El mazo de Kharas (8 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El mazo de Kharas
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—Señor, afirmas que estaremos a salvo del dragón si nos quedamos aquí, pero el dragón no es nuestro único enemigo. Tenemos otro adversario en el invierno y es igual de mortífero. ¿Qué pasará cuando empiecen a escasear nuestras reservas de comida y falte la caza? ¿O cuando el crudo invierno y la carencia de buenos alimentos provoquen enfermedades y muertes entre los mayores y los niños? —Se giró hacia Tanis.

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Y tú, semielfo, quieres que nos marchemos. Bien, de acuerdo. ¿Dónde iremos? ¡Contéstame a eso! ¿Nos harías ponernos en camino sin haber previsto el lugar al que dirigirnos y correr el riesgo de perdernos en terreno agreste o morir de hambre en alguna ladera congelada?

Antes de que Tanis tuviera ocasión de contestar, entró una bocanada de aire helado. La trabajada mampara de ramas entretejidas y pieles de animales que cubría la boca de la cueva de Hederick crujió y se desplazó hacia un lado. La luz de la antorcha parpadeó con el viento; las llamas de la lumbre temblaron. Todos se volvieron para ver quién había llegado.

Raistlin entró en la zona de la reunión. El mago llevaba la capucha bien echada sobre la cara.

—Ha empezado a nevar —informó.

—¿Es que disfruta trayendo malas noticias? —rezongó Sturm.

—¿Qué hace aquí? —demandó Flint.

—Le pedí que viniera y le dije cuándo era la reunión —repuso Tanis, irritado—. ¡Me pregunto por qué llega tarde!

—Porque así podía hacer una entrada efectista —dijo Sturm.

Raistlin se adelantó para acercarse a la lumbre. El mago se movió despacio, sin apresurarse, consciente de que todos los ojos estaban clavados en él, aunque en pocos hubiera algún atisbo de afecto. No obstante, le daba igual ser motivo de una antipatía generalizada. Tanis pensó que quizás Raistlin se deleitaba con ello.

—No te interrumpas por mí, semielfo —dijo el mago, que tosió con suavidad y extendió las manos hacia el fuego para calentarlas. La luz de la lumbre se reflejaba de manera espeluznante en la piel de brillo dorado—. Estabas a punto de decir algo sobre el reino enano.

Tanis no había dicho ni una palabra sobre eso aún. No había pensado soltárselo así a los delegados, de esa forma tan brusca.

—He estado dándole vueltas a la idea de que podríamos hallar un refugio seguro en el reino de Thorbardin... —empezó de mala gana.

Su propuesta provocó una explosión de protestas.

—¡Enanos! —gritó Hederick, ceñudo—. ¡No queremos tener nada que ver con los enanos!

Su opinión fue coreada sonoramente por sus seguidores. Riverwind, sombrío el gesto, sacudió la cabeza.

—Mi gente no viajará a Thorbardin.

—Eh, un momento, todos vosotros —intervino Maritta—. Bien que bebéis aguardiente enano y andáis bien espabilados a la hora de aceptar su dinero cuando los enanos van a vuestras tiendas...

—Eso no significa que tengamos que vivir con ellos. —Hederick hizo una reverencia forzada, con suficiencia, a Flint—. Mejorando lo presente, por supuesto.

Flint no tenía nada que decir en respuesta... Mala señal. Lo normal habría sido que soltara la lengua y le dijera unos cuantas frescas al Teócrata. Por el contrario, el enano permaneció sentado en silencio, ocupado en tallar un trozo de madera. Tanis suspiró para sus adentros. Desde el principio había sabido que el mayor obstáculo a su plan de viajar al reino de Thorbardin iba a ser aquel viejo enano cabezota.

La discusión se acaloró. Tanis echó una mirada de soslayo a Raistlin, que seguía frente al fuego calentándose las manos con un atisbo de sonrisa en los finos labios.
«Nos ha lanzado esa bola de fuego por alguna razón
—pensó el semielfo—.
Raistlin tiene algo en mente. Me pregunto qué será.»

—Ni siquiera se sabe con certeza que siga habiendo enanos bajo las montañas —apuntó Hederick.

Flint rebulló al oír aquello, pero siguió sin decir nada.

—No me opongo a viajar a Thorbardin —manifestó Maritta—, pero es bien sabido que los enanos cerraron las puertas de su reino hace trescientos años.

—Así fue, en efecto —intervino Flint—. ¡Y yo digo que dejemos que esas puertas sigan cerradas!

Un silencio sorprendido se adueñó de los presentes mientras los demás miraban al enano con extrañeza.

—No estás siendo de ninguna ayuda —le reprochó Tanis en voz baja.

—Ya sabes lo que pienso de eso —replicó Flint con acritud—. ¡No pondré un pie bajo la montaña! Aun en el caso de que encontrásemos las puertas, cosa que dudo. Hace trescientos años que desaparecieron.

—Así que no es seguro quedarse aquí y no tenemos adonde ir. ¿En qué posición nos deja eso? —inquirió Maritta.

—En la de seguir aquí —dijo Hederick.

Todos se pusieron a hablar a la vez. La cueva se caldeaba con rapidez, en parte por el fuego y en parte por tantos cuerpos acalorados. Tanis empezó a sudar. No le gustaban los sitios confinados, no le gustaba respirar el mismo aire que otros habían respirado una y otra vez. Estuvo tentado de marcharse y dejar que cada cual cuidara de sí mismo. El jaleo aumentó y el eco de las discusiones rebotó en las paredes rocosas. Entonces Raistlin tosió suavemente.

—Si se me permite hablar —empezó con su timbre de voz suave, enronquecido, y se hizo, el silencio—. Sé cómo encontrar la llave a Thorbardin. El secreto se encuentra debajo del Monte de la Calavera.

Todos lo miraron de hito en hito, en silencio, sin entender lo que quería decir; todos excepto Flint.

El semblante del enano estaba sombrío; tenía prietos los dientes, respiraba entre jadeos y tallaba el trozo de madera con tal furia que saltaban astillas por el aire. No quitó los ojos de lo que estaba haciendo.

—Te escuchamos, Raistlin —dijo Tanis—. ¿Qué es el Monte de la Calavera? ¿Dónde está y a qué te refieres al decir que el secreto para entrar en Thorbardin se encuentra debajo?

—En realidad no sé mucho sobre ese lugar —contestó el mago—. Son menudencias y detalles que he ido reuniendo durante mis años de estudio. Flint puede contarnos más cosas...

—Sí, pero Flint no piensa hacerlo —replicó el enano.

Raistlin abrió la boca para hablar de nuevo, pero algo lo interrumpió. La mampara de la boca de la cueva volvió a apartarse, esta vez con un ominoso crujido cuando unas manazas la manejaron con torpeza, y Caramon entró dando tropezones.

—Tanis, ¿has visto a Raist? —preguntó, preocupado—. No lo encuentro y... ¡Oh, está aquí! —Miró a su alrededor a los delegados y se puso rojo como la grana—. Os pido disculpas. No sabía que...

—¿Qué haces aquí, hermano? —demandó el mago.

—Es que... —empezó, avergonzado—. Estabas conmigo en cierto momento y al siguiente habías desaparecido. No sabía dónde habías ido y pensé...

—No, no lo hiciste —espetó Raistlin—. Tú nunca piensas. No tienes ni idea de lo que significa esa palabra. ¡Ya no soy un niño que no osa aventurarse fuera de casa sin ir de la mano de la niñera! ¿Quién está al cuidado del kender?

—Yo... eh... Lo até a una pata de la mesa...

Su explicación provocó risas y Raistlin lanzó una mirada furiosa a su gemelo. Caramon retrocedió hacia un rincón envuelto en la penumbra.

—Me... Esperaré aquí.

—Flint —dijo Tanis—, ¿qué es el Monte de la Calavera? ¿Sabes a qué se refiere?

El enano se mantuvo encerrado en su furioso y obstinado silencio.

Tampoco Raistlin parecía inclinado ya a seguir hablando. Retirando a un lado los pliegues de la roja túnica, el mago se sentó en una caja puesta boca abajo y se echó más la capucha sobre el rostro.

—Raistlin, dinos a qué te referías... —pidió Tanis.

El mago negó con la cabeza.

—Por lo visto a todos os interesa más reíros de mi estúpido hermano.

—Deja que siga enfurruñado —dijo Sturm, asqueado.

Flint arrojó al suelo el cuchillo y el trozo de madera, que para entonces era poco más que una astilla. El cuchillo resonó contra la piedra de la caverna. Los ojos de Flint, en medio del laberinto de arrugas, echaban chispas. La larga barba le temblaba. El enano era bajo, robusto, de constitución fuerte, con brazos y muñecas de grandes huesos, y las manos capacitadas de un maestro artesano. Tanis y él habían sido amigos durante incontables años, ya que su amistad se remontaba a la desdichada infancia del semielfo. Flint tenía una voz profunda y gruñona que parecía brotar de las entrañas de la tierra.

—Os contaré la historia del Monte de la Calavera —dijo con un timbre feroz—. Seré breve para no aburriros. Soy un Enano de las Colinas, un neidar, como se conoce a mi pueblo. ¡Y me siento orgulloso de serlo! Hace siglos, mi gente abandonó el hogar de la montaña, Thorbardin. Eligió vivir en el mundo, no bajo él. Establecimos rutas de comercio con humanos y elfos. Las mercancías salían del interior de la montaña y se distribuían a otras gentes a través de los nuestros. Gracias a nosotros, nuestros parientes, los Enanos de la Montaña, prosperaron. Entonces llegó el Cataclismo.

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La caída de la montaña de fuego sobre Krynn se remonta a generaciones en la mayoría de vosotros, los humanos, pero no en mi raza. Mi propio abuelo lo vivió. Vio la lluvia de fuego que cayó de los cielos. Sintió sacudirse y ondear la tierra bajo sus pies, la vio quebrarse y desgarrarse. Nuestros hogares se destruyeron. Nuestro sustento desapareció porque no crecían cosechas. Las ciudades humanas eran ruinas y los elfos se apartaron del mundo, encolerizados.

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Nuestros pequeños lloraban de hambre y tiritaban de frío. Ogros, goblins, secuaces y ladrones humanos campaban a sus anchas. Asaltaban nuestras tierras y mataban a muchos de los nuestros. Acudimos a nuestros parientes que vivían bajo la montaña. Les suplicamos que nos dejaran entrar, que nos salvarán de la hambruna y otras desdichas, de peligros que entonces acechaban en el mundo. —La voz de Flint sonó severa.

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¡El Rey Supremo, Duncan, nos cerró las puertas en las narices! No nos permitía entrar en la montaña y envió un ejército para mantenernos a raya.

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Entonces apareció entre nosotros un mal mayor que cualquiera de los que habíamos conocido. Por desgracia, tomamos, erróneamente, aquel mal como nuestra salvación. Ese mal llevaba por nombre Fistandantilus...

Caramon hizo un ruido, algo como una exclamación ahogada. Raistlin asestó a su gemelo una mirada de advertencia desde debajo de los pliegues de la capucha, y Caramon permaneció en silencio.

—Fistandantilus era un hechicero humano. Vestía la Túnica Negra y eso tendría que habernos servido de advertencia, pero nuestros corazones estaban negros por el odio y no nos cuestionamos sus motivos para ayudarnos. El tal Fistandantilus nos dijo que deberíamos estar bajo la montaña, cómodos y a salvo, con comida de sobra y sin temor a sufrir daño alguno. Utilizando una magia poderosa, hizo surgir una sólida fortaleza cerca de Thorbardin y después reunió un gran ejército de enanos y humanos que envió a atacar Thorbardin.

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Los enanos de Thorbardin salieron de su hogar en la montaña a nuestro encuentro en el valle. La batalla se prolongó con todo ensañamiento durante mucho tiempo y murieron muchos enanos de ambos bandos.

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Sin embargo, no estábamos a la altura de nuestros parientes como contrincantes. Cuando se hizo evidente que la derrota era inevitable, Fistandantilus montó en cólera. Juró que ningún enano se apoderaría de su maravillosa fortaleza y, mediante la magia, provocó una explosión que hizo que la fortaleza estallara en pedazos y se desplomara sobre él. La explosión mató a millares de enanos de uno y otro bando. Al derrumbarse, la fortaleza adquirió la forma de un cráneo, de ahí el nombre de Monte de la Calavera.

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Al ver aquello, los neidar que habían sobrevivido lo interpretaron como una señal. Mi pueblo se retiró del valle, llevándose sus muertos. Los Enanos de la Montaña cerraron a cal y canto las puertas de Thorbardin, aunque, de todos modos, ninguno de nosotros habría puesto un pie allí dentro después de lo ocurrido —añadió Flint con amargura—. ¡Ni aunque nos lo hubiesen suplicado! ¡Y aún pensamos así!

Se sentó pesadamente en el afloramiento rocoso que había utilizado de asiento, recogió el cuchillo y se lo guardó en el cinturón.

—¿Es posible que la llave para entrar en Thorbardin se encuentre en el Monte de la Calavera? —preguntó Tanis.

—No lo sé —contestó el enano al tiempo que se encogía de hombros—. Y probablemente nadie lo sabrá jamás. Ese sitio está maldito.

—¡Maldito! ¡Bah! —se burló Raistlin—. El Monte de la Calavera es una fortaleza en ruinas, un montón de escombros, nada más. Los fantasmas que recorren ese lugar lo hacen únicamente en las mentes simples de los ignorantes.

—¡Mentes simples, claro! —replicó Flint—. ¡Supongo que todos nos entontecimos en el Bosque Oscuro!

—Eso fue diferente —repuso Raistlin con frialdad—. La única razón de que creas que el Monte de la Calavera está maldito es porque la fortaleza la construyó un archimago y todos los hechiceros son perversos, según tú.

—Vamos, Raistlin, cálmate —intervino Tanis—. Ninguno de nosotros piensa eso.

—Algunos sí —masculló Sturm.

—Creo que tengo la solución —dijo Elistan al tiempo que se ponía de pie.

Hederick abrió la boca, pero el clérigo se le adelantó.

—Ya has hecho uso de tu turno, Sumo Teócrata. Te pido que tengas paciencia un momento y me escuches.

—Por supuesto, Elistan —contestó Hederick con una sonrisa desabrida—. Todos estamos deseosos de oír lo que tengas que decir.

—La señora Maritta ha planteado nuestro dilema de una forma bastante clara y concisa. Corremos peligro si nos quedamos y no hacemos nada, pero nos exponemos a un peligro mayor si nos marchamos precipitadamente sin tomar las debidas precauciones y sin saber dónde vamos. Esto es lo que propongo:

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Enviamos a nuestros representantes hacia el sur para buscar el reino enano y ver si se puede encontrar la puerta. Y si es posible, entonces pedir ayuda a los enanos.

Flint resopló y abrió la boca para hablar. Tanis le pisó un pie y el enano guardó silencio.

—Si los enanos están dispuestos a acogernos —continuó Elistan—, podemos viajar a Thorbardin antes de que entren los meses más crudos del invierno. Ese viaje se emprendería de inmediato —añadió el clérigo con gesto grave—. Estoy de acuerdo con Tanis y los otros respecto a que el peligro que corremos aquí es mayor cada día que pasa. Dicho lo cual, y a pesar de la sugerencia del mago... —Elistan hizo una reverencia a Raistlin—, no creo que haya tiempo para hacer un viaje paralelo al Monte de la Calavera.

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