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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

El Mar De Fuego (59 page)

BOOK: El Mar De Fuego
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—Por lo menos, mientras habla, tenemos tiempo...

—¿Para qué? —replicó Haplo amargamente—. ¿Para escribir una carta póstuma a los tuyos, tal vez?

—No me han hecho nada.

—¿Por qué habrían de molestarse? Saben que no vamos a ir a ninguna parte.

—Pero tu nave...

—Da un paso hacia ella y será el último que des. —Haplo exhaló un jadeo tembloroso y reprimió un gemido—. Observa la nave dragón de Kleitus. Verás que la duquesa no presta atención al discurso de su marido.

Alfred alzó la vista y descubrió que el lázaro de Jera lo miraba sin disimulo.

—Ella sabe lo de la nave y lo de la Puerta de la Muerte, ¿recuerdas? —Haplo se incorporó con esfuerzo hasta quedar más erguido, venciendo el terrible dolor que le causaba el movimiento. El perro, siempre cerca de él, lanzó un gañido de condolencia—. Sospecho... que quieren apoderarse de ella para intentar entrar...

—¡Entrar en los mundos de los vivos! ¡Entrar para matar! ¡Es..., es espantoso! ¡Tenemos que hacer algo!

—Estoy abierto a tus sugerencias —contestó Haplo secamente.

El patryn había conseguido —Alfred no podía ni imaginar a costa de qué terrible dolor— arrancarse la mayor parte del asta de la flecha clavada en el muslo, pero la punta del dardo seguía alojado en su muslo y toda la pernera de su pantalón estaba empapada de sangre. La blusa se le había adherido a la herida del brazo, formando un tosco vendaje. El profundo tajo se abriría y empezaría a sangrar al menor movimiento que hiciera.

—Tal vez tengamos una oportunidad —dijo en un susurro, con la mirada fija en el joven duque—. Supongo que entiendes adonde conduce su discurso.

Alfred no respondió.

—Cuando avancen para acabar con él, corramos hacia la nave. Una vez a bordo, las runas nos protegerán. Espero.

Alfred miró a Jonathan, solo ante los cadáveres.

—¿Te refieres a... abandonarlo?

La mano ensangrentada de Haplo agarró por el cuello de la túnica a Alfred y acercó el rostro del sartán a dos dedos del suyo.

—¡Escúchame, maldita sea! ¡Sabes muy bien qué sucederá si esos lázaros atraviesan la Puerta de la Muerte! ¿Cuántos inocentes morirán? ¿Cuántos en Ariano, en Pryan...? Compara eso con la vida de un hombre en este mundo. Tú le has hecho creer en ese «poder superior». ¡Tú eres quien lo ha llevado a este final! ¿Quieres ser responsable también de llevar la muerte misma a través de la Puerta de la Muerte?

Alfred notó la lengua entumecida. Incapaz de hablar, se quedó mirando a Haplo con muda perplejidad.

La voz de Jonathan, firme, potente y enérgica, atrajo la atención de los dos. Atrajo incluso la mirada muerta de Jera.

—¡Vuestras runas de reclusión no han servido para impedir el paso a quienes han acudido en busca de la verdad! He visto. He oído. He tocado. Todavía no comprendo, pero tengo fe. Y os demostraré que cuanto he descubierto es cierto.

Jonathan dio un paso adelante y alzó la mano en gesto de súplica.

—Amada esposa, te he causado un gran perjuicio y quisiera enmendarlo. Mátame aquí mismo. Moriré con gusto a tus manos. Y luego resucítame para que me sume a tus filas, a las filas de los eternamente condenados.

El lázaro que una vez había sido la duquesa Jera se apartó del lázaro de Kleitus y descendió la rampa que conducía de la nave al muelle. Su fantasma, atrapado en el cuerpo muerto, sobresalió por delante de éste cuanto pudo, con unas manos efímeras extendidas al frente con ansiosa impaciencia.

Por las mejillas de Jonathan resbalaron unas lágrimas.

—Así viniste a mí en nuestra boda, Jera...

El duque la esperó. Los muertos se congregaron en torno a ellos y esperaron. El cadáver del príncipe Edmund y su fantasma vaporoso, flotando en sus inmediaciones, esperaron. El lázaro de Kleitus, a bordo de la nave, se rió y esperó.

El cadáver alargó las manos como si quisiera estrechar a su esposo contra su pecho. Pero los crueles dedos, fuertes en la muerte, se cerraron por el contrario en torno al cuello de Jonathan.

—¡Ahora! —exclamó Haplo.

CAPÍTULO 46

PUERTO SEGURO, ABARRACH

Haplo tendió la mano a Alfred para que lo sostuviera. El sartán volvió la cabeza para dirigir una mirada aterrada a su espalda. La muralla de cadáveres que rodeaba a Jonathan le impedía ver al joven duque. Vio puños levantados y el centelleo de una espada, seguido de un gemido ahogado. Cuando el acero se alzó de nuevo, estaba ensangrentado.

Una densa oscuridad envolvió a Alfred. Lo embargó una lasitud reconfortante y sedante, la sensación de haber encontrado un rincón donde esconderse y no ser responsable de nada de lo que sucedía, incluida su propia muerte.

—¡Alfred, no vayas a desmayarte! ¡Maldita sea, sartán, por una vez en tu miserable vida, asume la responsabilidad!

Responsabilidad. Sí, era responsable. Responsable de aquello..., de todo aquello. Había sido como uno de aquellos cadáveres ambulantes, se dijo, vagando por la tierra en un pellejo animado, con el alma enterrada en una tumba de cristal...

—No puedes hacer nada por Jonathan —rugió la voz de Haplo—, salvo morir con él. ¡Ayúdame a llegar a la nave!

La oscuridad se retiró, pero pareció llevarse con ella todos los sentimientos y todo pensamiento racional. Aturdido, Alfred hizo lo que le decía Haplo, obedeciéndolo como un títere en manos de un niño. El sartán pasó los brazos en torno al hombro y el brazo del patryn. Alfred fue el sostén de los pasos renqueantes de Haplo y éste lo fue del ánimo renqueante del sartán.—¡Detenedlos! —aulló Kleitus, furioso—. ¡Necesito esa nave! ¡Dejadme pasar para detenerlos!

Pero un millar de cadáveres agolpados en el embarcadero, dispuestos a matar, se interpusieron entre el dinasta y su presa. Algunos de los muertos oyeron el grito de Kleitus, pero la mayoría sólo escuchó los gritos de su víctima, que se les unía en la muerte.

—¡No mires atrás! —le ordenó Haplo con el poco aliento que le quedaba—. ¡Sigue corriendo!

A Alfred le dolía el brazo del esfuerzo de sostener al patryn, y el fuego del mar de magma que refulgía a su alrededor le quemaba los pulmones. Trató de invocar la magia pero estaba demasiado asustado, demasiado agotado, demasiado débil. Los signos mágicos surgieron de sus manos y estallaron ante sus ojos en destellos desconcertantes. Eran como un lenguaje olvidado, carente de significado para él.

Haplo apoyó todo su peso en el sartán y sus pies resbalaron, aunque en ningún momento dejaron de avanzar. Alfred lo miró y observó el rostro ceniciento del patryn, sus mandíbulas apretadas y el sudor que brillaba en su piel. Estaban cerca de su objetivo; la nave se alzaba ante ellos. Pero el rumor de unas pisadas sonaba muy próximo.

El ruido de pisadas impulsó a Alfred a continuar. Estaba cerca, muy cerca...

Un revuelo de túnicas negras se alzó ante ellos como un muro hecho de negra noche.

—Maldito sea todo... —masculló Haplo en un susurro tan lleno de agotamiento que sonó despreocupado.

En su temor a los muertos, se habían olvidado de los vivos. Ante ellos estaba Baltazar. Pálido, sereno, con el reflejo rojizo del magma en sus ojos negros, el nigromante de Kairn Telest les cortaba el paso hacia la nave. Baltazar levantó las manos temblorosas y Alfred se estremeció de terror. Pero las manos se juntaron en un gesto de súplica.

—¡Llevadnos con vosotros! —les rogó—. ¡Llevadnos a mí y a mi pueblo! ¡A todos los que quepamos a bordo!

Haplo dirigió una mirada penetrante a Baltazar pero, de momento, el patryn era incapaz de responder; le faltaba el aliento para pronunciar palabra alguna. Alfred imaginó que el nigromante ya había intentado abordar la nave, pero las runas protectoras del patryn debían de habérselo impedido. Tras ellos, las pisadas se hicieron más sonoras. El perro lanzó un ladrido de advertencia.

—¡Te enseñaré nigromancia! —dijo Baltazar en un susurro apremiante—. ¡Piensa en el poder que te dará en los otros mundos! ¡Ejércitos de cadáveres que luchen por ti! ¡Legiones de muertos a tu servicio!

Haplo dirigió una brevísima mirada a Alfred. Este bajó la vista. Estaba cansado, derrotado. Había hecho todo lo posible y no había sido suficiente. En la cámara había nacido dentro de él una esperanza, inexplicable y apenas entendida. Y esta esperanza había muerto con Jonathan.

—No —respondió Haplo.

Los ojos color azabache de Baltazar se desorbitaron de perplejidad, lo miraron con incredulidad y se entrecerraron de rabia. Las cejas oscuras se fruncieron hasta juntarse y las manos suplicantes se cerraron en puños apretados.

—¡Esta nave es nuestro único medio de escape! ¡Si tu cuerpo vivo no me dice cómo romper las runas de protección, lo hará tu cadáver! —declaró el nigromante dando un paso hacia Haplo.

El patryn dio un empujón a Alfred que mandó al sartán, trastabillando, contra una bala de hierba de kairn.

—¡No podrás, si mi cuerpo está ahí dentro! —Haplo señaló el mar de magma. En precario equilibrio sobre la pierna buena y blandiendo el machete en su mano ensangrentada, se detuvo al borde del muelle de obsidiana, apenas a un par de pasos de aquella muerte achicharrante.

Baltazar se detuvo. Alfred advirtió vagamente que los gritos de Kleitus se hacían más potentes y que eran más numerosas las pisadas que corrían hacia donde estaban. El perro había dejado de ladrar y permanecía al costado de su amo. Alfred se incorporó de la bala de hierba sin saber muy bien qué hacer e intentó desesperadamente invocar su magia.

Una voz helada sonó junto a su oído.

—Deja que se vayan, Baltazar.

El nigromante dirigió una mirada de conmiseración al príncipe y movió la cabeza en gesto de negativa.

—Ahora estás muerto, Edmund. Ya no tienes poder sobre los vivos.

Baltazar dio otro paso hacia Haplo. Éste se acercó otro paso al borde del abismo mortal.

—Deja que se vayan —repitió el príncipe Edmund con voz severa.

—¿Pretendes causar la perdición de tu propio pueblo, Alteza? —El nigromante de Kairn Telest soltaba espumarajos por la boca—. ¡Yo puedo salvarlo! ¡Yo...!

El cadáver de Edmund levantó su mano cerúlea; un relámpago saltó de ella, viajó centelleante y se estrelló en el suelo de obsidiana ante los pies de su antiguo consejero. Baltazar retrocedió y miró al príncipe con miedo y asombro.

Edmund dio un suave empujón a Alfred.

—Coge a tu amigo y ayúdalo a subir a la nave. Será mejor que os deis prisa. Los lázaros vienen en vuestra búsqueda.

Boquiabierto, estupefacto, Alfred obedeció y llegó hasta Haplo en el momento en que a éste empezaban a fallarle las piernas. Juntos —el sartán guiando los pasos debilitados de su enemigo ancestral—, los dos apresuraron la marcha hacia la nave.

De pronto, Alfred chocó contra una barrera invisible y tuvo la sorprendente impresión de ver centellear unos signos mágicos rojos y azules en torno a él. Una palabra de Haplo, casi inaudible, hizo que la barrera desapareciera. Alfred continuó la marcha con el patryn colgado pesadamente a su espalda. Haplo ponía una mueca de dolor al menor movimiento.

Baltazar vio bajadas las defensas mágicas y dio un paso desafiante hacia ellos.

—Hazlo y te mato, amigo mío —anunció la voz del príncipe, no con rabia sino con pena—. ¿Qué importa un muerto más o menos en este mundo nuestro?

Alfred contuvo el aliento en un sollozo acallado.

—¡Súbenos a bordo, maldita sea! —exclamó Haplo entre dientes—. ¡Tienes que hacerlo! ¡Yo no puedo! ¡He perdido... demasiada sangre...!

La nave flotaba sobre el mar de Fuego. Un ancho abismo de magma rojo incandescente se abría entre ellos y su esperanza de escapar de Abarrach. No había pasarela ni cuerdas... Detrás de ellos, Kleitus había saltado de su embarcación de hierro y venía al frente de sus muertos, guiándolos al asalto, instándolos a adueñarse de la codiciada nave alada, arengándolos a navegar en ella a través de la Puerta de la Muerte.

Alfred reprimió las lágrimas y volvió a ver con claridad las runas, fue capaz de leerlas y entenderlas. Tejió las runas en una red brillante y luminosa que los envolvió a él, a Haplo y al perro del patryn. La red los alzó en el aire, como si un pescador invisible cobrara su captura, y los transportó a bordo del
Ala de Dragón.

Las runas de su enemigo se cerraron, protectoras, tras el sartán.

Alfred contempló el muelle desde la portilla del puente. Los muertos, conducidos por el lázaro del dinasta, se arremolinaron en torno a la nave dragón, estrellándose infructuosamente contra las runas. Baltazar no aparecía por ninguna parte. O había muerto a manos de los lázaros, o había conseguido escapar a tiempo.

Los vivos de Kairn Telest estaban abandonando Puerto Seguro para buscar refugio en las cavernas de Salfag o más allá. Alfred distinguió a los fugitivos, que formaban una columna larga, rala y raída, avanzando a marchas forzadas por la planicie. Los muertos, distraídos momentáneamente por su deseo de capturar la nave, los dejaban escapar. No importaba. ¿Dónde podrían ocultarse los vivos que los muertos no pudieran encontrarlos? No importaba. Nada importaba...

Kleitus gritó una orden. Los demás lázaros cesaron en sus vanos esfuerzos y se congregaron en torno a su líder. Las filas del ejército de cadáveres se abrieron y Alfred vio por un instante el cuerpo de Jonathan tendido en el embarcadero, inmóvil. Jera se inclinó sobre él y tomó el cuerpo del duque entre sus brazos muertos. A continuación, entonó el cántico que devolvería a Jonathan a su terrible y atormentada existencia.

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