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Authors: Robert Vaughan Paul Block

Tags: #Intriga, Religión, Aventuras

El manuscrito Masada (12 page)

BOOK: El manuscrito Masada
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—Hershel, el carnicero —se presentó.

—Que el espíritu de Jesucristo, esté siempre contigo, Hershel.

—¿Jesús? ¿Te refieres al profeta galileo que fue crucificado por su blasfemia?

—Fue crucificado por decir la verdad —dijo Dimas—. Él era el Mesías.

—¿Cómo podía ser
Él
el Mesías si ahora está muerto?

—Murió, sí, pero resucitó de entre los muertos y ahora vive en el Cielo, a la derecha del Señor.

Hershel levantó una mano como para protegerse del mal.

—¡Oh, señor!, ahora me temo que seas

el blasfemo, porque nadie puede levantarse de entre los muertos sin usurpar el poder de Dios.

—O ser Dios —replicó Dimas.

—Dices que ha resucitado de entre los muertos. ¿Has visto ese milagro con tus propios ojos?

—Yo no, pero hay muchos que lo han visto. Si quieres saber más, ven y escucha a mi amigo Esteban.

El carnicero asintió dubitativo.

—Sí, creo que me gustaría saber más sobre él.

Dimas acompañó a Hershel a la gran sala de reuniones y lo presentó a la concurrencia. Estaban allí unas tres docenas de hombres y mujeres de toda condición, desde terratenientes hasta esclavos. En la iglesia, no había diferencias entre ellos, y ricos y pobres se saludaban mutuamente en el nombre de Jesús, después ocupaban sus sitios en sencillos bancos de tablas para escuchar a Esteban. Dimas se quedó de pie atrás, donde podía recibir a los que llegaran tarde.

Las conversaciones se desvanecieron cuando Esteban subió a una plataforma frente a la multitud. Era un hombre alto, con rasgos angulosos, casi duros, calzaba sandalias y vestía un sencillo vestido marrón. Lo más sorprendente eran sus ojos oscuros, que brillaban como el carbón. Allí, en pie, mirando a la asamblea, sus ojos atraían la atención. Cuando el silencio fue total, comenzó a hablar.

«Cuando Moisés estaba en el desierto, cerca del monte Sinaí, vio una zarza que estaba ardiendo, aunque las llamas no la consumían. Se acercó para examinar aquella maravilla y fue cuando oyó la voz del Señor que lo llamaba: "Soy el Dios de vuestros padres. Quítate las sandalias porque pisas suelo sagrado"».

Al decir esto, Esteban se quitó sus sandalias y la mayoría de los asistentes siguieron a su líder.

«Moisés recibió los mandamientos de Dios que daban la vida y nos presentó esos mandamientos, pero nosotros no los obedecimos. Más tarde, Josué condujo a nuestros padres a esta tierra prometida y Salomón nos construyó un templo».

Esteban elevó su mano y la mantuvo así un momento. Después, agitando el dedo, continuó con una voz tan fuerte que hizo vibrar las ventanas.

«Pero el Altísimo no mora en casas construidas por los hombres con sus manos».

Los reunidos dieron un grito ahogado ante lo que parecía un ataque directo contra el templo, el lugar más santo de todo Jerusalén.

«Como dice el profeta, mi trono es el Cielo, la Tierra, el estrado de mis pies. ¿Qué templo podréis construirme o qué lugar para que descanse? ¿No ha hecho mi mano todo esto?»Algunos de los recién llegados se agitaban incómodos y parecían dispuestos a alejarse rápidamente de la presencia del blasfemo, pero Esteban los mantuvo fijos en sus asientos con el poder de su mirada y la seguridad de su voz.

«¡Rebeldes, infieles de corazón y reacios de oído! Siempre resistís al Espíritu Santo, lo mismo que vuestros padres. ¿Hubo un profeta que vuestros padres no persiguieran? Ellos mataron a los que anunciaban la venida del Justo, y a él lo habéis traicionado y asesinado vosotros ahora».

Esteban levantó la vista; después, señaló las vigas.

«¡Mirad! —gritó—. Veo el Cielo abierto y a aquel Hombre de pie a la derecha de Dios».

De repente, un hombre que estaba en la primera fila dio un salto y, como si fuese una señal, otros tres asistentes se lanzaron con él y agarraron a Esteban. El resto de la asamblea permaneció inmóvil, pensando que era una parte planeada de antemano del sermón de Esteban.

La acción también engañó a Dimas, pero entonces se dio cuenta de que el líder de los cuatro era el recién llegado que había dicho ser Hershel, el carnicero, y entonces cayó en la cuenta de lo que había sucedido: unos cuantos de los asistentes no habían venido a rezar, sino a detener al fogoso orador.

—¡Dejadlo! —gritó Dimas.

Avanzó, pero otros dos hombres que habían estado sentados a su espalda lo agarraron. Un tercer hombre, bajo de estatura pero de complexión fuerte, apareció por la entrada y se puso frente a Dimas, impidiéndole el paso. Estaba totalmente calvo y tenía una nariz grande y aguileña y era cejijunto. Dimas lo reconoció: era Saulo, uno de los perseguidores más implacables de los seguidores de Jesús.

Saulo señaló a Dimas.

—No te interpongas en el cumplimiento de la ley, bar-Dimas —dijo.

—¿Adonde lo llevas? —preguntó Dimas.

—Eso no te importa.

Algunos de los asistentes, dándose cuenta al final de lo que estaba ocurriendo, se levantaron y empezaron a gritar mientras Saulo y sus hombres sacaban a Esteban de la iglesia. Con Dimas a la cabeza, los siguieron afuera, donde esperaba un contingente aún mayor de los hombres de Saulo para llevar detenido al hombre.

Dimas y sus compañeros cristianos eran muy pocos en comparación con los de Saulo y no podían hacer nada salvo mirar con temor cómo se llevaban a Esteban fuera de la ciudad, al barranco del Cedrón. Allí rodearon a Esteban y empezaron a apedrearlo con grandes piedras, mientras Saulo lo miraba y guardaba sus capas.

A sabiendas de lo que iba a ocurrir, Dimas corrió hacia Saulo, tratando de atravesar las filas de sus seguidores. Casi lo consiguió antes de que lo tiraran al suelo varios de los hombres. Comenzaron a arrastrarlo hacia donde estaba Esteban solo, en el centro del círculo, pero Saulo les hizo una seña para que dejaran a Dimas. Aparentemente, Saulo cumplía órdenes, posiblemente del Sanedrín, y no quería abusar de su autoridad.

Cuando sacaron a rastras a Dimas, Saulo dio un paso atrás en el círculo de hombres y asintió. A su señal, primero uno y después un segundo arrojaron sus piedras contra la víctima. Los demás se les unieron, golpeando a Esteban reiteradamente; la sangre fluía por las heridas de su cabeza y su cuerpo. Cayó sobre sus rodillas e inclinó la cabeza mientras las piedras seguían lloviéndole encima.

—¡Señor Jesús, recibe mi espíritu! —gritó.

Desde fuera del círculo de lapidadores, Dimas dio un grito ahogado al oír el grito de Esteban, porque era casi idéntico a las palabras que Jesús había dicho en la cruz. Las siguientes palabras de Esteban fueron todavía más asombrosas.

—Señor, no les tomes en cuenta este pecado.

Aquellas fueron sus últimas palabras, porque la piedra siguiente acabó con él.

Los hombres de Saulo miraron un momento el cuerpo de Esteban; después, uno a uno, tiraron las piedras restantes y se acercaron a su jefe.

—Está bien —dijo Saulo al entregar a cada hombre su capa—. Hoy habéis hecho aquí la obra de Dios, y eso es bueno.

Catorce años más tarde, Dimas bar-Dimas estaba a muchos kilómetros de Jerusalén, sentado en un banco de piedra de un jardín de Éfeso, mirando la danza de la luz solar sobre la superficie del mar Egeo. Cuando pensaba en el brutal apedreamiento de Esteban, se sentía mucho más viejo que sus cuarenta y dos años, con un cansancio que le calaba hasta los huesos, debido a sus dos décadas de largos viajes desde la crucifixión de Jesús. Aquellos viajes se debieron en gran medida al hombre responsable de la lapidación, porque poco después Saulo fue a detener a Dimas, obligándolo a huir de Jerusalén. Más tarde, Saulo había sido decisivo a la hora de que Dimas se trasladara aquí, a Éfeso, pero, en esta ocasión, no fue por odio, sino por amor.

—¿Dimas?

Al volverse, vio a un hombre bajo y calvo, de nariz aguileña.

—¡Ah!, Pablo… ¿te has reunido con los sacerdotes?

—Sí —replicó Pablo—. En adelante, no nos permitirán utilizar la sinagoga para nuestra enseñanza, pero he encontrado un auditorio en el Gimnasio Tirano que puedes utilizar.

—¿Que puedo utilizarlo
yo
?

—Sí, amigo mío. Yo debo continuar mis viajes y mi enseñanza, pero tú tienes que quedarte aquí y desarrollar el trabajo que hemos iniciado. Te dejo en compañía del joven Gayo de Éfeso, que te ayudará a hacer frente a tus responsabilidades cuando dirijas nuestro rebaño. ¿Lo harás?

—Sí, claro —dijo Dimas.

Aunque Dimas sentía una corriente de amor hacia el hombre que tenía delante, se preguntaba cómo podía albergar tales sentimientos hacia la persona que había lapidado a su amigo Esteban. Echando la vista atrás, si alguien le hubiese dicho a Dimas que el perseguidor de los seguidores de Jesús más entregado se convertiría un día en apóstol, Dimas le hubiese contestado que era imposible. Si hubiera añadido que el mismo Dimas acompañaría en un viaje apostólico al asesino de Esteban, éste le hubiese dicho que estaba loco. Sin embargo, eso era exactamente lo que había ocurrido, porque Pablo, el afectuoso y entregado siervo de Jesucristo, con quien Dimas viajaba y predicaba ahora, era el mismo hombre que había organizado la lapidación de Esteban.

Pablo, también conocido como Saulo, era un fariseo destinado, por nacimiento, educación y temperamento, al rabinato. Encaminándose hacia ese noble estado, había aceptado el encargo del Sanedrín de defender el judaísmo, dedicándose con alma y vida a la persecución de quienes creían que Jesús era el Mesías. Sin embargo, Pablo había vivido una conversión milagrosa en camino hacia Damasco, cuando lo derribó un rayo de luz y oyó la voz de Jesús.

Poco después, Saulo fue bautizado y tomó el nombre de «Pablo», y fue por todas las sinagogas predicando que Jesús era el Hijo de Dios. En su tercer viaje, se le unió Dimas; se dirigieron a Éfeso, cuyo templo de Artemisa, la Diana de los efesios, era un gran centro del paganismo del mundo mediterráneo.

Cuando Pablo se acercó a Dimas y le puso una mano en el hombro, Dimas sintió que se esfumaba el cansancio, reemplazado por una oleada de energía como la savia que renueva un árbol.

—Ha sido una auténtica bendición para mí que hayas viajado conmigo —declaró Pablo con una sonrisa—, porque tú has visto a Cristo vivo y tu propio padre fue salvado por Él, cuando estaba colgado en la cruz. Y estuviste en el barranco del Cedrón, siendo testigo de aquellos días oscuros, antes de que yo llegara a la luz. Sin embargo, aunque tengas todas las razones para tenerme rencor, de ti solo siento el amor del Señor.

—Y para mí también ha sido una bendición haber tenido a un maestro como tú —replicó Dimas.

Pablo dio unos pasos hacia atrás, después se paró y dijo:

—Tengo que pedirte que te encargues de una tarea.

Dimas notó una extraña solemnidad en la expresión del hombre mayor.

—Haré lo que me pidas.

—No soy yo, sino alguien más importante quien requiere tus servicios.

—¿Qué tengo que hacer?

—Mientras estemos aquí, en Éfeso, tienes que empezar a escribir un relato de la vida de nuestro Señor, tal como tú la has conocido.

—¿Yo? —preguntó Dimas con asombrada incredulidad—. Yo no soy un escritor como tú. Yo solo soy…

—Tú eres una persona que estuvo con Cristo cuando todavía estaba en esta tierra. Con independencia de lo ilustradas que parezcan mis palabras, son las de un hombre cuya fe depende de la creencia, no de la visión. Tú fuiste agraciado con el don de haber visto y haber creído. Es un don que tienes que compartir con todos.

Dimas empezó a protestar, pero Pablo alzó la mano.

—No le des más vueltas, hermano. Cuando sea el momento, nuestro Señor pondrá en tu mano pluma y papiro y te ordenará escribir —Pablo se acercó a su amigo—. Y ahora yo debo seguir mi camino.

—¡Buen viaje!

—¡Adelante, hermano, en el amor de Cristo!

Se estrecharon los antebrazos, se separaron y cada uno siguió su camino.

Capítulo 13

E
n la sala de juntas del palacio del gobernador, Rufino Tácito estaba en pie tras su sede, mirando por la ventana los barcos anclados en el puerto, deseando regresar a su patria a bordo de uno de ellos. A sus cincuenta y tantos años, el gobernador provincial de Éfeso estaba molesto por estar echando a perder su carrera en un puesto tan alejado de Roma.

Una joven entró en la sala llevando un ramo de flores.

—Es un día muy hermoso, ¿verdad? —dijo mientras colocaba las flores en un jarrón en una de las mesas laterales—. Y nuestro jardín es exquisito.

—¿Las has cortado tú? —Sí.

—Marcela, te he dicho que ordenes a los sirvientes que hagan el trabajo. ¿Qué sensación crees que da que la esposa del gobernador se ocupe de unas labores tan triviales?

—Pero Rufino, a mi no me parece que sea ningún trabajo —dijo Marcela—. Me gusta pasear por el jardín.

El gobernador se volvió hacia la ventana, ocultando su enojo. Mezquino y vengativo, Rufino Tácito era extremadamente celoso de su atractiva y joven esposa, habiéndose sabido que había castigado cruelmente a un soldado por el mero hecho de mirarla con una expresión que se acercaba a la familiaridad.

Con respecto a Marcela, Rufino no solo era celoso; secretamente, la temía, dado que era de cuna más elevada, con unas relaciones familiares que eran en gran medida responsables del éxito de su carrera diplomática. Parte de su resentimiento por estar en Éfeso se dirigía contra ella, pero se contenía, pues necesitaba el apoyo de su familia para poder esperar siquiera el regreso a Roma.

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