Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
—Sí, bien, eso es lo que creíamos del centurión Antonio, ¿no?
—No tema, excelencia —lo tranquilizó Casco.
Los ojos del gobernador se entrecerraron.
—No soy un hombre que se asuste con facilidad.
—No pretendo ser irrespetuoso. El valor de Rufino Tácito es bien conocido.
Satisfecho por la respuesta, Rufino volvió a prestar atención al gentío. Algunas personas habían empezado a gritar abiertamente a favor de la crucifixión, mientras que otras estaban de rodillas, con las manos juntas, como si rezaran pidiendo un milagro. Algunos efesios con más iniciativa comercial se movían a través de la muchedumbre vendiendo pasteles, frutas y bebidas.
—El patio es demasiado pequeño —dijo Rufino en voz alta y se volvió hacia Casco.
—Nuestros soldados deben conducir a los espectadores hacia el teatro. Haremos allí las crucifixiones. —Sonrió abiertamente—. Será la mejor jornada de teatro que estos bobalicones hayan visto nunca.
—Una brillante iniciativa, excelencia —declaró Casco—. Y allí será más fácil controlar a la gente.
—¡Oh!, ¿y mi esposa partió esta mañana sin novedad? —preguntó, casi como de pasada.
—Sí, excelencia. La acompañaban su sirvienta Tamara y dos siervos efesios.
Rufino asintió.
—Bien, ahora pida mi palanquín. Haré mi entrada en el teatro como gobernador.
Casco saludó; después salió rápidamente de la estancia.
Rufino fue llevado por las calles de Éfeso, protegido del sol del final de la mañana por un abanico de plumas que sostenía encima de él un esclavo africano. Cuando la procesión de los guardias llevaba al gobernador al teatro al aire libre, pasó frente al ayuntamiento y los baños, giró después hacia la calle del Mármol y el ágora helenística, donde los artesanos creaban exvotos de oro y plata para la diosa Artemisa. Finalmente, llegó al gran teatro.
Construido en la ladera del monte Pión, el teatro medía ciento cincuenta y dos metros de diámetro y tenía un aforo de unas veinticuatro mil personas. La
cavea
o auditorio estaba dividida en tres zonas de veintidós filas de asientos, con doce escaleras que dividían la
cavea
en enormes sectores en forma de cuña. El área semicircular situada entre el escenario elevado y los asientos medía veinticuatro por once metros; el escenario medía veinticuatro metros de ancho por seis metros de profundidad y se apoyaba en veintiséis pilares redondos y diez cuadrados.
El teatro estaba casi lleno y la mayoría de la gente estaba ansiosa por que empezase ya el espectáculo. Un número mucho más pequeño, distribuido en pequeños grupos esparcidos, rezaba para que su Mesías salvase a los dos cristianos condenados.
Muchos llamaban a Rufino mientras su palanquín era introducido en el teatro y situado en la parte delantera del escenario. La crucifixión tendría lugar en la zona abierta entre el escenario y los asientos. Como estaba pavimentada con grandes losas, las cruces no podrían hincarse en el suelo y estarían soportadas por estructuras de madera. Estas ya se habían construido y dos cruces estaban tumbadas en el suelo a su lado. Un pequeño contingente de soldados estaba al lado de las cruces; dos de ellos tenían martillos para clavar a los presos en los maderos; los otros, con cuerdas y poleas para elevar las cruces hasta su posición final.
Además de los soldados que tomarían parte en la crucifixión, había otros muchos, vestidos con brillantes corazas y cascos, que formaban en semicircunferencia entre la muchedumbre y el lugar de la ejecución. Estaban de pie, dejando entre cada dos de ellos una distancia del ancho de la espalda, cada uno con el brazo izquierdo doblado a la espalda, la mano derecha extendida y agarrando una lanza, con la punta hacia arriba e inclinada hacia la muchedumbre.
El efecto era impresionante, aunque Rufino se dio cuenta de que, si la masa se desmandara, solo había cien guardias para contener a veinte mil.
En cuanto el palanquín estuvo en su sitio, el gobernador avanzó hasta la parte delantera del escenario. Levantó la mano y las conversaciones se acallaron. Cuando se hizo el silencio, ordenó:
—¡Traigan a los condenados! ¡Que empiece el espectáculo!
Una oleada de agitación se dejó sentir cuando hicieron pasar a los presos por una puerta que se abría en la parte delantera del escenario, debajo exactamente de donde estaba el gobernador. Cuando Rufino miró fijamente la muchedumbre, oyó tanto burlas como expresiones de lástima.
—¡Tú, hombre santo! —gritó alguien—. Van a crucificarte. ¡Pronto, tú también podrás ser dios! —Su exclamación fue recibida con carcajadas.
—¿Resucitarás a los tres días? —dijo otro entre crecientes carcajadas—. Si es así, dímelo para que pueda venir a ver el espectáculo.
—¡Oh, míralos! —gritó una voz compasiva—. Les han pegado tanto que ni siquiera pueden caminar.
Y, en efecto, el espectador tenía razón, porque, cuando Rufino miró hacia abajo desde el escenario, vio a los dos condenados, aparentemente inconscientes, mientras eran llevados, boca abajo, por un par de soldados cada uno, Marco Antonio iba vestido con la capa roja y la coraza de su empleo, y se elevó un murmullo especial de entusiasmo mientras lo arrastraban a través de la zona abierta hasta una de las cruces. Rufino estaba seguro de que su decisión de crucificar al centurión reforzaría su dominio sobre los efesios.
El otro preso llevaba una corona de espinas y su cabeza goteaba sangre sobre las losas mientras lo sacaban a la luz del sol. Su aspecto provocó una exclamación colectiva, seguida por ovaciones de aprobación del espectáculo que estaba ofreciendo el gobernador. Rufino estaba encantado con las adulaciones, porque la corona había sido idea suya, con objeto de burlarse tanto del condenado como del llamado Cristo.
Los presos fueron tirados, boca abajo, al lado de las cruces que ocuparían pronto. Los soldados retrocedieron cuando los que llevaban los martillos se acercaron para llevar a cabo su tarea. Estos, arrodillados al lado de los presos, los hicieron rodar sobre las cruces y levantaron sus manos para ponerlas sobre los brazos de las mismas. Sus rostros estaban ensangrentados e irreconocibles a causa de la paliza que habían recibido.
—¡Esperad! —ordenó Rufino Tácito, levantando su mano cuando estaban a punto de clavar los clavos en las muñecas de los condenados. Hizo una seña al
legatus
Casco, que estaba en el foso, con sus hombres—. ¡Reanimad a los presos! —ordenó al jefe de su guardia—. Quiero que también ellos disfruten los procedimientos.
Casco hizo una seña a algunos de sus soldados que estaban cerca con cubos de agua. Rápidamente, echaron el agua sin ninguna ceremonia sobre los rostros de los presos. Los dos hombres sacudieron la cabeza y escupieron cuando recobraron la consciencia.
Casco dio la señal para que comenzara la crucifixión, pero entonces levantó la mano y se acercó más a las cruces, mirando primero al centurión condenado y después al hombre santo con la corona de espinas. Miró a uno y a otro; después, se volvió hacia uno de los soldados y gritó:
—¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado aquí?
Desconcertado por la creciente confusión, Rufino bajó la escalera que llevaba al foso y se acercó a Casco.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Casco señaló a los dos hombres que trataban de levantarse de las cruces pero que estaban retenidos allí por los soldados. El agua de los cubos había borrado de sus rostros la mayor parte de la sangre y, aunque estaban muy magullados, sus facciones eran reconocibles.
—Estos son dos de mis soldados —dijo Casco, manteniendo baja la voz. La multitud pudo ver que pasaba algo raro pero no tenían ni idea de lo que pudiera ser—. Estaban de servicio en la prisión.
—¿Qué? —dijo Rufino, lleno de ira y frustración. Miró a los presos y vio que, en efecto, no eran Marco Antonio ni Dimas, Rufino miró alrededor y vio que la muchedumbre se agitaba. Reprimiendo su ira, preguntó en voz baja y con dureza—: ¿Cómo ha ocurrido esto?
Casco se volvió a uno de sus centuriones.
—¿Dónde están los cuatro soldados que trajeron a los presos?
Surgió un frenesí de actividad cuando el centurión consultó con otros soldados y después volvió y anunció:
—Legatus
, ¡han escapado!
—¡Encontradlos! —gritó Casco—. ¡ Encontradlos y traédmelos!
Ya entonces, el teatro bullía de rumores excitados. Daba la sensación de que unos pocos se daban cuenta de lo que había ocurrido, mientras que otros creían que era parte del espectáculo y gritaban: «¡Crucifícalos! ¡Crucifica a los presos!», mientras los hombres de Casco corrían hacia los asientos en busca de los que habían escapado. Los soldados empezaron a encontrar objetos pertenecientes a los uniformes que llevaban los escapados, un casco o coraza por aquí, una espada o una capa por allá…
Pasados unos minutos, el centurión regresó con algunos objetos que puso a los pies del
legatus
Casco.
—De alguna manera, entraron en la prisión esta mañana; han encontrado a otros dos soldados encerrados en la celda de los condenados; reemplazaron a estos. Los atacantes se pusieron la ropa de los soldados para llevar a cabo su acción; después, se deslizaron entre la multitud y se quitaron los uniformes.
—¿Alguien pudo verlos bien? ¿Los reconoció alguien? —preguntó Casco.
El centurión negó con la cabeza.
—¡Encontradlos! —ordenó el gobernador—. Si hace falta, buscadlos en cada casa de la ciudad, ¡pero quiero que los encontréis y me los traigáis hoy mismo!
—¿Y qué hacemos con estos dos? —Casco señaló a los dos legionarios que todavía estaban retenidos sobre las cruces.
Rufino miró a Casco con el ceño fruncido y después a los apaleados legionarios. Miró luego a la muchedumbre, que gritaba cada vez más: «¡Crucifícalos! ¡Crucifícalos!» ¡Dadles su condenada crucifixión! —maldijo, con tal ira e intensidad que arrojaba baba por la boca.
El
legatus
Casco miró al gobernador momentáneamente desconcertado; después se golpeó el pecho con el puño y se volvió a sus soldados, dando la orden para que continuaran el procedimiento.
Cuando el gobernador subió la escalera y volvió a su palanquín, oyó los martillazos y los alegres gritos de la muchedumbre que seguía la prometida crucifixión. O no lo sabían o les traía sin cuidado que los crucificados no fuesen el centurión y el hombre santo, sino un par de desafortunados soldados romanos.
Rufino solo esperaba que, con el tiempo, se divulgara la historia de que Marco Antonio y Dimas bar-Dimas habían sido crucificados y su talla personal adquiriera proporciones legendarias. De lo contrario, podría convertirse con facilidad en el hazmerreír que había sido engañado por una banda de rufianes cristianos en una remota provincia. Se preguntaba si, en el caso de que ocurriera esto último, podría ser bienvenido de regreso a Roma.
Apartó la vista del espectáculo que se desarrollaba ante él cuando fueron elevadas las cruces desde el suelo y quedaron en el lugar previsto. Haciendo una seña a uno de sus ayudantes, ordenó: «Llevadme a palacio».
Recostado en su palanquín, Rufino Tácito cerró los ojos y se imaginó en algún lugar, en cualquier lugar que no fuese Éfeso.
T
ibro bar-Dimas, totalmente despojado del atuendo de soldado, permanecía fuera del teatro, observando cómo se dispersaba la multitud. Se respiraba un aire de gran perplejidad y la gente discutía sobre lo que acababa de presenciar. Algunos lanzaban gritos de alabanza a Dios porque Dimas y Marco hubiesen sido perdonados; otros insistían también a voces en que los dos cristianos condenados ya habían visto cumplida su suerte en la cruz.
—Vamos, Tibro —le instó Gayo, tirando del brazo de Tibro—. Debemos marcharnos antes de que lleguen los soldados.
—En Éfeso no me conocen —replicó Tibro—. Nadie puede decir que yo fuera uno de los guardias.
—Pero te pareces mucho a tu hermano y alguien puede confundirte con él.
—Sí, puede que tengas razón.
—Vamos; te enseñaré la carretera hacia Jerusalén.
Gayo sacó a Tibro de entre la muchedumbre y se metió por un estrecho callejón.
—Sin mi hermano, será un viaje largo y solitario.
—Dimas tiene más trabajos que hacer para el Señor —dijo Gayo.
—¿Para Jesús? ¿Cómo puede ser, cómo podéis ser tan ciegos? —dijo Tibro, frustrado—. Ha sido toda esa falsa predicación sobre Jesús lo que ha estado a punto de matarlo.
—¿Y ser un zelote en Jerusalén es mucho más seguro? —le dijo Gayo con una media sonrisa—. Quizá no debamos centrarnos en la teología, sino en hacerte salir de aquí sin problemas.
Gayo era nativo de Éfeso y conocía bien la ciudad de casi trescientos mil habitantes. Siguió adelante por calles estrecha y callejones por lo que rara vez pasaban los soldados mientras se alejaban del centro de la ciudad.
Tibro lo seguía y volvió a pensar en los momentos finales que pasó con su hermano, antes de que Dimas y Marco fueran hechos desaparecer de la prisión por sus compañeros cristianos y por Tibro, Gayo y otros dos ocuparon el lugar de los guardias.
—He arriesgado mi vida por ti, no por tu falso profeta Jesús —le había dicho Tibro a su hermano mayor durante el breve momento de su encuentro en la celda—. Ahora quiero que vuelvas conmigo a Jerusalén. Nuestros padres han muerto; solo quedamos nosotros dos.
Se había abrazado, pero entonces Dimas se apartó de Tibro y le dijo: