Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
—Ella se dio cuenta de una sutil irregularidad en la superficie del suelo —intervino Preston—. Como si lo hubiesen removido, ¿no es así, Azra? —sin esperar respuesta, continuó—. Muy bien, ya has visto dónde lo encontramos. Ahora, ¿qué te parece si volvemos a Jerusalén, comemos y te registras en el hotel? Después, lo primero que haremos por la mañana será ir al laboratorio y podrás ver lo que había dentro de la urna.
—¿No podemos ir a verlo ahora?
—Tú ya has trabajado con la Autoridad Israelí de Antigüedades. Ya sabes cómo son —dijo Preston—. Insisten en que su gente esté presente cuando la examinemos y, por el tiempo que nos llevaría trasladarnos, llegaríamos demasiado tarde.
Flannery, resignado, se encogió de hombros.
—Muy bien, como quieras.
—Vamos entonces —Preston hizo un gesto a la teniente Arad para que los condujera de nuevo al helicóptero.
Cuando Flannery los seguía desde la cámara, se detuvo para volver a mirar el lugar del descubrimiento que, según le había prometido Preston Lewkis, cambiaría fundamentalmente la forma de percibir el mundo. Azra Haddad todavía estaba arrodillada en el suelo, con los ojos cerrados, como si estuviese en oración. De repente, la escena cambió y vio a un hombre y a una mujer enterrando algo en un hoyo recién excavado, interrumpidos por las oraciones y los gritos de los moribundos. Sacudió la cabeza para aclarar la visión que había experimentado por primera vez mientras dormitaba en el avión.
Sueños, imaginaciones estúpidas
, musitó. De algún modo, había reunido acontecimientos diversos: la promesa de Preston de antigüedades desenterradas, el trágico ataque terrorista en Masada tres años antes, cuando Saúl y Nadia Yishar y su equipo de arqueólogos habían sido brutalmente asesinados por terroristas palestinos.
Cuando Flannery comenzó a darse la vuelta, la mujer llamada Azra lo miró. No cruzaron palabra, sin embargo, él estaba seguro de que era su voz la que había oído susurrar:
Al fin nos encontramos otra vez.
Flannery atravesó la puerta hacia la fuerte luz de la tarde. Se volvió a mirar las ruinas una vez más, pero ya no vio a Azra. De nuevo, la mujer se había desvanecido, regresando a las sombras tras el globo de luz que latía en el corazón de la cámara.
A
la mañana siguiente, el sacerdote católico y el profesor de la Universidad Brandéis mostraban su tarjeta de identificación a cuatro soldados israelíes armados, en el vestíbulo de un edificio anodino, deliberadamente carente de identificación alguna, en el campus de la Universidad Hebrea, a las afueras de Jerusalén. Uno de los soldados comprobó sus nombres en una lista y después les hizo una seña para que pasaran al corredor.
Michael Flannery seguía a su amigo y le preguntó:
—¿Esto son las Catacumbas? —había oído hablar de una instalación secreta, segura, conocida por ese nombre, en la que la Universidad llevaba a cabo sus investigaciones más delicadas desde el punto de vista político.
—Exactamente —reconoció Preston.
—¿Pero las Catacumbas no están en una base militar?
Su amigo le dirigió una sonrisa conspirativa.
—Se ha construido un laboratorio en una de las bases, pero esa instalación es poco más que un subterfugio. El trabajo real se lleva a cabo aquí —abrió una puerta al final del corredor e hizo pasar al sacerdote al interior.
Cuando Flannery entró en la sala, sus ojos se fijaron en una mujer que estaba de pie en el rincón más alejado, hablando en voz baja con el soldado de guardia. Cuando la mujer los vio entrar, asintió con la cabeza indicando que los había reconocido.
Sorprendido, Flannery se dio cuenta de que era la misma teniente que estaba en la excavación de Masada. Ahora no llevaba el uniforme militar, sino un vestido de tirantes, decididamente civil, con un vivo estampado floral y un escote grande que la favorecía mucho. No parecía en absoluto una oficial israelí y, cuando Flannery levantó la vista y vio la expresión de Preston, adivinó que su amigo tenía la misma opinión.
Había otros tres hombres en la sala, todos de pie en torno a una mesa de trabajo central. De unos tres metros de largo, estaba cubierta por un exquisito paño azul con delicados bordados dorados, un manto del tipo que Flannery esperaría encontrar en una sinagoga más que en un laboratorio. El paño aparecía extendido sobre la mesa salvo por una protuberancia en cada extremo. A la derecha, cubría un objeto cilíndrico, tan ancho como la mesa pero con una altura de solo unos centímetros. A la izquierda, cubría un objeto de casi un metro de alto.
—Michael, permíteme presentarte a los demás —dijo Preston, dirigiéndolo hacia un hombre de baja estatura, delgado, calvo salvo por una pequeña cantidad de cabello sobre cada oreja—. Este es el Dr. Daniel Mazar. Fue profesor mío durante mis prácticas aquí y sigue siendo mi mentor, patrocinador y amigo.
Flannery le tendió la mano.
—Encantado de conocerle.
—El gusto es mío, padre.
—Usted trabajó con Yigael Yadin, ¿no es cierto? —preguntó Flannery.
—Sí y para mí es un orgullo decir que así fue.
—Estudié algunos trabajos suyos; era muy brillante, y valiente, luchando con la Haganá.
—Cierto, uno de los padres de nuestro país —Mazar se volvió para presentar al hombre más joven que estaba a su lado—: Este es el Dr. Yuri Vilnai, director administrativo del Instituto de Arqueología.
Flannery y Vilnai se estrecharon las manos.
—Y este es el rabí David Itzik, ministro de asuntos religiosos y director del Consejo de Ortodoxia Religiosa.
—¡Ah!, rabí Itzik, me alegro de verlo de nuevo —dijo Flannery; su sonrisa no manifestaba mucho más que una inclinación forzada de cabeza. Lo que podía verse de la expresión del rabino tras su enjuta barba blanca e igualmente tupidas cejas era, como máximo, un talante de condescendiente tolerancia—. El rabino y yo ya hemos trabajado juntos antes —explicó Flannery, volviéndose hacia los demás.
—Bien, bien —dijo Preston con un atisbo de sonrisa—. Entonces no te echará atrás su fama de arisco, combatiente político y defensor de la fe.
—En absoluto.
Durante las presentaciones, Flannery se había dado cuenta de que los ojos de su amigo se quedaban más de una vez clavados en la teniente, a la que parecía divertir esa atención.
Como a modo de respuesta, se dirigió a ellos, diciendo:
—Me alegro de verlos de nuevo, profesor Lewkis… padre Flannery. —Saludó a cada uno con una inclinación de cabeza.
—¡Oh!, me parece que ya conocen a Sarah Arad —dijo el Dr. Mazar.
—Sí, en efecto —replicó Flannery. Vio que Preston hacía auténticos esfuerzos para que su sonrisa se mantuviera en el terreno profesional.
—Por qué, sí, ¡oh!… hola de nuevo —tartamudeó Preston. Después, casi como si no pudiese resistir la tentación, añadió—: Un uniforme mucho más bonito hoy, si me permite decirlo.
—¿Uniforme? —terció Mazar. Mirándola, se rió entre dientes—. ¡Ya!, sí, ayer ibas de uniforme, ¿no? Sarah está hoy aquí por un motivo diferente.
—Estoy con una unidad de la reserva y ayer me permitieron acabar mi rotación mensual en Masada —explicó—. Lo que me trae hoy aquí es mi trabajo diario.
—Sí —dijo Mazar—. Sarah es especialista en conservación de antigüedades.
—¿Qué clase de trabajo de restauración hace usted? —preguntó Preston.
—No es restauración. Mi cometido tiene que ver más con la destrucción de los tesoros de nuestra nación.
—Sarah pertenece a la seguridad israelí —les dijo Mazar—. El rabí Itzik y yo movimos algunos hilos y conseguimos que la asignaran a nuestro proyecto —sonrió a Sarah y después se volvió hacia Preston y Flannery—. Confieso que teníamos otro motivo. Sarah es graduada en arqueología forense y es experta en las ruinas de Masada. Procuramos que no se ocupe solo de asuntos de seguridad.
—Le tomo la palabra —le dijo Sarah al profesor.
—¿Arqueología forense? —le preguntó Preston, tratando de prolongar el tema.
Mazar le cortó levantando la mano.
—Basta ya de cumplidos —declaró, tirando de la manga de la americana negra de Flannery, como un escolar impaciente—. Ya es hora de la auténtica presentación.
Sus colegas se apartaron, abriendo paso para que Mazar condujera a su invitado a la mesa.
—La urna de Masada —anunció Mazar mientras Yuri Vilnai levantaba cuidadosamente el paño desde el extremo izquierdo de la mesa. Dobló el paño sobre sí mismo, mostrando la urna, pero dejando el resto de la mesa oculto a la vista.
Cuando Flannery se acercó, Preston acercó una caja de guantes quirúrgicos y dio un par a cada uno. Al principio, Flannery no se decidía a tocar la urna, manteniendo las manos a unos centímetros de la misma mientras seguía el contorno, pero Mazar le aseguró que podía tocarla y le animó a que hiciera un examen completo.
La urna estaba hecha de arcilla marrón rojiza y la pintura que en otro tiempo pudiera haber adornado el exterior hacía mucho que se había desvanecido. Tenía una forma ligeramente abombada y medía unos 60 cm. de alta, con un diámetro de 30 cm en su parte más ancha. Se ensanchaba ligeramente cerca del extremo superior, formando una abertura labiada de unos 25 cm. Sobre la mesa, al lado de la urna, había una tapa plana de la misma arcilla rojiza.
—Exquisita —susurró Flannery, pasando la mano por la superficie, en la que destacaban los altorrelieves de la
menorá
y el cuerno del carnero.
—Sí, lo es —Preston se puso a su lado—. Michael, si te pidieran que la datases, ¿dónde la situarías?
Inclinándose hacia delante para examinar más de cerca las figuras, Flannery se percató de la presencia de unas motas de pintura de oro en las grietas de las puntas de las llamas parpadeantes.
—Yo diría que entre los primeros años y mediado el siglo
I
, pero estoy seguro de que eso ya lo sabes, igual que estoy seguro de que la urna no es el motivo de que yo esté aquí. ¿Quizá algo que hay dentro de la urna?
—Hemos retirado el contenido —dijo Mazar—. Pero antes de hacerlo, lo escaneamos mediante resonancia magnética. Aquí está el resultado. —En la mano tenía una copia impresa.
El escáner por resonancia magnética había producido vistas de corte transversal del interior que, una vez combinadas, revelaban con notable detalle un manuscrito de aspecto casi inmaculado, perfectamente enrollado y atado con un cordón.
Flannery asintió, en absoluto sorprendido. Los manuscritos descubiertos en Qumrán habían estado ocultos en vasijas no muy diferentes de esta urna. Lo que le sorprendía, sin embargo, era el aparente estado de este hallazgo. La mayor parte de los Manuscritos del Mar Muerto eran poco más que pedacitos de escritos que había que ir juntando con mucho esfuerzo.
Con el índice, dio un golpecito a la imagen de resonancia magnética.
—Por su estado, este parece muy posterior al siglo
I
.
—Se ha datado por radiocarbono alrededor de hace dos mil años —replicó Sarah Arad—. Igual que algunas cenizas de un hogar también desenterrado en la cámara.
—Padre Flannery —dijo Yuri Vilnai desde el otro lado de la mesa—, no me cabe duda de que ya lo hemos atormentado demasiado. ¿Le gustaría ver el manuscrito?
—No, creo que me iré a casa —bromeó, esbozando un cauteloso principio de risa.
Vilnai se volvió hacia el profesor Mazar, que le hizo una seña para que procediese. Con la ayuda de Preston Lewkis desde el lado más próximo de la mesa, los dos hombres desenrollaron el paño, empezando por la parte de la urna y siguiendo hasta el extremo opuesto de la mesa. A medida que lo hacían iba quedando a la vista el manuscrito extendido bajo una gruesa lámina protectora de vidrio, que estaba algo elevada para no tocar el papel.
Flannery se dio cuenta de inmediato de que, en realidad, no era papel, inventado en China en el siglo
II
, sino papiro, hecho de plantas de
Cyperus papirus
, que crecía en medio de las aguas dulces del Nilo y que, en los tiempos bíblicos, se conocían como juncos. Sólo unos pocos manuscritos del Mar Muerto eran de papiro; la inmensa mayoría estaban escritos sobre pieles de animales.
Flannery miraba fijamente, lleno de asombro, el manuscrito, que estaba en unas condiciones notablemente buenas. Era de unos 30 cm de ancho, quedando a la vista un metro de su longitud; el resto permanecía enrollado cerca del extremo derecho de la mesa. La superficie estaba cubierta por una pátina de polvo de color ocre. Se preguntaba si este polvo sería el mismo que tanto tiempo atrás agitaran los martirizados zelotes de Masada durante su gloriosa batalla apocalíptica contra los romanos.
Cuando se fijó en la escritura, le maravilló lo perfectamente conservadas que estaban las letras, pero, de inmediato, la sorpresa le hizo parpadear.
—¡Está en griego! —exclamó. Levantó la vista hacia el grupo reunido en torno a la mesa—. ¿Este documento proviene de Masada?
—Del mismo lugar en el que estuvimos ayer tarde —dijo Preston.
—Pero no es hebreo ni arameo. Es raro.
—Es raro, sí —replicó Preston—. Ya hemos podido traducirlo en gran parte.
—Leeré en voz alta la primera sección —dijo Mazar.
Yuri Vilnai acercó a Mazar una carpeta de papel de estracilla que contenía un montón de hojas. Tras aclararse la garganta, el viejo profesor comenzó a recitar: