Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
—Este hombre, este Jesús, ha sido traído ante mi tribunal —comenzó Pilato—, acusado de blasfemar contra la religión judía, lo que no pertenece a mi jurisdicción, y de incitar a la nación a la revuelta y a aceptar su reinado, lo que, en su mayor parte, sí pertenece. Pero yo mismo lo he interrogado y no encuentro culpa en él.
—¡Déjalo marchar! —gritó Dimas bar-Dimas.
Varias personas de la multitud dirigieron su mirada hacia él, frunciendo el ceño en clara desaprobación.
—¡Cállate! —dijo Tibro, agarrando el hombro de su hermano—. No debemos llamar la atención.
Dimas negó con la cabeza, respirando profundamente para calmar sus emociones.
—Herodes Antipas también lo ha interrogado y no lo ha encontrado culpable, por lo que me lo ha devuelto —continuó Pilato—. En consecuencia, esta será mi sentencia: no ha hecho nada que merezca la pena de muerte.
—¡Crucifícalo! —gritó alguien—. ¡Mátalo! —gritaron otros de la multitud.
—¿Por qué piden su sangre? —preguntó Dimas, sorprendido por la virulencia que apreciaba a su alrededor.
El prefecto levantó sus pálidas manos, pidiendo silencio.
—Lo castigaré y después lo dejaré libre.
—¡No! —dijo un coro de voces.
—¡Debe morir!
—¡Mátalo!
—¡Crucifícalo!
Los gritos llenaron el patio y los muros de la fortaleza devolvieron el eco.
De nuevo, Pilato levantó las manos. Cuando la muchedumbre se calló lo suficiente para hacerse oír, continuó:
—En honor a la celebración de vuestra fiesta, pondré en libertad a un preso. ¿A quién queréis que libere? —hizo un gesto a los soldados que estaban tras él y ellos sacaron a otros tres hombres, poniéndolos al lado de Jesús.
—¡Allí está! —dijo Tibro, moviendo la cabeza en dirección a su padre, que estaba en el extremo derecho—. Esta es nuestra oportunidad —puso las manos alrededor de la boca y gritó—: ¡Dimas! ¡Queremos a Dimas de Galilea!
Volviéndose a su hermano, le ordenó:
—¡Grita! ¡Grita el nombre de nuestro padre lo más alto que puedas!
El hermano mayor dudó, queriendo proclamar a todos los reunidos que estaban a punto de condenar al hombre que tenía el poder para salvar a toda Judea, a toda la humanidad, pero fue como si oyera al Rabí diciéndole que incluso este momento había sido escrito en el libro de Dios, que ahora debía ponerse el manto de hijo y honrar al padre que lo confirmaba. Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, se oyó gritar, inseguro al principio y después con creciente convicción:
—¡Dimas! ¡Danos a Dimas!
—¡Dimas! —clamó Tibro a su lado, dando unas palmadas en la espalda a su hermano y volviéndose después a quienes más cerca estaban de ellos—. Por favor, ¡ayudadnos a pedir la libertad de Dimas!
Algunos más se sumaron a los gritos, pero, desde otra parte del patio, comenzaron a decir el nombre del más conocido Barrabás. La petición se transformó en canto, seguido por cada vez más gente, hasta que atrajo a quienes habían estado gritando los nombres de otros presos.
—¡Dimas! —siguieron chillando los hermanos, quedando enterradas sus voces por el clamor a favor de Barrabás.
Una vez más, Poncio Pilato elevó las manos pidiendo silencio y compostura.
—¿A quién queréis que suelte, a Barrabás el zelote o a Jesús el Mesías?
—¿El Mesías? ¡El no es el Mesías!
—¡Barrabás! —gritó la muchedumbre—. ¡Danos a Barrabás!
—Mendigos insaciables —dijo Pilato para sí. Volviéndose a un sirviente, que traía una gran jofaina de plata, Pilato metió las manos en el agua perfumada, como si el hecho de lavarse limpiara cualquier relación con la liberación de un conocido criminal y con la muerte de un hombre inocente.
A sabiendas de que, ahora, cualquier intento de liberar a su padre era inútil, Tibro y Dimas fueron retirándose a través de la multitud. Al salir del patio, todavía pudieron oír las voces estridentes que pedían la crucifixión de Jesús.
—Seguro que no lo conocen —dijo Dimas, con los hombros hundidos, mientras seguía a su hermano por la calle—. No han estado con él; no lo han oído hablar. Si lo hubieran oído, no pedirían su sangre.
—Me das asco —le recriminó Tibro cuando se pararon y se volvió hacia su hermano mayor—. Nuestro propio padre va a ser crucificado y tú condenas la suerte de este falso mesías.
—No es falso.
—Entonces, ¿quién es?
Dimas dudó un momento; después, dijo con convicción:
—El Hijo de Dios.
Tibro levantó la mano, con la palma hacia adelante, como para marcar distancias entre ellos.
—No puedo escuchar tal herejía —declaró—. Apártate de mí. Tú no eres mi hermano.
Volviéndose, se marchó.
—¡Tibro, espera! —lo llamó Dimas, acercándose a él.
—¡No! —Tibro, con desprecio, le hizo un gesto de despedida—. ¡No te conozco!
D
imas bar-Dimas anduvo vagando sin rumbo por las calles, pensando en el atroz giro de los acontecimientos. Ayer había llegado a Jerusalén en un peregrinaje gozoso para celebrar la Pascua. Había esperado, con profundo placer, postrarse en el piso de piedra del gran templo. Había hecho un amigo durante el viaje y, en la noche pasada, Dimas había disfrutado con la visita a Jesús, el hombre a quien creía Hijo de Dios.
Pero una noche más tarde, insomne, Dimas se hallaba solo en las abarrotadas calles, cansado, desmoralizado, hambriento, habiéndolo abandonado airado su hermano, en unas horas, quizá minutos, su padre estaría en una cruz y su maestro esperando una suerte demasiado horrible para comprenderla.
—¡Dimas, hermano mío! —gritó una voz.
Volviéndose, Dimas vio un rostro oscuro, sonriente, entre las multitudes que habían inundado las calles a la salida del pretorio.
—¡Simón! —contestó.
Simón de Cirene atravesó la muchedumbre hasta llegar al lado de Dimas y los dos hombres se agarraron los antebrazos en señal de saludo.
—¿Viste a tu padre? —preguntó Simón.
—No. Lo intentamos toda la noche, pero sin éxito.
—Lo siento de veras.
—Simón, ¿te has enterado? Van a crucificar a Jesús.
—Sí, pero no lo entiendo. ¿Por qué tu pueblo mata a uno de sus propios hombres santos?
—No todos lo creen santo —replicó Dimas.
—Entonces es que no lo han visto como nosotros.
Los interrumpieron los gritos de un soldado romano.
—¡Abran paso! ¡Abran paso! —ordenaba. Otros dos soldados lo seguían de manera que el trío armado formaba una cuña que separaba la multitud.
—¿Qué ocurre? —preguntó Simón.
—Deben de estar trasladando a los presos —de repente, Dimas se dio cuenta de que esta podía ser la última oportunidad de hablar con su padre—. Simón, tenemos que acercarnos.
—No te separes de mí.
Empujando con toda la fuerza de sus musculosos brazos, Simón avanzó, abriendo una senda hasta que estuvieron en primera fila, mientras la muchedumbre se alineaba a ambos lados de la calle.
Dos soldados a caballo abrían la procesión; montados uno al lado del otro, bajaban por la calle pavimentada, presionando a los espectadores contra los edificios y empujándolos hacia los callejones para dejar más libre el camino.
—¡Atrás! ¡Atrás! —ordenaban los soldados, fustigando ocasionalmente a la gente con sus látigos.
Tras los jinetes, iban seis soldados a pie, con coraza y casco, seguidos por los tres condenados. Jesús iba el primero, apenas capaz de llevar el pesado e incómodo madero que formaría los brazos de la cruz. Sobre su cabeza, habían hincado una burda corona de espinas, que le atravesaba la carne y le llenaba de sangre la cara. Alrededor del cuello, colgaba un rótulo en el que se leía: «Rey de los judíos». Un vestido hecho jirones revelaba su torso atravesado por laceraciones sanguinolentas y sus piernas temblando de fatiga. Incluso quienes más habían vociferado pidiendo su crucifixión retrocedían con lástima y muchos empezaban a llorar.
Gestas era el siguiente. Incluso ahora, su mirada era airada y desafiante; llevaba su madero con facilidad, porque a él no lo habían golpeado. Era raro que los romanos golpearan a un condenado a muerte, lo que le confirmaba a Dimas que el prefecto había tratado de castigar a Jesús, en vez de ejecutarlo.
Tras Gestas iba Dimas de Galilea. Aunque era tan fuerte como su compañero zelote, Dimas no tenía el mismo aspecto desafiante. En cambio, su expresión era de resignación mientras caminaba lenta y pesadamente por la calle, llevando su madero a la espalda.
—¡Padre! —gritó el joven Dimas mientras trataba de acercarse más.
Cuando el condenado oyó la voz de su hijo, su cara se iluminó. Buscó por entre la muchedumbre que llenaba la calle y, cuando vio a su hijo mayor, sonrió.
—¡Hijo mío! —gritó feliz—. ¡Qué contento estoy de que Dios me haya dado la oportunidad de verte una vez más!
—Tibro y yo tratamos de verte por la noche —le dijo bar— Dimas—. No nos dejaron.
—Sentí vuestra presencia —le aseguró su padre. Señaló con la cabeza a Jesús, delante de él—. ¿No es el hombre del que nos hablabas, el que tú llamas Mesías?
—Él
es
el Mesías, el Hijo de Dios —declaró sin dudarlo el joven.
—Lo siento por él. Si han de crucificarte, no está bien que te peguen.
—¿Cómo estás, padre? ¿Tu fe es fuerte?
—Dios está conmigo.
—Confía también en Jesús —le instó bar-Dimas —. Dios no abandonará a su propio hijo y tampoco su hijo te abandonará a ti.
Inmediatamente delante, Gestas miró hacia atrás y se mofó riéndose:
—¿Es el Hijo de Dios? Míralo. El hombre que se llama nuestro rey apenas puede andar.
Cerca, Simón estaba atrapado en el drama que se estaba desarrollando en la calle entre la Torre Antonia y el Gòlgota, que un día se conocería como la Vía Dolorosa. Era consciente del patetismo de Dimas bar-Dimas manteniendo la conversación final con su padre, pero Simón era igualmente consciente del sufrimiento de Jesús y avanzó algo más por la calle para mantenerse a la altura del Rabí. Jesús le había hablado al ver a su nuevo amigo y, en realidad, Simón había estado siguiendo a Dimas toda la noche y durante el día, con la única pretensión de encontrarse accidentalmente y estar un rato con él. Pero Jesús también había prometido que él y Simón irían siempre juntos y esta parecía la última oportunidad de hacerlo.
De repente, Jesús se tambaleó y se cayó hacia adelante. Se dio un fuerte golpe con el suelo, incapaz de detener su caída porque llevaba atadas las manos al madero. Este se deslizó y cayó hacia adelante haciendo un ruido sonoro.
—¡Levántate! —exigía el soldado romano, metiendo prisa a Jesús y golpeándolo en el costado—. ¡Muévete!
Simón salió de entre la muchedumbre. Levantó el madero y lo puso sobre su hombro, cogiendo también a Jesús con su mano libre. Cuando Jesús se agarró y volvió a ponerse en pie, Simón le miró el rostro, surcado por hilos de sangre que corrían desde las heridas causadas por la corona de espinas. Después, sin pensarlo, Simón cortó un trozo amplio de tela del dobladillo de su túnica y lo utilizó para enjugar parte de la sangre.
Simón sintió la mirada de Jesús en lo más profundo de su alma. Una vez, cuando Simón era un niño, se había caído de un árbol y le falló la respiración. Fue un momento de pánico, tirado en el suelo, incapaz de aspirar algo de aire, preguntándose si volvería a respirar. Ahora tenía la misma sensación, una mareante pérdida de aliento y la disociación de la realidad. Durante un instante, imaginó que estaba mirando las edades por venir, viendo cosas que solo podía comprender en abstracto, maravillosas ciudades y campos de pena, banquetes y hambrunas, guerra y paz, triunfo, tragedia.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó uno de los soldados romanos, amenazando a Simón con su látigo levantado. Hizo una señal al hombre negro de que devolviera el pesado madero, pero después dudó, mirando inseguro los ojos de Jesús. Al final, el soldado movió la cabeza, como para aclararse, y le hizo un gesto a Simón para que siguiera con lo que estaba haciendo—. ¡Venga! ¡Muévete! —gruñó, sacudiendo el látigo para indicar que no dudaría de usarlo.
Cuando Simón siguió avanzando al lado de Jesús, supo que, con independencia de lo que ocurriera aquel día, su vida había cambiado para siempre.
* * *
Pasaban unos minutos de mediodía y el sol, alto y caliente, brillaba en las hojas de los árboles de un olivar cercano. Los tres condenados colgaban de sus cruces en el Gólgota, frente a la ciudad santa de Jerusalén. La mayor parte de la muchedumbre había desaparecido, una vez finalizado el espectáculo de atarlos y clavarlos en los travesaños e izarlos para colocarlos sobre los postes. Ahora, ya no había nada que ver, excepto los momentos finales de la agonía de la muerte por asfixia. Y como, una vez colgados, perdían la fuerza tan rápidamente, había demasiado pocos sonidos o espectáculo para mantener el interés del público.
No obstante, se quedaron unos cuantos: los curiosos morbosos, los amigos y las familias de los condenados. Pero los seguidores de Jesús eran muy pocos, temerosos la mayoría de ellos de que los arrestasen los romanos o de que los matara la multitud si los reconocían como miembros de su círculo íntimo.
Algunos detractores y escépticos se quedaron cerca y uno de ellos le gritó a Jesús, que estaba en la cruz central:
—Si eres el Hijo de Dios, ¡baja de la cruz!
—Dicen que ayudaste a otros, ¿no puedes ayudarte a ti mismo? —gritó otro.