El manuscrito Masada (11 page)

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Authors: Robert Vaughan Paul Block

Tags: #Intriga, Religión, Aventuras

BOOK: El manuscrito Masada
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—¡Oh!, estoy seguro de que el menú es más variado que eso. Quizá haya alguna razón médica…

—¿Tus pertenencias están a salvo de la lluvia? —lo interrumpió Contardi—. Las lluvias son terribles. A veces, caen como una cascada.

—Sí, estoy seguro de que las lluvias son terribles —Flannery dio una suave palmada en la mano del sacerdote.

—El Santo Padre está enfadado conmigo.

—¿Y por qué iba a estar molesto el Santo Padre?

Los ojos del sacerdote se achicaron y, en tono conspiratorio, susurró:

—Hay trescientos veintidós de ellos.

—¿Trescientos veintidós? Leonardo, lo siento, no sé de qué me hablas.

—Por qué, lentejas, por supuesto. A veces, llueve en la sopa de lentejas. Todas las enfermeras son protestantes. ¿Por qué tenía que haber enfermeras protestantes en una casa católica?

Flannery suspiró. La situación del padre Contardi era peor de lo que había imaginado. Estuvieron un rato en silencio; después, Flannery hizo la señal de la Cruz sobre su amigo y dijo una oración. Se dio la vuelta para marcharse.

—Michael, ¿por qué estás aquí? —le dijo Contardi tras él con sorprendente claridad.

Flannery se volvió rápidamente.

—He venido a visitarte —dijo, volviendo al lado de la cama, con la esperanza de que no volverían a hablar de sopas ni de lluvia—. Tenías que haber avisado a tus amigos de que regresabas a Roma.

—Ya ves cómo estoy —replicó Contardi—. No quería molestar a nadie.

—La oportunidad de ayudar a un amigo nunca es molestia.

—¿Ayudarme? Dime, Michael, ¿cómo podrías ayudarme?

—Puedo rezar contigo.

—Guarda tus oraciones para quienes no hayan perdido la fe.

—Leonardo, no hablas en serio.

Contardi inclinó ligeramente la cabeza.

—No, hay algo más… alguna otra razón por la que has venido.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Flannery, repentinamente incómodo por molestar con sus propios problemas a un hombre en esas condiciones.

Cuando los labios de Contardi esbozaron una sonrisa, Flannery se dio cuenta de lo escuálido y enfermo que estaba su amigo y la realidad de que esto era una residencia y de que solo dejaría esta cama cuando el Señor lo llamara.

El sacerdote levantó un huesudo dedo y se tocó un carrillo, justo debajo de su ojo derecho.

—Ya ves, aprendí unas cuantas cosas en los años que pasé en la jungla. Ya no solo veo lo que está en la superficie… sino con más profundidad. La verdad se revela invariablemente —se detuvo, entrecerrando los ojos mientras preguntaba—: ¿De qué se trata? ¿Por qué has venido en realidad?

Gracias a Dios, ahora está lúcido,
pensó Flannery.

—¿Recuerdas que, cuando éramos mucho más jóvenes, hablamos una vez de una organización llamada Via Dei? Me parece que este era su símbolo.

Contardi miró el papel. Si fuese posible, su tez se hizo aún más cenicienta, puso su brazo delante de los ojos y se dio la vuelta.

—No —dijo, sacudiendo la cabeza y con voz cada vez más alta, angustiada y llena de miedo, mientras continuaba—. ¡No! ¡Llévatelo! ¡Llévatelo! ¿No puedes ver las llamas? ¿No hueles el azufre? ¡Satanás, vete, déjame!

—Leonardo, ¿qué pasa?, ¿qué he hecho mal? —puso la mano en el antebrazo del sacerdote para confortarlo, pero solo consiguió que el sacerdote enfermo diese un tirón para liberarse.

—¡Enfermera! ¡Enfermera! —gritó Contardi.

Un enfermero entró corriendo en la habitación.


Padre? Che cosa
? —preguntó.

—Diavolo
! —Contardi señalaba con su dedo acusador a Flannery, que lo miraba boquiabierto, absolutamente sorprendido—.
Chi l'anima mi lacera
? —masculló el sacerdote, zafándose de los dos hombres y cubriendo de nuevo su rostro, como si viese a una especie de demonio—.
Che inferno! Che terror
!

—¿Qué pasa? —Flannery suplicó a su amigo—. ¿Qué he hecho?

—Lo siento, padre; a veces le pasa esto —le dijo el enfermero en un inglés con mucho acento pero comprensible, y se interpuso entre Flannery y el sacerdote enfermo, que balbuceaba ahora en una lengua inidentificable—. Quizá sea mejor que se vaya. Le pondré un sedante y podrá descansar. —Sí —Flannery accedió—. Sí, me voy. Ahora, los desvaríos de Contardi se habían disuelto en sollozos audibles. Flannery atravesó la habitación, mirando de nuevo atrás antes de salir al corredor. Su amigo estaba tratando de sentarse mientras el enfermero procuraba tranquilizarlo, acostándolo de nuevo.

Con una explosión final de energía, el padre Contardi exclamó:

—L'anima
! ¡El alma es eterna! Lo he dejado todo. ¡No renunciaré a mi alma!

Convencido de que no conseguiría más ayuda del padre Wester en los archivos del Vaticano y decidido a no volver a molestar más al padre Contardi, Michael Flannery prosiguió la búsqueda de información sobre Via Dei por su cuenta. Buscó en todas las bibliotecas del Vaticano a las que tenía acceso; después se quitó el alzacuello para no llamar la atención y visitó las bibliotecas y las librerías de libros antiguos de Roma.

Iba a abandonar sus pesquisas cuando cayó en sus manos un libro titulado
Misa Negra
. El mismo concepto de «misa negra» era tan repugnante, tan perverso, que casi podía sentir la quemazón en sus manos mientras sostenía el libro. Obligándose a examinarlo, encontró una referencia a Via Dei:

La Marquesa de Montespan, señora de Luis XIV, solicitó los servicios de un sacerdote suspendido para que llevase a cabo una misa negra sobre ella, porque creía que el rey estaba interesado por otra mujer. Utilizando a Montespan como altar desnudo, el sacerdote invocó a Satanás y sus demonios de lujuria y engaño, Belcebú, Asmodeo y Astarot, para que concedieran a Montespan lo que deseara. Consagró la hostia adhiriendo trozos en su vagina. Más de doscientas personas, incluyendo a algunas de la más alta nobleza de Francia, asistieron a la ceremonia, que concluyó con una gran orgía.

Al tener conocimiento de la herejía, la Orden Católica de Via Dei llevó a cabo un juicio secreto, obteniendo confesiones mediante torturas. La mayor parte de la nobleza recibió sentencias de prisión o de destierro, pero treinta y seis plebeyos fueron ejecutados, incluido el sacerdote suspendido, que fue quemado vivo en 1680.

Cuando Flannery volvió a sus habitaciones esa noche, el teléfono estaba sonando. Lo cogió y oyó decir al padre Contar— di con voz clara y fuerte:

—Michael, vuelve. Soy Leonardo. —¡Leonardo! ¿Cómo estás?

—Tengo momentos de confusión. Al parecer me suceden cada vez con mayor frecuencia. Espero que lo comprendas y me perdones el arrebato de la otra mañana.

—No hay nada que perdonar, amigo mío —le aseguró Flannery.

—Me preguntabas por Via Dei.

—Sí.

—Podrías venir a verme otra vez. Tenemos que hablar. Creo que es importante que hablemos.

—Sí, por supuesto. Iré a verte enseguida.

—No —dijo Contardi—. Es tarde; ahora, cualquier visitante sería sometido a una vigilancia extrema. Sería mejor que vinieras por la mañana, después del desayuno.

—Muy bien, estaré allí a las nueve.

—Michael, si no te es demasiada molestia, ¿podrías traerme unos caramelos de limón?

Recordando la afición de su amigo a los dulces, Flannery se rió. Ahora se parecía mucho más al alegre sacerdote joven que había conocido.

—Llevaré el mayor paquete que encuentre —prometió.

* * *

En otra parte de la residencia, alguien se ocultaba en las sombras, con la mano sobre el micrófono de un teléfono mientras escuchaba la conversación. Cuando oyó que ambas partes colgaban, cortó la conexión. Después, esperó el tono para marcar e hizo una llamada.

—Parece que el padre Contardi no está muy bien. Creo que ha llegado su hora —le dijo a la persona con la que hablaba—. Es hora de administrarle los últimos sacramentos.

Colgó el teléfono.

—Que Dios lo reciba en su Reino —entonó mientras se internaba más aún en la oscuridad.

«In nomine patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen.»Al oír la invocación, el padre Contardi abrió los ojos y, a la tenue luz de su pequeña habitación, vio sobre él a un hombre vestido de hábito con capucha. Una mano salía de la voluminosa manga del hábito, con dos huesudos dedos extendidos hacia delante trazando la Señal de la Cruz en el aire.

—¿La extremaunción? —dijo Contardi—. ¿He llegado a este extremo?

—Ahora, padre, el Concilio Vaticano II decretó que no utilizáramos la expresión «extremaunción» —replicó—. Es la unción de los enfermos.

Contardi no podía ver la cara del hombre, oculta por las sombras de la capucha. Pero podía oír la voz, un siseo tranquilo, como el sonido de las alas de Gabriel.

Con aquellos dedos esqueléticos y mojados en óleo, el visitante nocturno de Contardi lo ungió en la frente y en las manos.

—Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad.

El oficiante hizo una pausa; después continuó en latín.

—Misereatur vestri omnipotens Deus, et dimissis peccatis vestris, perducat vos ad vitam aeternam.

El oficiante se retiró en las sombras de la habitación, desapareciendo por completo de la vista. Durante un momento, el padre Contardi no estaba seguro de que su misterioso visitante estuviera todavía en la habitación ni siquiera de que hubiese estado allí.

¿Se había tratado de una alucinación provocada por su delirio?

Contardi cerró los ojos, por lo que no pudo ver al segundo hombre que avanzó hacia él y le puso sobre el rostro la almohada, apretando con tal fuerza que él no podía respirar. Supo entonces que estaba muriendo y trató de decir una rápida oración, pero no pudo vocalizar las palabras; fue una oración mental.

Kyrie eleison. Christe eleison.

Como el padre Contardi no luchó, la muerte fue muy rápida y el hombre que le puso encima la almohada miró hacia las sombras al que llevaba el hábito con capucha.

Intercambiaron asentimientos con la cabeza. No dijeron palabra alguna. No eran necesarias.

Michael Flannery tenía una docena o más de preguntas que quería hacer y esperaba que su antiguo amigo estuviera esa mañana tan lúcido como lo estaba durante su inesperada llamada telefónica de la noche anterior. Con una bolsa llena de paquetes de caramelos de limón, Flannery subió casi vertiginosamente la escalera de la residencia y cruzó el vestíbulo hasta la recepción.

La joven religiosa de servicio lo miró y, reconociéndolo por sus vivitas anteriores, le dijo:

—Buenos días, padre —parecía estar deseando practicar su inglés y preguntó—. ¿A quién desea visitar esta mañana?

—¡Ah!, buenos días, hermana. Soy el padre Michael Flannery y vengo a hablar de nuevo con mi querido amigo, el padre Leonardo Contardi.

Flannery vio un parpadeo como reacción en la cara de la hermana.

—Un momento, padre. Voy a llamar al padre Guimet.

—¿El padre Guimet?

—Sí, el director de la residencia.

Con la esperanza de que su visita tuviera el menor relieve posible, dijo:

—¿Por qué tengo que verlo? El otro día no tuve que verlo.

—Tengo que llamarlo para que hable con usted.

Flannery estuvo a punto de protestar de nuevo, pero lo pensó mejor. Aparentemente, alguien había informado del arrebato de Contardi el día anterior. Hablaría con el tal padre Guimet y le explicaría lo ocurrido.

Flannery atravesó el vestíbulo y se dejó caer en unas de las sillas. Jugueteando con la bolsa en su rodilla, pensó abrir uno de los paquetes de caramelos de limón y tomarse uno. No era güisqui ni un café dulce, pero, por el momento, sería suficiente. Resistió la tentación. Sabía que su amigo sería generoso con ellos, pero era mejor que se lo ofreciese él.

—¿Padre Flannery?

El sacerdote que se le acercaba tenía unos sesenta y tantos años, era muy delgado, completamente calvo y con unas orejas colgantes, demasiado grandes en relación con su cabeza.

—Sí —dijo Michael, levantándose de la silla—. Padre, si esto es a causa de mi visita anterior…

—Lo siento —dijo el padre Guimet abruptamente—. Pero el padre Contardi… Siento tener que decírselo, pero ha fallecido durante la noche.

Capítulo 12

D
imas bar-Dimas estaba en la calle de los Tejedores de Jerusalén, saludando a los asistentes a la casa de reunión de la iglesia que acudían a escuchar la predicación de Esteban sobre el Cristo resucitado. Durante los seis años transcurridos desde la crucifixión de Jesús, Esteban había reunido un grupo creciente de creyentes en un movimiento que llamó El Camino, y Dimas era uno de sus partidarios más entusiastas y eficaces.

Dimas conocía a la mayoría de las personas que ya habían llegado, pero le gustó mucho ver varias caras nuevas. La concurrencia era mayor en cada reunión y sabía que las otras iglesias que anunciaban el mensaje de Jesús estaban congregando a muchedumbres similares.

Un comerciante de mediana edad llegó cojeando y se detuvo frente a Dimas, dirigiendo al barbudo joven una mirada desafiante.

—¿Es aquí donde predican sobre el Mesías que viene?

Sus ojos se empequeñecieron con desconfianza.

—Por favor, únete a nosotros y escucha la Buena Noticia —Dimas se movió hacia la puerta de entrada—. Yo soy Dimas bar-Dimas.

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