Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
Lo que probablemente explique mi sueño,
comprendió asintiendo con la cabeza
. Vero, ¿qué tiene que ver Masada conmigo?
Flannery trató de eliminar de sus pensamientos las preguntas que le habían estado consumiendo desde que recibió el mensaje. Sabía que pronto tendrían respuesta. Mejor utilizar el resto del vuelo para recuperar algo del sueño perdido durante el torbellino de los preparativos para este viaje.
Guardó el fax en el bolsillo de la americana, bajó el parasol de la ventanilla y cerró los ojos. Para acallar el revoltijo de pensamientos, rezó para sí la oración del Señor, resonando lentamente los tonos latinos en su mente casi como un mantra meditativo.
La segunda vez, tomó conciencia de un débil brillo, como si el sol se estuviera elevando en la distancia. Llenó y lentamente suplantó la oscuridad de su visión interior, destacando el inhóspito paisaje, las ruinas de piedra que poblaban sus alrededores. Un destello de movimiento llamó su atención y vio dos figuras, un hombre y una mujer alejándose de él cogidos del brazo, enmarcados por una luz creciente. Después, el susurro de un suspiro… ¿el viento o una voz?, se preguntó.
«Cielo o Infierno… ahora es cosa de Dios», repitió la mujer, mirando por encima de su hombro como si dirigiese sus palabras al sacerdote que observaba a distancia.
El hombre dijo unas palabras que Flannery no pudo entender; después, la pareja se abrazó y comenzó a entonar una oración hebrea. Dieron unos pasos más, después se desvanecieron en la explosión de luz cuando el sol se levantó en el horizonte.
Flannery permaneció quieto, pero sentía que su cuerpo avanzaba hacia donde habían estado. Se encontró al borde de un precipicio, mirando un valle desértico a cientos de metros más abajo. El sol brillaba aún más y los rayos de luz le atravesaban la cabeza, la garganta y el corazón. No había ni rastro del hombre y la mujer… solo la abrasadora luz blanca. Y el grito de miles de voces vibrando en él cuando continuó su elegía
Kadish
:
Su gran nombre sea bendito por siempre jamás.
Su gran nombre sea bendito por siempre jamás.
E
l piloto bajó la palanca del colectivo
[2]
y el helicóptero Bell Jet Ranger comenzó su descenso, con las palas del rotor haciendo el típico y fuerte ruido pop-pop en su movimiento de cavitación a través de la propia estela de su rotor. Inclinándose a través de la portezuela abierta, Preston Lewis dirigió la mirada a la tierra de color marrón amarillento.
—Esto es —dijo, volviendo la cabeza hacia Michael Flannery, que estaba sentado en el centro del helicóptero, lo más lejos posible de las portezuelas abiertas.
Flannery, evidentemente incómodo por el viaje en helicóptero, asintió con los labios apretados.
—Hace dos años, mediante imágenes obtenidas por satélite, encontraron un muro enterrado —gritó Preston, superando el ruido—. Están muy seguros de que esto forma parte de una sección del fuerte hasta ahora desconocida.
—¿La antigua fortaleza judía? —preguntó Flannery.
—Sí.
Preston miró fijamente la fortaleza que fuera abandonada por los Zelotes unos años antes de la resistencia final contra los romanos y el suicidio en masa en el año 73 de la era cristiana. Había sido construida sobre una meseta situada a unos 450 m sobre el nivel del Mar Muerto. La cumbre tenía forma romboidal, alargada de norte a sur y aislada por las profundas gargantas que la rodean por todas partes.
Cuando se descubrió el muro de la fortaleza, la administración israelí de antigüedades, la
Israeli Antiquities Authority
, emprendió una investigación exhaustiva, patrocinada en gran medida por la Universidad Brandéis, en la que Preston era profesor. Lo habían llamado para que formara parte del equipo de campo, reclamado específicamente por Daniel Mazar, un estudioso de antigüedades de la Universidad Hebrea y uno de los miembros principales del equipo israelí de investigación.
Mazar era una especie de mentor de Preston, que había cursado unas prácticas en la Universidad Hebrea durante su último curso de carrera en la Universidad Washington en San Luis. Había sido una experiencia fascinante y gratificante, trabajando con el venerado erudito sobre los Manuscritos del Mar Muerto. De hecho, después de graduarse, Preston había pasado otro año completo en las excavaciones del Qumrán.
Desde entonces, Mazar y él eran amigos y habían publicado en colaboración:
Arqueología litúrgica: Lecciones aprendidas en Qumrán
. El
New York Times
había dicho del libro: «Un examen legible y completo de la apocalíptica de los manuscritos del Qumrán. Los profesores Mazar y Lewkis tienen un notable sentido de la proporción; este libro, un auténtico tesoro, no solo será muy útil en cursos sobre los Manuscritos del Mar Muerto, sino también en los que versen sobre el judaísmo del Segundo Templo, la apocalíptica y el Nuevo Testamento».
Para Preston, este proyecto era el trabajo de ensueño que solo podía surgir una vez en la vida. A sus treinta y seis años, con la mayor parte de su carrera docente e investigadora de campo por delante y sin mujer ni hijos, todavía no había tocado techo. Quizá más adelante tuviera reservada una dirección de departamento o una cátedra prestigiosa.
Preston sacó una gorra de béisbol de los Cardinals de San Luis, recuerdo de su ciudad natal, y se la ajustó sobre su pelo castaño claro cuando el helicóptero aterrizó en medio de un remolino de arena que se disipó rápidamente cuando el piloto puso el ángulo de paso a cero y apagó el motor. Desabrochándose el cinturón de seguridad, Preston descendió, agachándose un poco, aunque no fuese estrictamente necesario, para escapar rápidamente del torbellino de las palas en movimiento. Agitó la mano, dando las gracias al piloto y esperó a Michael Flannery, que acababa de salir del helicóptero y parecía que se tambaleaba un poco al volver a tierra firme.
El sacerdote era alto, con la estructura delgada de un corredor, un hombre atlético de unos cuarenta y tantos años, que parecía poco acostumbrado a estar tan inseguro sobre sus pies. Se inclinó bastante más de lo necesario para protegerse la cabeza, aplastando con una mano su espeso cabello castaño oscuro, como si fuese una gorra a punto de volar a causa de las palas del helicóptero.
Cuando Flannery llegó a su lado, Preston le indicó con un gesto una zona abierta cercana a las ruinas del antiguo fuerte, donde se había practicado una excavación poco profunda de nueve metros de ancho.
—Antes de examinar nuestro hallazgo en el laboratorio, quería que vieses dónde encontramos esto. El lugar hace que todo sea más increíble.
—Todavía no me has dicho qué es
esto
—dijo Flannery, en un tono de indisimulada frustración por el continuado secretismo de Preston.
—Paciencia, Michael, paciencia. Todo a su debido tiempo. Quiero que entres en contacto con todo esto igual que nosotros, para que sientas el mismo impacto, en la medida de lo posible. Y podría servir para que nos ayudases a llegar al fondo de esto.
—¿Otra vez
esto
? —Flannery esbozó una sonrisa forzada—. Bueno, no me gusta quedarme en tinieblas, pero tendré que verlo —se rió entre dientes— como si tuviera otra opción.
Se acercaron a la excavación, donde una docena más o menos de hombres y mujeres jóvenes con monos estaban trabajando en ella bajo la supervisión de dos hombres con pinta de expertos, enfundados en batas blancas de laboratorio. En varios lugares alrededor del sitio, se mantenían alertas centinelas del Ejército de Israel.
—Como puedes ver, se sigue trabajando en la excavación —dijo Preston.
—¿Es aquí donde mataron a los Yishar… hace cuánto, tres años?
—Cerca —Preston movió la cabeza hacia la izquierda—. Su equipo estaba excavando unas construcciones en el extremo noroeste de las ruinas.
Flannery miró fijamente dentro de la excavación.
—Creía que todo el trabajo en Masada se había detenido tras el ataque.
—Sí, durante un año casi. Y con las crecientes tensiones en Cisjordania, el gobierno no estaba por la labor de comprometer a más soldados aquí, pero las cosas cambiaron con los hallazgos del satélite y cuando salió a la luz nueva información sobre los terroristas que…
Lo interrumpió la llegada de una oficial israelí. La mujer, de unos veintitantos años, treinta como máximo —conjeturó Preston—, era desconcertantemente atractiva, con pómulos elevados, tez aceitunada, ojos marrón oscuro y pelo negro cubierto por una boina militar. Su reacción le hizo sentir a Preston cierto bochorno, dado que su compañero era un clérigo católico. Pero se relajó al mirar a Flannery y ver que el sacerdote estaba igualmente afectado, aunque quizá por la incongruencia de esa belleza enfundada en un uniforme caqui y unas pesadas botas negras, acentuada por una Uzi al hombre derecho, con el cañón apuntando hacia abajo.
—Soy la teniente Sarah Arad —dijo la oficial con elegancia, en inglés, prescindiendo del saludo—. ¿Es usted el Dr. Preston Lewkis?
—Sí —respondió, sacando su tarjeta de identidad con foto de la
Antiquities Authority.
Preston había visitado el lugar muchas veces y daba la sensación de que, en cada ocasión, había un nuevo oficial responsable de la seguridad, tan fastidiado con este cometido como el anterior. Por la expresión de esta teniente, supuso que ella no sería diferente.
—¿Y
este es el padre Michael Flannery? —preguntó, volviéndose hacia el clérigo, que asintió y le presentó la placa de seguridad que Preston le había dado en el helicóptero—. Me dijeron que venía, padre Flannery —dudó y después preguntó— ¿Es el tratamiento correcto?
—Sí, por supuesto —replicó él con una sonrisa.
—Si usted va delante, teniente Arad —dijo Preston, consciente del protocolo de seguridad del lugar—. Me gustaría enseñarle al padre Flannery dónde se hizo el descubrimiento.
—Por aquí —la teniente señaló una zanja larga y estrecha, cuya base descendía gradualmente hasta una profundidad de unos seis metros bajo el suelo de la excavación, donde acababa en una abertura en el muro.
—¿Han encontrado algo nuevo? —preguntó él.
La oficial negó con la cabeza.
—Fragmentos de algunas tinajas rotas, pero nada más. Si en algún momento hubo algo en alguna de esas otras tinajas, ahora no queda nada.
—¿Vamos? —dijo Preston, indicándole a su amigo que siguiera adelante cuando la teniente comenzó a bajar por la pendiente.
* * *
Michael Flannery se inclinó al pasar a través de la abertura del muro de piedra en forma de arco. Hacía mucho tiempo que la puerta que había estado allí había desaparecido, pero se apreciaban unas huellas claras de los lugares en los que las bisagras habían estado encajadas en el marco de piedra. Al entrar en la cámara que estaba tras ella, parpadeó ante el brillo de un trípode de luces. Cuando se acostumbraron sus ojos, se encontró en una estancia de unos tres metros de ancho por seis de largo, con el suelo de tierra compactada y las paredes de bloques de piedra muy bien encajados. El techo, unos centímetros por encima de su cabeza, era una maravilla de construcción, formado por largas losas de piedra que atravesaban la sala en toda su anchura. El trípode de luces estaba montado en un hoyo poco profundo de unos dos metros de diámetro que habían excavado en el suelo.
Al pasar al interior de la cámara, Flannery contuvo el aliento y sonrió. Una fragancia característica, húmeda pero no desagradable, que ya había experimentado antes, atravesaba la fresca sequedad. Era el aroma de los tiempos, el producto de una burbuja de aire independiente del entorno que había permanecido inmutable durante unos dos mil años.
—Aquí es donde Azra lo encontró —dijo Preston Lewkis, interrumpiendo su ensoñación.
—¿Azra?
Su amigo le indicó el fondo de la sala y, por primera vez, Flannery se dio cuenta de que, antes de que entrasen, ya había allí una persona, oculta por el brillo de las luces.
Después de oír su nombre, la mujer se acercó y Preston dijo:
—Esta es Azra Haddad. Ha estado con el equipo de excavación desde que comenzó.
Azra era una mujer madura, aunque todavía con aspecto joven, de edad indeterminada, con un cutis que podría describirse como curado o seco, más que arrugado. Llevaba un pañuelo de cabeza de una tela a cuadros que sugería que podría ser palestina, haciendo que su presencia allí fuese un tanto sorpresiva debida al asalto mortal de la excavación Yishar. No obstante, fueron sus ojos, cálidos y oscuros, los que llamaron la atención de Flannery. Sintió una extraña familiaridad y creyó ver un reconocimiento mutuo cuando ella se volvió a mirarlo. Estaba seguro de que nunca se habían encontrado antes e iba a preguntarle si eso era posible cuando Preston rompió el silencio.
—Azra, cuéntale el hallazgo al padre Flannery.
Con una recatada sonrisa, avanzó unos pasos y se arrodilló al borde del hoyo. Indicó un sitio casi exactamente en el centro.
—Fue allí donde desenterramos la urna —dijo en un acento que combinaba su herencia árabe con un toque de nobleza británica. Evidentemente, era una persona muy educada, posiblemente en una universidad británica.
Flannery se acercó y examinó el hoyo. Había señales de palas, pero nada notable que indicara un gran hallazgo.
—¿Una urna, dice? —preguntó—. ¿Y fue usted quien la descubrió?