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Authors: Robert Vaughan Paul Block

Tags: #Intriga, Religión, Aventuras

El manuscrito Masada (15 page)

BOOK: El manuscrito Masada
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—Yo no dije tal cosa —en las comisuras de su boca se insinuó una sonrisa mientras miraba a Gayo—. Aunque yo no aconsejaría a Marco que sacrificara su alma a cambio de su vida terrena, quizá pueda ofrecer al gobernador algo más interesante que la vida de un centurión.

—¿Qué sugieres? —preguntó Marcela.

—Un intercambio.

—¿Intercambio? ¿Qué clase de intercambio? —apremió la mujer—. ¿A qué te refieres?

—Iré al tribunal del gobernador —declaró Dimas—. Y me ofreceré yo mismo en lugar de Marco.

—¡No puedes hacerlo! ¡Sería un suicidio! —exclamó Gayo, pero Dimas le hizo un gesto para que permaneciera callado.

Marcela miró a Dimas confusa y así estuvo largo rato; después negó despacio con la cabeza.

—No, tiene razón. Nadie piensa que hagas tal cosa.

—¡Pero tiene que hacerlo! —exclamó Tamara—. Señora, por favor, déjele hacer lo que desea. Es la única oportunidad para Marco.

—No estaría bien —musitó Marcela, más para sí que para los demás.

Dimas alargó la mano y tomó la de la mujer.

—Marcela, quiero hacerlo. Tengo que hacerlo.

Ella se dio perfecta cuenta de que no utilizó título alguno al dirigirse a ella, sino que dijo su nombre y, curiosamente, le gustó.

—Supongo que, si tu sentimiento al respecto es tan fuerte… —dijo en voz alta, sin estar muy segura de lo que ella misma estaba pensando o sintiendo.

—Lo haré, por Marco y por nuestro Señor.

—Por nuestro Señor… —repitió ella, saboreando las palabras como vino dulce en sus labios.

Capítulo 16

V
arios centenares de efesios se agolpaban en el pretorio para asistir al juicio de un romano. El reo no solo era ciudadano romano, sino también un oficial, un centurión de la guardia privada del gobernador. Rufino Tácito esperaba en la silla curul, la sede desde la que administraba justicia. Marcela estaba sentada cerca, aunque fuera de la zona inmediata a su esposo.

—Traed al preso —ordenó Rufino.

Sonó un tambor mientras Marco Antonio era llevado ante el tribunal. Llevaba las manos atadas a la espalda y un aro metálico al cuello. Una cuerda iba del aro a la mano de uno de los guardias, que lo llevaba como si fuese un animal.

Marco iba vestido con su mejor uniforme, con una brillante toga roja que caía de sus hombros y una coraza de bronce muy bruñida que lanzaba destellos dorados al sol de la mañana. La elección de la vestimenta era deliberada, porque Rufino quería que sus súbditos entendieran que la ley se aplicaba por igual a romanos y a efesios. La lección no cayó en saco roto y muchos asistentes quedaron boquiabiertos al ver a un romano destacado sometido a ese tratamiento.

Tuco ocupó su lugar en el enlosado ante la silla curul y desenrolló un documento; después empezó a leer:

—¡Excelencia!, comparece ante vos en este día Marco Antonio, centurión de la Legión Anatolia de Roma, que solicita juicio equitativo y justo del tribunal de Rufino Tácito, quien, por orden de Claudio, emperador de Roma, es el justo y poderoso gobernador de Éfeso.

—¿Por qué razón solicita justicia? —preguntó Rufino.

—Está acusado de traición, excelencia.

—¿Cómo te declaras, centurión Antonio?

—Excelencia, no he cometido traición contra vos, contra mi emperador ni contra Roma.

—Sin embargo, te proclamas cristiano, ¿no es cierto?

—Sí, lo es, excelencia, pero el Señor dice: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». No he cometido traición contra Roma, ni de pensamiento ni de obra.

—Si es así, renuncia públicamente ahora mismo a ese falso profeta, Jesús —exigió Rufino.

—Lo siento, excelencia, pero no puedo hacerlo —dijo Marco.

—Si no renuncias a él ahora, tendré que crucificarte como a tu dios, como a tu Jesús.

—Excelencia —terció rápidamente el
legatus
Casco—, el centurión Antonio es ciudadano romano y, como tal, no puede ser crucificado.

—Entonces, tendré que decapitarlo —dijo de inmediato Rufino.

—¿Puedo dirigirme al tribunal? —dijo una voz de en medio de la multitud.

Un murmullo de sorpresa y de curiosidad se elevó mientras todo el mudo trataba de ver quién había hablado.

—¿Quién se dirige a mí? —preguntó Rufino.

—Yo, excelencia.

Un hombre con barba, vestido como un mendigo, se abría paso entre la multitud e inclinó la cabeza ligeramente.

—Soy Dimas bar-Dimas.

—¿Dimas?

Tuco se inclinó para hablarle a Rufino al oído.

—¿Eres tú el judío que está predicando a Jesús, el que ha convertido al centurión Antonio? —preguntó Rufino.

—Yo soy.

—¿Por qué razón te diriges a mí?

—He venido a rogarte que perdones la vida a este buen hombre —dijo Dimas, señalando a Marco.

—Si quieres hablar, puedes hacerlo —Rufino hizo una seña a una pareja de soldados que cerraban el paso al hombre que había irrumpido en medio del procedimiento.

Dimas se volvió de manera que no solo pudiera verlo Rufino, sino también la muchedumbre y Marcela, sentada cerca de su esposo.

—Algunos de vosotros recordaréis a Pablo, que, durante muchos años, estuvo aquí, entre nosotros, predicando la palabra de Dios —comenzó Dimas—. Quiero contaros una historia sobre él. Antes de que Su Excelencia Rufino Tácito llegara a Éfeso, Pablo y su compañero Silas fueron encarcelados. Estaban rezando y elevando cantos a Dios cuando, de repente, un fuerte terremoto sacudió los cimientos de la prisión. Después, se abrieron las puertas de todas las celdas y los presos quedaron libres de sus cadenas. El carcelero, temiendo que hubieran escapado los presos, sacó su espada y estuvo a punto de matarse cuando Pablo lo llamó en la oscuridad: " ¡No te hagas daño, porque todos estamos aquí!"»El carcelero cayó de rodillas ante Pablo y le preguntó: "¿Qué tengo que hacer para ser salvo?" Su respuesta fue la misma que yo predico a quienes me escuchan: "Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo". Después, el carcelero llevó a Pablo y a Silas a su casa, donde lavó sus heridas y les dio de comer. Al día siguiente, los oficiales romanos los dejaron libres.

Terminado el sermón, se elevó un rumor de la muchedumbre, agitada; algunas personas conmovidas por sus palabras y todas, esperando una respuesta violenta de Rufino. Para sorpresa de todos, él se limitó a reírse.

—Dime, Dimas bar-Dimas, ¿esperas que tu Dios envíe un terremoto que libere a Marco Antonio y al resto de mis presos?

—No, excelencia —replicó Dimas—. Aunque, si Dios quisiera hacerlo, de su fuerza depende, y nada podría impedirlo.

—Ya veo —dijo Rufino, asintiendo con la cabeza y pensando.

—Gobernador, querría hacer un trato con vos —dijo Dimas, dando un paso adelante.

Rufino lo miró con recelo.

—¿Y cuál es el trato que me propones?

—Me ofrezco a mí mismo en lugar de Marco —anunció Dimas.

—¿Con qué fin?

—Tomaré su lugar bajo la espada. Dejadlo ir y matadme en su lugar.

Una exclamación surgió de la muchedumbre, sobre todo de Gayo y otros seguidores de Dimas, que no pudieron reprimir sus gritos de protesta.

Rufino se acarició la barbilla.

—Una oferta interesante. Comprenderás que, como judío, no te las verías con la espada. Tendría que crucificarte.

—Iré a la cruz con gozo en mi corazón —proclamó Dimas.

—Gozo en tu corazón, ¿no? —se burló Rufino—. Veremos cuánto gozas cuando el aliento escape de tu cuerpo y sufras dolores atroces en la cruz.

—Entonces, ¿aceptáis mi trato, excelencia?

—Acepto tu oferta de morir en la cruz —declaró Rufino, mientras sus labios se torcían en una sonrisa de suficiencia—. ¡Guardias!, detened a ese fanático. Ponedlo en la misma celda de Marco Antonio. Tendremos una doble ejecución.

Algunos de la muchedumbre prorrumpieron en gritos de protesta, otros de exaltado regocijo. Gayo tuvo que ser retenido por sus compañeros cuando se precipitaba hacia adelante, gritando que por las calles correría sangre romana si el gobernador no revocaba su resolución. Cerca de la silla curul, Marcela saltó de su asiento para rogar a su esposo que reconsiderara su decisión, pero Rufino Tácito ya se había marchado, abandonando el pretorio en medio de un remolino de togas y el ruido de las espadas de su guardia privada.

Capítulo 17

S
arah Arad salió al bulevar desde una pequeña calle lateral cercana a su apartamento, controlando con la mano izquierda el volante del Mini Cooper verde seda metalizado, mientras con la derecha mantenía el teléfono móvil pegado a la oreja. Una vez en el bulevar, mientras el coche iba adquiriendo velocidad, miró por el retrovisor y vio un sucio Mercedes negro que arrancaba y salía detrás.
Probablemente, una coincidencia
, se dijo a sí misma. Sin embargo, siguió mirando por el espejo mientras aceleraba el Mini y se alejaba del coche viejo y destartalado que iba detrás.

Había bajado el móvil brevemente para cambiar de velocidad y, cuando volvió a llevárselo al oído, todavía estaba llamando. Iba a colgar cuando oyó el clic del teléfono y un jadeante: «¿Dígame?»

—He estado a punto de colgar —dijo, añadiendo en un tono ligeramente sugestivo—: ¿Te he cogido en un momento inoportuno?

—Afeitándome —replicó Preston Lewkis—. Es una máquina eléctrica muy ruidosa. No oí el teléfono.

Por el sonido de su respiración, imaginó que había salido corriendo del cuarto de baño hacia la cama, en el pequeño apartamento de tres habitaciones que había alquilado durante su estancia en Jerusalén. Lo imaginó allí de pie, con una toalla alrededor de la cintura y el pelo todavía brillante a causa de la ducha matutina.

Apartando la imagen de su mente y obligándose a concentrarse en la carretera, preguntó:

—¿Quieres darte una vuelta hasta el laboratorio? Si no tienes nada mejor que hacer, claro.

—¿Por «nada mejor que hacer» te refieres al autobús urbano? Si no, sí, encantado.

—Ahora mismo voy en el coche. Estaré frente a tu casa en quince minutos. ¿Es demasiado pronto?

—Estaré esperando fuera —prometió.

Sarah cerró el móvil y lo metió en el portavasos; después, echó un vistazo por el retrovisor. El viejo Mercedes seguía detrás de ella. Vio una estación de servicio inmediatamente delante, redujo la velocidad y entró en ella, viendo cómo el vehículo negro seguía adelante sin detenerse. El conductor mantenía fija la vista hacia adelante, pero le dio la sensación de que su compañero, que iba en el asiento del pasajero, no le quitaba ojo de encima.

¿Estaré un poco paranoide?,
se preguntó.

Era posible, sin duda, pero, con la muerte de sus padres y de su marido a manos de los terroristas, Sarah había aprendido en propia carne que la vigilancia era imprescindible.

Pero, ¿no es cierto que la mayoría de los terroristas atacan indiscriminadamente y que sus víctimas son quienes están en el lugar y en el momento equivocados? ¿Por qué iban a estar esos hombres siguiéndola a ella en concreto?

Sarah volvió a salir a la calle. Menos de dos manzanas más adelante vio de nuevo el coche, esta vez aparcado al lado de la calzada.

Cuando el Mercedes arrancó tras ella por el bulevar, no esperó a darles otra oportunidad. Tiró fuertemente del freno de mano y giró el volante, provocando el chirrido de las ruedas del Mini y un brusco giro de 180°. El automóvil perseguidor no se molestó en disimular: su conductor hizo un giro en U en medio del tráfico y, entre los pitidos de los airados conductores, aceleró tras ella.

Sarah aceleró hasta 100 km/h, una velocidad fenomenal para el abarrotado bulevar de Jerusalén. Se saltó un semáforo y se coló entre un autobús, un taxi y varios coches, después miró por el espejo y vio que sus perseguidores ganaban terreno. Sabía que el Mercedes era más potente, pero, en las curvas, no podía compararse con su ágil Mini, así que decidió aprovecharlo en la intersección que se acercaba; tras asegurarse de que no había vehículos ni peatones en su trayectoria, dio un volantazo a la derecha. El pequeño automóvil reaccionó al instante, realizando el giro de noventa grados a toda velocidad, con solo un leve chirrido y casi sin derrapar.

Cuando entró a toda velocidad por la calle lateral en una barriada de antiguos almacenes de mercancías, oyó un chirriante rugido de neumáticos y miró hacia atrás; vio que el Mercedes derrapaba en medio de una nube de gomas humeantes, pero, de alguna manera, el automóvil consiguió realizar el giro, coleando frenéticamente al entrar en la calle tras ella.

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