dijo Mazar—. Aunque no podamos defender la autenticidad de las afirmaciones hechas en este documento, no creo que podamos negar el hecho de que existe y de que su autor fue un tal Dimas bar-Dimas.
—Creo que hizo una argumentación similar con respecto al osario de Santiago, ¿no? —preguntó Vilnai con evidente mordacidad.
Preston vio que los labios de Mazar temblaban, pero el viejo estudioso no dijo nada como respuesta. En cambio, se volvió a trabajar en su ordenador.
—Perdóneme, amigo —dijo Vilnai, situándose al lado de Mazar—. No quería ofenderlo con esa observación inoportuna. Solo quiero pedir precaución al examinar este documento, ciertamente fascinante.
—No hay nada que perdonar, Yuri —replicó Mazar—. Solo se puede progresar mediante extrapolaciones audaces. La validación solo puede conseguirse mediante el cuestionamiento. Aportamos lo que debemos.
Vilnai rio nervioso y le dio a Mazar unas palmaditas en la espalda.
—Bien dicho, Daniel. Bien dicho.
Preston observó la sonrisa incómoda que intercambiaron los dos hombres. Era obvio que, aunque los estudiosos compartían cierta medida de respeto mutuo, no compartían mucho más.
D
urante la hora siguiente, Sarah Arad estuvo trabajando en el ordenador que estaba a la izquierda del de Preston, mientras los dos profesores universitarios israelíes estaban sentados ante sus propios terminales en el otro extremo de la mesa. Sarah pasó la mayor parte del tiempo viendo imágenes de distintas porciones del manuscrito, comparando en paralelo diferentes secciones, buscando algún indicio de que la caligrafía fuese obra de más de una persona. Más difícil todavía era determinar si los caracteres griegos y los hebreos eran obra de la misma mano. Mientras iba trabajando, fue convenciéndose cada vez más de que la persona que había escrito las palabras era también la autora de las mismas. Aunque fuera difícil demostrarlo, había indicios de que se trataba de una copia de primera o segunda generación del autor y no una transcripción de una obra escrita con anterioridad.
Su ensoñación casi silenciosa fue interrumpida por un suspiro audible de Preston. Parecía que estaba sumido en una profunda reflexión y ella no quiso molestarlo pero, cuando suspiró por segunda vez, le preguntó: —¿Algo va mal?
—No lo sé —señaló la imagen del manuscrito que tenía en su monitor—. Aquí hay algo extraño.
Sarah sonrió.
—Desenterramos en el emplazamiento judío de Masada un evangelio de dos mil años, presuntamente escrito por el hijo del Buen Ladrón, que murió en la cruz al lado de Jesús, ¿tú dices que hay
algo
extraño? Si me lo preguntas, todo el asunto sobrepasa lo extrañísimo.
—Bueno, sí, es cierto —dijo con un principio de sonrisa—, pero me refiero, en concreto, a cómo están diseminadas por todo el manuscrito tantas palabras y expresiones hebreas.
—No me parece tan extraño —dijo ella—. No es igual que ahora. En Israel, casi todo el mundo habla inglés y hebreo. Muchos hablan también yidis y en una sola frase te encuentras a menudo las tres lenguas.
—Sí, eso lo entiendo. Alguna palabra de una segunda lengua se adapta mejor que el idioma que estoy utilizando, como la palabra «chutzpah». Te sorprendería la cantidad de veces que aparece en conversaciones entre norteamericanos, pero esto es diferente.
—¿En qué sentido?
—Bueno, por una parte, el autor utiliza una palabra griega para nombrar algo; después, tres oraciones más adelante, utiliza la palabra hebrea para referirse a lo mismo. Lo raro es la aparente aleatoriedad con la que emplea las palabras.
—¿Crees que resta validez al documento? —preguntó ella.
—No, yo no iría tan lejos, pero me parece muy interesante.
El sonido del teléfono interrumpió su conversación y se oyó por el receptor la voz cortada del investigador más joven:
—Aquí Yuri Vilnai.
Preston escuchó un momento y dijo:
—Ahora mismo va —colgó el teléfono y le dijo a Sarah—: Alguien quiere verte en recepción.
—¿Te han dicho quién?
—La policía.
Encogiéndose de hombros, evitó las preguntas de Preston y se encaminó al vestíbulo, donde encontró a dos hombres que la esperaban en el mostrador de seguridad. Iban de paisano, pero su porte revelaba su identidad con tanta claridad como si fuesen de uniforme.
—¿Sarah Arad? —preguntó el más bajo cuando se acercaba. Era mayor que su compañero y, con su traje arrugado y su expresión demacrada, parecía que hubiese estado merodeando alrededor del edificio unas cuantas veces más.
—Sí. ¿Puedo hacer algo por ustedes?
—Soy el agente especial Alan Steinberg; este es el agente especial Bruce Gelb.
Sostenía el retrovisor roto de su coche. Estaba un tanto destrozado, con la cubierta protectora de plástico deformada por el intenso calor. Sin duda, lo habían encontrado entre los restos del Mercedes.
—¿Esto es suyo? —preguntó Steinberg.
—Claro —replicó—. Sin duda, ya lo han cotejado con el exterior de mi Mini Cooper.
—Entonces, ¿admite haber estado implicada en un accidente esta mañana?
Sarah suspiró.
—Estoy segura de que ustedes no son agentes especiales del Departamento de Tráfico.
—No somos de Tráfico —dijo Steinberg bruscamente—. Hay testigos que dicen que parecía que los dos hombres del coche que chocó con el camión iban persiguiendo un Mini Cooper verde claro.
—Verde seda —replicó Sarah—. Y ese color se abandonó tras el primer año de producción, por lo que debe de haber muy pocos en Jerusalén.
—E incluso menos que hayan perdido recientemente su retrovisor lateral —indicó el presentado como Gelb, con un tono mucho más indulgente que el de su compañero.
—Sí, estuve en el escenario del accidente.
—¿Y la estaban persiguiendo? —preguntó Gelb.
—Esa sensación daban.
—¿Sabe por qué?
Sarah se encogió de hombros.
—No tengo ni idea.
—Sin duda, señorita Arad…
—Señora Arad —corrigió ella.
—Sin duda, señora Arad, tiene que tener alguna idea. Si no, ¿cómo pudo siquiera darse cuenta de que la estaban siguiendo?
—Los vi por el retrovisor. No sé, tenían un no sé qué sospechoso. Hice unos cuantos giros y ellos hicieron lo mismo. Me detuve y ellos se pararon; después hice un giro en U y aceleré y ellos me siguieron.
—¿Por qué no llamó a la policía? —intervino Steinberg—. Una simple llamada podría haber evitado un accidente fatal… y poner en peligro a todos aquellos transeúntes.
—Es bastante difícil utilizar un teléfono móvil mientras te persiguen por callejones, como para llamar a la policía. Lo hice en cuanto pude.
—Después del choque —Steinberg echó un vistazo a sus notas—. Así que
fue
usted quien hizo la primera llamada informando del accidente —volvió a mirarla; sus ojos se achicaban—. Pero no dijo su nombre.
Ella señaló su abultado bloc de notas.
—Seguro que ya saben de mí más que el color de mi coche. ¿O tengo que mostrarles mi identificación de seguridad?
Steinberg dio unos golpecitos en el bloc con su bolígrafo. Cuando habló, su tono dejó traslucir su desprecio por los demás organismos de las fuerzas de seguridad, sobre todo cuando se inmiscuían en su jurisdicción.
—Sí, sabemos dónde trabaja.
Sarah dirigió sus comentarios al compañero de Steinberg, que le parecía más amable.
—Entonces, seguro que comprenden por qué no quería que apareciera mi nombre en un informe policial… o, peor aún, en las noticias locales. Hasta que sepamos más sobre estos hombres, es mejor que esto se quede en un accidente de tráfico, el resultado de una juerga a gran velocidad.
—Quizá si hubiera trabajado con nosotros desde el principio —dijo Gelb en tono conciliador—, nos hubiésemos acercado más a algunas de esas respuestas.
—Si se ponen en contacto con mi departamento, verán que he pedido a la YAMAM
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que les preste cuanta ayuda puedan necesitar, pero tengo buenas razones, algunas ciertamente personales, para mantenerme a distancia.
—¿Personales…? —presionó Gelb con cautela.
—¿Han oído hablar de Saúl y Nadia Nishar?
—Por supuesto —contestó—. Fueron asesinados por terroristas hace unos años en Masada.
—Eran mis padres —dijo ella sin rodeos.
—No lo sabía. Lo siento —Gelb dudó un momento y añadió—: ¿Arad? ¿Sarah Arad? Sí, ya recuerdo. Su marido era el comandante Ariel Arad. Lo mataron en un control, ¿no?
—Preguntó, y ella asintió—. Comprendo que se tomara tantas precauciones con respecto al… incidente de hoy.
—Gracias —la expresión de Sarah se suavizó—. Y, para complicar las cosas, me han destinado recientemente a la misma excavación de Masada en la que murieron mis padres. Aunque probablemente no haya relación entre el ataque terrorista y el Mercedes, tenemos que confirmarlo mediante nuestras propias investigaciones —se volvió a Steinberg y le dijo en tono un tanto mordaz—: Y esas investigaciones exceden con mucho el ámbito de la policía.
Steinberg iba a responder, pero Gelb lo cortó.
—Parece que, en este caso, tenemos intereses comunes. No hay razón por la que no podamos silenciar su nombre en nuestro informe, por ahora. ¿Está bien? —miró a su compañero mayor, que asintió a regañadientes—. A cambio, le agradeceríamos que nos facilitara cualquier información que consiga sobre estos hombres que la perseguían.
—Entonces, ¿no los han identificado?
—Los documentos que pudieran llevar quedaron destruidos en el incendio —explicó Gelb—. Y ellos estaban tan achicharrados que es poco probable que podamos compararlos con fotografías de los comandos conocidos. Hay registros de ADN y dentales, pero, si nadie cuenta con un informe de personas desaparecidas, no tendremos nada con que compararlos.
—A menos que ya contemos con un expediente —indicó Sarah.
—¿Prisión? —preguntó Gelb y ella asintió—. Sí, cotejaremos la base de datos de ADN. ¿Pudo verlos bien?
Se encontraba alejándose cuando negó con la cabeza y replicó:
—No, me temo que no.
Aunque, técnicamente, no era una mentira, porque no los había visto bien, confiaba en que podría identificar por lo menos al conductor, pero quería hacerlo en su propio departamento y no con la policía.
—¿Podría, quizá, mirar algunas fotos en la comisaría? —preguntó Gelb—. Puede que alguna persona le resulte conocida. Cualquier cosa serviría.
—Claro, pero, ¿podemos esperar hasta…?
—Hoy mismo, más tarde —le cortó él, sin darle ocasión a sugerir un momento demasiado alejado en el futuro. Le entregó su tarjeta—. Llámeme al móvil y yo la recibiré en la comisaría.
—De acuerdo —dijo ella, mirando la tarjeta.
—Y si recuerda algo más o si ocurre algo sospechoso, llámeme, por favor.
—Lo haré. Y gracias por preocuparse tanto. —Sarah sonrió a Gelb; después, hizo una somera inclinación de cabeza a Steinberg y se dirigió al pasillo.
El agente especial Bruce Gelb esperó hasta que Sarah Arad desapareció al final del corredor; después, le dio una palmadita en el hombro a su compañero.
—Vámonos, Al.
—Estabas muy afectuoso con ella —le dijo Steinberg con una sonrisita mientras abandonaban el edificio de la universidad.