Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
—Lo siento, pero he entregado mi vida al Señor y debo ir adonde El me lleve.
—Si hubiese sabido que estabas tan loco con esta segunda oportunidad, ni siquiera hubiese venido a Éfeso.
—Lo siento, pero tengo que hacer lo que debo.
Tibro había respondido con un improperio y ahora se estremecía al recordar su ira. Él hubiera venido sin importarle las consecuencias ni lo que Dimas hiciera después. Lo impulsaba el amor a su hermano y también una sensación de culpabilidad por no haber sido capaz de salvar a su padre. Estaba decidido a que su hermano no corriera la misma suerte.
Los romanos son los enemigos —
se recordó Tibro
— y no estos cristianos, con independencia de lo equivocados que puedan estar.
Aunque Tibro decía que estaba muy enfadado con su hermano mayor, en realidad respetaba a Dimas por mantener sus principios. Dimas se consideraba obligado a cumplir un deber superior y ni siquiera los vínculos familiares podían hacer que abandonara al hombre al que llamaba su Señor. Pocas diferencias había con respecto a Tibro mismo y a su padre, quienes habían jurado fidelidad a la causa zelota de liberar la Tierra Santa del yugo de Roma.
¿Y qué pensar de la mujer, de Marcela?, se preguntó Tibro a sí mismo. Ella no solo era romana, sino también la esposa del gobernador. ¿Su convicción religiosa era tan poderosa como la de su hermano? ¿Era eso lo que le daba la fuerza para desafiar a su propio pueblo y unirse a aquella pandilla de harapientos?
Si Tibro no hubiese conocido a Marcela, nunca hubiera creído que una mujer romana pudiera albergar una fe tan fuerte. Sin embargo, corriendo un riesgo considerable, había aceptado ayudar a Tibro. De hecho, no habría habido esperanza de éxito sin su participación en la misión de rescate, porque ella les había franqueado la entrada en la prisión.
¿Por qué le había inspirado confianza tan rápidamente?, se preguntó Tibro. Si ella hubiera vacilado, hubiese perdido los nervios y le hubiera dicho a su esposo lo que estaban planeando, se habrían perdido muchas vidas. Pero, casi al momento de conocerla, supo que podía confiar en ella. Había visto esa verdad en sus ojos… y algo más poderoso y misterioso. Entre ellos había surgido una atracción… no, una conexión innegable. Si no hubiera sido la esposa del gobernador y cristiana y no se hubiera marchado en aquel mismo momento a la despreciada Roma, podría haberse permitido imaginar lo que sabía que nunca podría haber entre ellos.
—Ahí está Epafras —dijo Gayo, interrumpiendo las ensoñaciones de Tibro. Gayo señalaba a un hombre anciano que estaba sentado sobre una piedra miliaria en una encrucijada, a corta distancia.
Al ver a Gayo y a Tibro, Epafras levantó la mano y caminó hacia ellos. En cada brazo llevaba un paquete grande.
—Este es Epafras, mi hermano en Cristo —dijo Gayo a modo de presentación—, y este es Tibro bar-Dimas.
Epafras se inclinó hacia el joven.
—Por tu servicio a Dimas y a nuestra causa, muchas gracias.
Tibro movió la mano con impaciencia.
—No sirvo a ninguna otra causa que no sea nuestra común antipatía hacia Roma.
—Sin embargo, nos ayudaste a liberar a nuestro hermano Dimas —dijo Gayo—. Por eso, cuenta con nuestras oraciones y nuestro agradecimiento.
—Tú puedes llamar hermano a Dimas, pero es mi hermano carnal y solo por esa razón he venido.
—No es solo la sangre lo que hace hermanos a los hombres —dijo Gayo con una especie de sonrisa contemporizadora—. Todos los que hemos sido bautizados en el nombre de Jesucristo somos una familia. Por tanto, Dimas es tanto hermano nuestro como tuyo.
Tibro iba a empezar a discutir, pero luego lo pensó mejor.
—Supongo que tengo menos motivos de preocupación sabiendo que Dimas está entre hermanos.
—No temas —replicó Gayo—. Cuidaremos de él.
—¿Desde Éfeso, con Dimas en Roma? —dijo Tibro dubitativamente.
—No. A su lado, porque yo sigo ese camino, a Roma —señaló la carretera que llevaba al oeste desde la encrucijada—. Y allí está Jerusalén —indicó la carretera que salía hacia el este.
—Cuando veas a Dimas en Roma… —empezó a decir Tibro; después trató de encontrar las palabras para expresar lo que sentía.
—Siempre cuidaré de él —prometió Gayo—. Y me aseguraré de que te mande unas letras a Jerusalén.
—Estoy en deuda contigo —dijo Tibro.
—Como nosotros contigo.
Epafras le presentó uno de los paquetes que llevaba.
—Para ayudarnos en nuestro largo viaje, nuestros hermanos y hermanas en Cristo han preparado queso, aceitunas, higos y nueces. Lleva esta bolsa, come y disfruta —le entregó a Tibro el paquete; después le dio el segundo a Gayo.
Colgando el paquete debajo de su brazo izquierdo, Tibro cogió la mano de Epafras en agradecimiento. Gayo unió la suya a las de ellos y estuvieron un momento unidos como hermanos.
—Espero que me permitáis hacer una oración por vuestra seguridad —dijo Gayo— y por la de Dimas y quienes viajamos con él.
Tibro quiso protestar que él no necesitaba una oración en el nombre de alguien a quien consideraba un falso profeta, pero había calibrado la calidad de estos dos hombres y los consideró dignos de confianza, aunque equivocados. Como no quería dañar sus sentimientos, asintió y dijo:
—Sí, una oración.
—Padre nuestro, que estás en el Cielo, guía a este buen hombre en su largo viaje de vuelta a casa. Da ojos a sus pies para que no tropiece con una piedra y se lesione. Llena su boca de alimento y cantos hasta que este a salvo en su destino. Mira también con benevolencia a nuestros hermanos Di— mas bar-Dimas y Marco Antonio y a nuestras hermanas Marcela y Tamara. Otorga a su barco buenos vientos y buenos mares para que su viaje a Roma no encierre peligros. Te lo pedimos en el nombre de tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Amén.
Eliminando mentalmente la referencia a Jesús, Tibro añadió su «amén» a lo que, por lo demás, era una oración válida para un judío. Después, dejó a los hombres y empezó a andar por la carretera.
Mientras seguía el camino a mano derecha, se volvió varias veces hasta que dejó de ver a Gayo y a Epafras en la encrucijada. Después, Tibro dirigió su mirada a las aguas azules que se veían a distancia. No podía ver el barco, pero sabía que allí, en alguna parte, navegaba al viento de la tarde, surcando las aguas hacia Roma. Imaginó a su hermano de pie, a proa, y a su lado, la mujer, Marcela. Se preguntó si ella pensaría en él en ese momento e, incluso, si volvería a verla.
A muchas millas de distancia, en el mar, un pequeño barco navegaba rápidamente hacia la costa de Grecia, llevando a la esposa del gobernador Rufino Tácito a Roma. Los otros tres pasajeros eran meros sirvientes, al menos para la tripulación del barco.
A Dimas bar-Dimas le resultaba difícil representar el papel de sirviente. Aunque se consideraba siervo de Jesucristo, no sabía cómo humillarse correctamente como asistente de una mera mortal, incluso de una tan destacada como Marcela. Así, trató de pasar desapercibido, permaneciendo a solas en la borda, mirando al horizonte.
Marcela se le acercó, interrumpiendo sus meditaciones.
—Míralos —susurró ella, indicando con la cabeza la popa, donde Marco Antonio y Tamara estaban unidos por los brazos, sentados sobre un montón de velas—. Me alegro mucho de que hayamos podido conseguir la libertad de Marco. Significa mucho para ellos.
—Sí —replicó Dimas.
—¡Oh, qué bruta soy! —dijo Marcela, llevándose la mano a la boca—. Por supuesto, tu libertad significa mucho para ti también.
—¿Tú crees? —replicó Dimas, mirando de nuevo al mar.
—¿No valoras tu propia libertad y las cosas que puedes conseguir ahora?
—Claro que sí —dijo Dimas, volviéndose hacia ella—. Por favor, no creas que soy un ingrato. Estoy muy agradecido y tengo muy presente los riesgos que habéis arrostrado para rescatarnos.
—Entonces, ¿por qué cuestionas tu libertad?
—Porque me pregunto di Dios quería verdaderamente que yo fuese a Roma —confesó—. Quizá quisiera que afrontara mi muerte en la cruz, de manera que, por mi ejemplo, el Señor pudiera inspirar a los fieles de Éfeso.
—Dimas, tranquiliza tu mente. Has hecho lo correcto —dijo Marcela.
—¿Cómo puedes estar segura?
—¿No me hablaste de una tarea que te encargó el apóstol Pablo? Todavía no has acabado lo que te encomendó, ¿no es así?
—No está acabado —admitió Dimas.
—Y hay mucho más que hacer al servicio de nuestro Señor. ¿Quién puede estar, me pregunto yo, mejor preparado que tú, cuyo propio padre acompañó a nuestro Señor al Cielo, para servirle? No, tú no estabas destinado a esa muerte. No hoy.
—Espero que tengas razón.
—Sé que la tengo —dijo ella—. Después de todo, si no fuese por ti, no me contaría ahora entre los fieles.
Dimas sonrió y le puso la mano en el hombro.
—Quizá tengas razón. Quizá Dios me esté hablando ahora mismo a través de ti.
Marcela le devolvió la sonrisa; después se alejó, dirigiéndose a un sillón especial que habían subido a bordo para ella, de acuerdo con su categoría.
De nuevo solo en la borda, Dimas trató de convencerse de que Marcela tenía razón. Quizá su trabajo todavía no estuviese hecho. Pensó en el amor que su hermano le había demostrado al arriesgar su vida no solo para salvarlo a él, sino también a un centurión romano. Y lo hizo a pesar de no ser creyente.
Dimas oró por Tibro, no solo por su seguridad, sino también para que pudiera llegar a conocer algún día el abrazo amoroso de Jesús. Oró también por los buenos cristianos de Éfeso que le habían ayudado a escapar. Aunque pudiera cuestionar su decisión de utilizar la fuerza contra los soldados que solo estaban haciendo su trabajo, no cuestionó los motivos subyacentes que los habían llevado a actuar. Se habían puesto ellos mismos en peligro para rescatarlo y, sin ninguna duda, tendrían que afrontar toda la ira de Rufino si alguna vez descubriera quiénes fueron.
Tras sus oraciones, Dimas preparó una mesa improvisada y sacó el papiro en el que había estado escribiendo su relato de la vida de Jesús:
Por mi predicación, he recibido a manos de mis torturadores cuarenta golpes menos uno con la vara. He sido apedreado casi hasta la muerte y he sido arrojado a la prisión bajo pena de crucifixión. He viajado por el mar; he estado en peligro de inundaciones, de ladrones e incluso de mi propio pueblo que aún no ha recibido a nuestro Señor.
Y, sin embargo, en todas esas situaciones, el Señor mi Dios me ha cuidado, ha enviado a su ángel para protegerme y me ha mostrado el camino.
Cuando Marcela se sentó cerca, observando a Dimas mientras trabajaba, veía en cada gesto al joven Tibro y deseó estar de nuevo en su presencia.
¿Cómo podía sentir tal cosa?, se reprendió a sí misma. Ella no solo era una mujer casada; era cristiana. Sin duda, tales sentimientos con respecto a un hombre que no fuese su marido eran pecaminosos a los ojos de Dios. Pero, ¿no era ese mismo Dios quien los había llevado a encontrarse?
Aunque la desconcertara la intensidad de sus sentimientos, sabía que no podía expulsar a Tibro bar-Dimas de su mente. Es más, no tenía ningún deseo de hacerlo.
Miró hacia atrás, hacia Éfeso, pensando en Tibro, esperando y pidiendo que estuviese a salvo y él estuviera pensando en ella.
C
uando el padre Michael Flannery regresó a Jerusalén, no se lo comunicó inmediatamente a Preston Lewkis ni al resto del equipo de investigación. En cambio, tomó una habitación en un pequeño hotel que tenía un patio con limoneros y naranjos aromáticos. Comió en el patio, rematando la comida con un café muy rico, convenientemente adulterado con una buena cantidad de nata y azúcar.
Después de comer, Flannery se encaminó a la Ciudad Vieja, a uno de los lugares más sagrados de la cristiandad, la Iglesia del Santo Sepulcro, situada en pleno barrio musulmán. Mientras caminaba, sentía bajo sus pies las antiguas losas, desgastadas y lisas por las pisadas de millones de peregrinos a lo largo de dos milenios. Estaba seguro de que los mismos pies de Jesús habían pisado esa misma vía y de que Jesús había olido los mismos aromas de queso, aceitunas, vinagre, madera aceitosa y una cacofonía de especias, incluso aquel débil olor a orina.
A su alrededor, los comerciantes atraían a turistas y peregrinos con velas de colores chillones, agua bendita del río Jordán, rosarios y frascos de tierra de la Tierra Santa.
La gran iglesia estaba llena de fieles, muchos de los cuales sostenían cirios que parpadeaban, echaban humo y tiraban cera al suelo. Flannery pasó a través de la muchedumbre que cantaba y rezaba y, en un rápido vuelo de diecinueve escalones, llegó hasta una capilla en la que colgaban lámparas de oro y un gran crucifijo bizantino, el lugar de la duodécima estación del viacrucis, el Gólgota, el sitio de la crucifixión. Mientras se acercaba al altar de mármol, miró los iconos de tamaño natural de Cristo en la cruz, flaqueado a su derecha por la Virgen María y a su izquierda por el apóstol Juan.
Arrodillándose debajo del altar, Flannery metió la mano en el agujero practicado en el suelo, con un borde de oro, que señalaba el lugar en el que fue levantada la cruz de Jesús. Notó una losa lisa, plana, fría al tacto, la cumbre del Gólgota.
Hechas sus oraciones, regresó, escaleras abajo, y visitó la decimotercera estación, la losa de mármol sobre la que lavaron el cuerpo de Jesús antes de sepultarlo. La losa estaba cubierta de pétalos de rosa y mojada, con charquitos de agua. Muchos fieles metían sus rosarios y cruces en el agua, mojándose después la cara con ella mientras rezaban. Una pareja de agentes de seguridad israelíes paseaban por allí, con los fusiles al hombro en plan más bien informal.