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Authors: Robert Vaughan Paul Block

Tags: #Intriga, Religión, Aventuras

El manuscrito Masada (4 page)

BOOK: El manuscrito Masada
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Relato de Dimas bar-Dimas

Escrito de propia mano en el año 30

desde la Muerte y Resurrección de Cristo
,

puesto por escrito en la ciudad de Roma por mandato

de Pablo el Apóstol por un servidor y testigo.

Yo, Dimas, hijo de Dimas de Galilea y mensajero de Jesucristo, por voluntad de Dios Padre y enviado por el Espíritu Santo, pongo aquí por escrito un testimonio para los creyentes y quienes pudieren llegar a creer, según Su voluntad.

El testimonio que yo he dado de todo lo que Jesús hizo y enseñó antes de su Crucifixión por sentencia de Poncio Pilato, prefecto romano de Judea, es de la palabra a mí transmitida por boca de los santos Apóstoles, pero de su Crucifixión doy yo testimonio directo y de lo que a ella siguió hasta que El ascendió a los Cielos, a la derecha del Padre Todopoderoso.

Estas son las cosas que los creyentes confiesan que son ciertas: que un niño nació de María de Nazaret, en cuyo seno el Señor mismo, por la fuerza del Espíritu Santo, encomendó al Hijo que fuere Rey del Reino de los Cielos prometido; que el hijo de María, esposa de José, de la Casa de David, sin mancha de pecado y Madre del Señor, fue anunciado por los profetas de Israel como el Salvador y signo de Dios entre nosotros, el pueblo de Su alianza; que Su nombre fue Jesús…

Michael Flannery sintió que la cabeza le daba vueltas. Consiguió apoyarse en la mesa sobre la que estaba el manuscrito.

—Padre, ¿se encuentra bien? —preguntó Sarah Arad, acercándose rápidamente a él.

—Sí —respiró profundamente un par de veces—. Sí, estoy bien —miró a Preston, después a Mazar y a los demás—. ¿Esto es… esto es auténtico?

—Creemos que lo es —le aseguró Preston.

—Por supuesto, no queremos arriesgarnos aún —señaló Vilnai—. Todos sabemos lo que ocurrió con el llamado osario de Santiago.

—Sí, no queremos otro error como aquel —dijo Mazar, casi en un susurro, apretando la boca.

Flannery se percató del intercambio de miradas entre los dos hombres y recordó que Daniel Mazar había autenticado el osario como el ataúd de Santiago, el hermano de Jesús, solo para contemplar cómo ponía en tela de juicio y refutaba después su autenticación su joven colega Yuri Vilnai. El incidente no solo fue un mal trago para Mazar, sino que también estuvo a punto de acabar con su carrera.

—Hasta ahora, toda la evidencia apunta a la autenticidad del documento —dijo Preston.

—Si esto es cierto, sabes lo que significa, ¿no? —dijo Flannery, respirando aún con dificultad a causa los pensamientos acerca de lo que tenía delante—. Esto podría ser la única palabra escrita por alguien que vio realmente al Cristo vivo.

—Puede ser el documento Q —declaró Preston.

Todos los presentes conocían muy bien los rumores acerca del llamado «documento Q», un teórico evangelio del que no había fuentes históricas directas ni indirectas. Su existencia había sido postulada por unos teólogos que descubrieron que se podía reconstruir mejor el desarrollo del Nuevo Testamento si se asumía la existencia de una fuente escrita que hubiesen utilizado en sus escritos los autores de los tres Evangelios sinópticos: Mateo, Marcos y Lucas. El nombre se derivaba de la palabra alemana que significa «fuente»:
Quelle.

—Lo que nos lleva a la razón por la que estás aquí —continuó Preston—, por lo que todos, incluido el rabí Itzik, estuvieron de acuerdo cuando sugerí que te consultáramos —puso una mano en el brazo de su amigo—. Sé que es demasiado pronto para decir nada, pero, ¿qué te dice tu instinto? ¿Hemos encontrado el documento Q?

—¿No sería un tanto increíble? —dijo el sacerdote entre dientes.

Flannery dejó que su imaginación lo pensara, lo deseara, esperara contra toda esperanza. Este descubrimiento tenía algo notable, más allá de su extraordinaria inmediatez, algo que lo emocionaba profunda y espiritualmente. No había sentido algo así desde que era un joven seminarista a punto de iniciar los estudios que le darían la preparación necesaria para el sacerdocio, para ser ministro del mismo evangelio que estaban comentando de manera tan despreocupada y académica.

Mientras meditaba en lo que podría ser el mayor descubrimiento en muchos siglos, Flannery examinaba los caracteres griegos que habían plasmado con tanto cuidado y cariño en el papiro, maldiciéndose por haber sido tan mal estudiante de griego. Se movió hacia la izquierda, donde el autor había firmado el manuscrito al principio del mismo, y empezó a releer su relato.

—Dimas bar-Dimas … el hijo de Dimas de Galilea. ¿Crees realmente que podría ser…? —movió la cabeza, entre asombrado e incrédulo.

—El Buen Ladrón —dijo Preston, completando la reflexión de su amigo—. Sí, si el documento es auténtico.

—Aparentemente, lo es —señaló el profesor Mazar—. Más adelante, en el documento, describe la muerte de su padre en la cruz, a la derecha de Jesús.

—Si esto es auténtico —dijo Flannery—, sería el único caso documentado del nombre del Buen Ladrón, porque a nosotros nos ha llegado solo a modo de leyenda, sin el respaldo de ningún relato evangélico.

A Flannery le costaba entender lo que estaba viendo y oyendo. ¿Era posible que esto fuese verdaderamente un evangelio escrito por un cristiano converso cuyo padre fuese uno de los dos presos judíos que compartieron la suerte de Jesús en el Gólgota? Sin embargo, cuando Flannery se estaba permitiendo pensar que era posible, permitiéndose creer, vio al lado del nombre de Dimas un símbolo que no se diferenciaba mucho del
anj
egipcio, pero mucho más elaborado. Eso lo devolvió a la realidad y le hizo dar un grito sofocado.

—También nos dimos cuenta de eso —dijo Preston cuando se percató de lo que estaba mirando Flannery—. No hemos sido capaces de identificarlo todavía. ¿Tienes alguna idea?

Flannery se apartó del manuscrito, moviendo la cabeza.

—Dudo seriamente que sea Q o incluso un documento auténtico del siglo
I
. No si ese símbolo lo dibujó la misma mano que el resto del manuscrito.

—¿Qué quieres decir?

—Eso es la Via Dei, o una representación muy aproximada —replicó Flannery.

—¿Via Dei?, ¿el camino de Dios? —dijo Preston—. Nunca lo había visto antes.

—Es raro verlo y nunca en un documento tan antiguo como parece ser este.

—Nunca había oído hablar de Via Dei —Preston se volvió hacia los profesores Mazar y Vilnai, que se encogieron de hombros, dando a entender que tampoco ellos conocían la expresión.

—Es cristiano, aunque no bien conocido —explicó Flannery.

—¿Y por qué pone en tela de juicio la autenticidad del manuscrito? —preguntó su amigo.

—La Via Dei es de un período muy posterior, la Edad Media, como mínimo; sin duda, no del siglo
I
.

—¿Estás seguro?

Ahora fue Flannery quien se encogió de hombros.

—Pero sé dónde puedo asegurarme.

—¿Dónde?

—En el Vaticano.

A pesar del silencio que saludó su observación, Flannery vio la desaprobación en sus ojos e incluso un punto importante de hostilidad en el rabí Itzik. La misma presencia en la sala de un representante de Roma era, sin lugar a dudas, un motivo de controversia y una muestra del poder de persuasión de Preston Lewkis. Para convencer a estos eruditos, teólogos y funcionarios gubernamentales israelíes de traer a una persona del Vaticano, Flannery había aceptado no revelar nada de lo que descubriera al público ni a la Iglesia. Ahora, estaba sugiriendo que se arriesgaran a abrir esa ancha puerta.

Flannery sonrió a Daniel Mazar, que dirigía el equipo, pero después se volvió hacia el rabino, que retenía gran parte del poder y dijo, en el tono más tranquilizador que pudo emplear: «Por supuesto, cualquier indagación sería llevada con el máximo secreto. Nadie en Roma tiene por qué conocer mi objetivo».

Cuando el rabino no puso objeciones, limitándose a bajar la cabeza, Flannery supo que le permitirían seguir adelante.

Preston Lewkis tuvo la sensación de que había prevalecido la opinión de su amigo y anunció: «Bien, si vas a regresar a Roma, tenemos muchas cosas que revisar aún».

—Muéstrele la otra —terció el profesor Mazar, volviéndose hacia el manuscrito—. La otra… ¿cómo la llama?… Via Dei.

—¿Otro símbolo? —preguntó Flannery, eclipsadas sus dudas sobre la autenticidad del manuscrito por la intriga del misterio de su origen.

—Sí, aquí mismo.

El profesor tocó el vidrio más o menos hacia la mitad de la porción visible del manuscrito. Allí, entre dos palabras griegas, había una versión más pequeña del símbolo de la Via Dei. Flannery se dio cuenta de que la tinta era un poco más débil que la de las palabras que la rodeaban y la comparó con la otra, percatándose de que el símbolo mayor también parecía dibujado con una tinta diferente de la del resto del documento.

Volvió a fijarse en el menor y trató de leer el texto que lo rodeaba.

—¿Qué dice aquí? —preguntó, señalando las palabras que estaban a ambos lados del símbolo de la Via Dei.

—Es un nombre —Mazar señaló la palabra que estaba a un lado del símbolo—: Simón —después, la del otro lado— Cireneo.

Flannery movió la cabeza incrédulo.

—¿Simón de Cirene?, ¿el mismo que…? —sus palabras se apagaron, como si no pudiera decir en voz alta lo que estaba pensando.

El silencio cayó sobre la sala cuando el rabí Itzik se adelantó. Cerrando los ojos, el rabino levantó la mano izquierda y recitó de memoria un pasaje del evangelio cristiano de Marcos:

«Y comenzaron a hacerle el saludo: " ¡Salud, rey de los judíos!" Le golpeaban la cabeza con una caña y le escupían, y, arrodillándose, le rendían homenaje. Terminada la burla, le quitaron la púrpura, le pusieron su ropa y lo sacaron para crucificarlo.

»Pasaba por allí de vuelta del campo un tal Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, y lo forzaron a llevar la cruz. Condujeron a Jesús al Gólgota…»

Capítulo 4

E
l viaje de Simón desde Cirene le había llevado varias semanas, con los caminos atestados de peregrinos que iban a Jerusalén. El habría pospuesto su visita hasta después de la Pascua, pero había oído que los soldados romanos que estaban en Judea andaban buscando a otros proveedores de aceite de oliva y había decidido estar allí antes de que cerraran los contratos.

Por la tarde, se detuvo a descansar a la sombra de una gran higuera, en una pequeña hondonada al lado del camino. Pensaba estar allí unos minutos solamente, pero la hierba estaba blanda y la sombra, fresca, y acabó durmiéndose.

Las voces estridentes de sus hijos, Alejandro y Rufo, interrumpieron unas agradables imágenes de barcos, agua azul y hermosas mujeres. En el sueño, todavía eran niños y discutían por un imaginado desprecio. Como sus gritos aumentaban de volumen, Simón miró a su alrededor para ver de dónde venían, pero era como si una niebla hubiese descendido sobre sus ojos, atravesada solo por una voz desconocida que gritaba: «¡Escapan, ladrones!»Sus hijos eran traviesos, pero no malos. Sin embargo, estaba seguro de que los acusaban a ellos.

Simón hizo un gran esfuerzo para descubrir si era Alejandro o Rufo quien decía, en un tono bajo y amenazador: «La bolsa o la vida».

¿Rufo?
, se preguntó a sí mismo Simón, ya no tan seguro de que las voces del sueño pertenecieran a sus hijos ni de que todavía estuviera dormido. Tratando de despertarse, se elevó sobre un codo, desorientado en la oscuridad y desconcertado al descubrir que su corto descanso había durado hasta después de la puesta de sol.

—No tiene sentido que luches —continuó el hombre—. Somos tres y tú estás solo.

—Si queréis mi dinero, vais a tener que quitármelo —fue su respuesta.

Ahora, completamente despierto, Simón se dio cuenta de que en el camino estaban perpetrando un robo, justo encima. Agarrando el bastón, trepó por el terraplén y vio, silueteados a la luz de la luna, a tres hombres que abordaban a otro. Cuando dos de los ladrones trataban de agarrar a su presa, Simón avanzó rápidamente y, antes de que pudiera reaccionar ninguno, blandió su bastón contra el más próximo, dejándolo inconsciente en el suelo. Con el bastón en ristre, saltó al lado de la víctima, enfrentándose después a los dos ladrones restantes.

—Ahora vosotros sois dos y nosotros también —bufó; su piel negra brillaba a la luz gris azulada.

Los ladrones, a sabiendas de que ya no tenían la ventaja, se llevaron a rastras por los pies a su camarada y huyeron.

—¡Corred, corred! —les gritó quien había estado a punto de ser su víctima—. No solo sois ladrones, sino también cobardes.

—¿Le han hecho daño? —le preguntó Simón cuando se quedaron solos.

—No, y tengo que darle las gracias por ello. Soy Dimas bar-Dimas —el extranjero dijo su nombre en hebreo y no en arameo, la lengua común que habían estado utilizando.

—Dimas, el hijo de Dimas —repitió Simón en arameo. Miró al hombre. Era difícil verlo con claridad a la luz de la luna, pero supuso que Dimas tendría poco más de veinte años, unos años menos que Simón. Dimas tenía una barba recortada de color castaño y ojos grandes y llamativos, aunque Simón no pudo determinar el color, y su expresión era abierta y cálida—. Supongo que eres judío. ¿De peregrinación, quizá?

Dimas asintió.

—Y yo supongo que no eres peregrino ni judío —hizo un gesto, aludiendo al color de la piel de Simón.

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