—Por qué lo sé o cómo lo sé. Es extraño, como si ya hubiese estado allí.
—Guarda ese libro, Raistlin, y olvídate de todo esto —pidió el hombretón, preocupado—. El viaje sería muy duro para ti. No podemos escalar la montaña...
—No tenemos que hacerlo —dijo Raistlin.
—Aunque deje de nevar, hará frío, humedad y será un viaje peligroso —añadió Caramon—. ¿Y si Verminaard vuelve otra vez y nos sorprende en campo abierto?
—Eso no ocurrirá porque no estaremos en campo abierto. —El mago asestó una mirada furiosa a su gemelo—. ¡Deja de discutir y ve a llenar el odre de agua!
—No. —Caramon sacudió la cabeza—. No lo haré.
Raistlin inhaló con un ruido que sonaba como un borboteo y luego soltó el aire con fuerza.
—Hermano mío —empezó con suavidad—, si no hacemos este viaje, Tanis y Flint no encontrarán la puerta, y menos aún la forma de entrar en la montaña.
—¿Estás seguro de eso? —Caramon miró a su hermano a los ojos, fijamente.
—Tan seguro como que les aguarda la muerte, que nos aguarda a todos, si fracasan —contestó el mago sin que le flaqueara la voz ni le vacilara la mirada.
Caramon dio un profundo suspiro, se agachó para recoger el odre y salió de nuevo a la noche y a la nieve.
Raistlin se relajó en la silla, dejó a un lado el libro de hechizos de encuademación en azul oscuro y abrió el suyo.
—Qué alma cándida eres, hermano mío —comentó en tono mordaz.
Al salir, Caramon atisbó a Sturm apostado cerca de la cueva. El hombretón sabía perfectamente bien la razón por la que Sturm se encontraba allí. Había notado que el caballero los observaba en la reunión. Sturm no se rebajaría a espiar a sus amigos; ni a sus enemigos, de hecho. Un acto tan deshonroso iba en contra del Código y la Medida, las rígidas directrices que regían la vida de un Caballero de Solamnia. Sin embargo, el Código y la Medida no mencionaban nada sobre una persuasión amigable. Sturm estaba allí para abordar a Caramon y sacarle la verdad con «persuasión».
El hombretón no sabía guardar secretos; y mentir, menos aún. Si le contaba a Sturm que Raistlin planeaba ir al Monte de la Calavera, el caballero se lo diría a Tanis y sólo los dioses sabían en qué quedaría aquello... Una discusión desagradable en el mejor de los casos; en el peor, una ruptura desastrosa entre amigos de mucho tiempo. Caramon habría querido que Sturm se olvidara del tema.
Una fuerte ráfaga arremolinó los copos de nieve y le permitió ocultar sus movimientos; descendió por la larga cuesta hasta el arroyo. La nevisca cesó, las nubes se abrieron y salieron las estrellas. Echando una ojeada hacia atrás, divisó la silueta de Sturm a la plateada luz de Solinari, todavía deambulando por las inmediaciones de la cueva.
«Dentro de un rato renunciará y se irá a la cama»,
razonó Caramon.
Al hombretón no le gustaba el plan de su hermano de ir a ese sitio encantado del Monte de la Calavera, pero confiaba en él y creía en el argumento de Raistlin de que el viaje era necesario para salvar vidas. Sabía que era el único en tener esa confianza en su gemelo.
«Bueno, no exactamente. A menudo Tanis busca a Raistlin para pedirle consejo.»
Era esa certeza más que el razonamiento de su hermano lo que finalmente lo había inducido a secundarlo en su plan.
«Tanis aprobaría que nos fuéramos si tuviera tiempo para pensar en ello
—se dijo para sus adentros Caramon—.
Lo que ocurre es que todo ha pasado muy de prisa y Tanis ya tiene muchas cosas de las que preocuparse, tal como están las cosas.»
En cuanto a que Raistlin supiera dónde encontrar el Monte de la Calavera y cómo se proponía llegar allí, Caramon sabía que era mejor no preguntar nada; de todos modos, suponía que tampoco lo entendería. Nunca había entendido a su gemelo, ni siquiera cuando eran niños, y tampoco ahora. La terrible Prueba en la Torre de la Alta Hechicería había cambiado para siempre a su hermano en unos modos que escapaban a su comprensión.
La Prueba también había cambiado para siempre la relación entre ambos. El secreto que Caramon guardaba era lo que había descubierto acerca de su hermano en la Torre. Era un secreto oscuro y espantoso, y Caramon lo guardaba principalmente porque nunca se permitía pensar en ello.
Tras haber sorteado a Sturm, el hombretón alzó la cabeza y respiró el aire frío de la noche. Se sentía mejor a campo raso, lejos de las voces. Allí podía pensar. Caramon no era estúpido, como algunos creían. Le gustaba considerar un problema desde todos los ángulos, rumiarlo, darle vueltas, y eso era lo que lo hacía parecer lento. Nadie se había sorprendido más que él cuando sus amigos elogiaron su idea de que Raistlin usara la magia para provocar una avalancha que cerrara el paso.
Caramon se sentía tan bien allí, a solas, que cuando empezó otra vez a nevar sacó la lengua para atrapar los copos, como había hecho de pequeño. La nieve siempre hacía que volviera a sentirse niño de nuevo. Si la nevada hubiese sido más profunda habría estado tentado de tumbarse en ella boca arriba, abrir y cerrar brazos y piernas y hacer la figura del pájaro en vuelo. Sin embargo, la nieve no era todavía lo bastante profunda y tampoco parecía que tal cosa fuera a ocurrir pronto; las estrellas resplandecían entre las nubes.
Mientras sorteaba el obstáculo de un afloramiento rocoso que se encontraba en su camino y a la vez intentaba no perder el equilibrio, Caramon estuvo a punto de darse de bruces con Tika.
—¡Caramon! —soltó ella, complacida.
—¡Tika! —exclamó él, alarmado.
Se sintió como el guerrero del dicho popular que había esquivado a los kobolds para ir a caer víctima de los goblins. Había conseguido escabullirse de las preguntas de Sturm, pero si había una persona en el mundo capaz de enredarlo en sus rizos pelirrojos y engatusarlo para sacarle lo que quería saber, ésa era Tika Waylan.
—¿Qué haces aquí fuera en plena noche? —le preguntó la joven.
—Iba por agua —contestó Caramon al tiempo que alzaba el odre. Rebulló un instante, nervioso, apoyando el peso ora en un pie ora en otro, y después añadió:— ¡Tengo que irme ya! —y echó a andar.
—Yo también voy al arroyo —dijo Tika, que lo alcanzó—. Me temo que me perdí en la nieve. —Deslizó una mano por el brazo del hombretón para agarrarse—. Pero no tengo miedo cuando estoy contigo.
Caramon tembló de la cabeza a los pies. Hubo un tiempo en el que había pensado que Tika Waylan era la chica más fea que había en el mundo, además de ser el mayor incordio que hubiera pisado la faz de Krynn. Se había ausentado cinco años —en los que había trabajado como mercenario junto a su gemelo— y al regresar y ver a Tika le pareció la mujer más atractiva y maravillosa que había conocido en su vida; y no habían sido pocas.
Robusto, apuesto, fuerte y musculoso, con una sonrisa risueña y de natural bueno, a Caramon nunca le había faltado compañía femenina. Les gustaba a las chicas y las chicas le gustaban a él. Se había permitido tener numerosos devaneos con incontables mujeres y había pasado más veces de las que podía contar acurrucado con alguien en los altillos de establos y entre la paja de almiares. Sin embargo, ninguna mujer le había llegado al corazón. No hasta que apareció Tika. Y de hecho no es que le hubiese llegado al corazón, sino que el corazón le había saltado del pecho para caer rendido a sus pies.
Deseaba ser un hombre mejor por ella. Deseaba ser más listo, más valiente, y, no obstante, cada vez que estaba con ella se ponía nervioso y se atolondraba, sobre todo cuando se arrimaba a él, como hacía ahora. Caramon recordaba una conversación que había tenido con Goldmoon. La mujer de las Llanuras le había advertido que, a pesar de que Tika hablara y actuara como una mujer mundana, en realidad era joven e inocente. Caramon no debía aprovecharse de ella o le haría mucho daño. El hombretón estaba decidido a mantener un estricto control sobre sí mismo, pero le resultaba muy difícil cuando Tika lo miraba como hacía en ese momento, con la nieve arrancando destellos de los rizos pelirrojos, las mejillas arreboladas por el frío y los verdes ojos resplandecientes.
De repente, Caramon empezó a sospechar que la joven no estaba allí fuera para ir al arroyo. No llevaba cubo y, desde luego, no se iba a bañar. Iba al arroyo porque quería estar con él y aunque la idea era tan estimulante como un ponche con especias, el hecho de saberlo sólo conseguía incrementar su confusión.
Caminaron en silencio, con Tika echándole miradas de soslayo cada dos por tres, como esperando a que hablase. A él no se le ocurría nada de lo que hablar y entonces, cómo no, la joven dijo lo peor que podía haber dicho:
—He oído que tu hermano quería marcharse a una terrible fortaleza que se llama el Monte de la Calavera, pero que Tanis no lo dejó. —Tika tuvo un escalofrío y se apretó más contra él—. Me alegra que no vayas allí.
Caramon masculló algo ininteligible y siguió caminando. La cara le ardía. Seguramente llevaba escrita en la frente la palabra «culpable» y en letras tan grandes que hasta un enano gully podría leerla. Vio que la mirada de ella se desviaba hacia el odre y vio que los verdes ojos se entrecerraban. Caramon gimió para sus adentros.
Tika le soltó el brazo, se apartó de él un paso para que la ardiente rabia de su mirada cayera de lleno sobre él.
—Os marcháis, ¿verdad? —gritó—. ¡Vais a ir a ese sitio espantoso que todo el mundo sabe que está encantado y lleno de fantasmas!
—No está encantado —fue la débil protesta de Caramon.
Al instante se dio cuenta de que tendría que haber negado en redondo que iban allí, pero es que era incapaz de pensar cuando la tenía cerca.
—¡Aja! ¡Así que lo admites! ¡Flint dice que el Monte de la Calavera está encantado! —repuso Tika—. Y él debe de saberlo, ya que nació y creció por esa zona. ¿Sabe Tanis que os marcháis? —Ella misma se encargó de responder a su pregunta—. Por supuesto que no. ¡Así que pensabas irte donde conseguirás que te maten sin despedirte siquiera de mí!
Caramon no tenía ni idea de cómo refutar todas esas acusaciones.
—Nadie va a matarme —contestó por fin de un modo poco convincente—. Raist dice...
—¡Raist dice! —lo imitó Tika—. ¿Por qué va Raistlin? Porque lo que sea tiene algo que ver con ese hechicero, Fistandelano o como quiera que se llame, ése del que me hablaste. El infame hechicero que vestía la Túnica Negra y uno de cuyos infames libros lleva siempre encima Raistlin. Laurana me explicó lo que Flint contó sobre el Monte de la Calavera. Sólo que ella no sabe que yo sé lo que sabes tú: que Raistlin tiene una especie de conexión rara con ese mago muerto.
—No se lo dijiste, ¿verdad? —preguntó Caramon, temeroso—. No se lo has contado a nadie, ¿eh?
—No, no se lo dije, aunque quizá debería hacerlo.
Tika lo miró a la cara con la cabeza inclinada hacia atrás y los verdes ojos echándole chispas.
—Si me quieres, Caramon, no te irás. ¡Le dirás a ese hermano tuyo que ya puede buscarse a otro que arriesgue la vida por él y le haga los recados y le prepare su estúpida infusión!
—Te quiero, Tika —admitió el hombretón, desesperado—, pero Raist es mi hermano. Sólo nos tenemos el uno al otro y dice que este viaje es importante, que la vida de todas esas personas depende de ello.
—¡Y tú le crees! —se mofó la joven.
—Sí —respondió Caramon con sencilla dignidad—. Le creo.
A Tika se le llenaron los ojos de lágrimas, que en seguida se deslizaron por las pecosas mejillas de la joven.
—¡Espero que un fantasma te chupe toda la sangre hasta dejarte sin una gota! —sollozó, furiosa, y luego echó a correr.
—¡Tika! —llamó Caramon, desconsolado.
La joven no miró atrás y, resbalando y tropezando, siguió corriendo por las piedras cubiertas de nieve.
Caramon habría querido ir tras ella, pero no lo hizo porque ¿qué podía decirle? No estaba en posición de darle lo que quería. No podía abandonar a su hermano por ella a pesar de lo mucho que la adoraba. Raistlin siempre había estado antes que nadie. Tika era fuerte. Raist era débil, frágil, enfermizo.
—Me necesita —se dijo Caramon en voz baja—. Depende de mí y cuenta conmigo. Si no estuviera a su lado para ayudarlo podría morir, igual que de pequeños. Ella no lo entiende.
Se encaminó de nuevo hacia el arroyo para llenar el odre, pese a que ahora ya no saldrían de viaje. Tika iría derecha a hablar con Tanis, y entonces el semielfo iría a hablar con Raistlin y le prohibiría que siguiera adelante con su plan, y Raistlin comprendería que él había descubierto el pastel. Si se entretenía un rato, a lo mejor la furia de su hermano se habría calmado para cuando volviera a la cueva. Caramon lo dudaba, pero siempre cabía la posibilidad.
* * *
Caramon se detuvo ante la boca de la cueva para armarse de valor, después apartó la mampara y entró.
—Raist, siento que... Se paró al tiempo que guardaba silencio. Su gemelo dormía profundamente, envuelto en la manta y con la mano posada en el bastón que nunca dejaba lejos de él. La mochila con los libros de hechizos se encontraba junto a la entrada, al igual que la mochila del guerrero, todo preparado para emprender la marcha muy temprano.
Una oleada de alivio le recorrió de la cabeza a los pies. ¡Tika no se lo había dicho a Tanis! ¡Quizá, después de todo, lo había entendido!
Moviéndose con gran cuidado, dejó el odre lleno de agua en el suelo, se quitó la camisa, se tumbó y, con la despreocupación de quien tiene la conciencia tranquila, se quedó dormido casi de inmediato.
Salida a hurtadillas
Ojos en el cielo
Día de colada
La mano de su hermano lo sacudió por el hombro y lo despertó.
—¡Guarda silencio! —susurró Raistlin—. ¡Y date prisa! ¡Quiero marcharme antes de que nadie se levante!
—¿Y qué pasa con el desayuno? —preguntó Caramon.
Raistlin le asestó una mirada de aversión.
—Bueno, tengo hambre —dijo el guerrero.
—Comeremos en el camino —contestó su hermano.
Caramon suspiró. Recogió las dos mochilas y el odre y salió de la cueva en pos de su hermano. El cielo estaba oscuro y cuajado de estrellas. El aire era frío y tan cortante que pinchaba al entrar en los pulmones. Había dejado de nevar a lo largo de la noche, poco después de alfombrar el suelo. No obstante, las nubes se acumulaban encima de las montañas; volvería a nevar antes de que acabara el día.
Solinari, la luna plateada, tenía forma de hoz en el cielo. Lunitari, la luna roja y diosa de la magia practicada por Raistlin, entraba en el último cuarto creciente. Su luz rojiza proyectaba sombras misteriosas en la nieve. El mago alzó los ojos hacia el astro y sonrió.