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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El mazo de Kharas (39 page)

BOOK: El mazo de Kharas
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Flint soltó un suspiro cargado de vapores y se limpió las lágrimas.

—Bueno, ¿eh? Es de elaboración propia —dijo el enano, que añadió con orgullo—: Apuesto a que nunca habías probado algo igual.

Flint asintió con la cabeza y tosió.

El enano recuperó el frasco de barro de un manotazo, echó un trago, le puso el tapón y volvió a hacerlo desaparecer en el aire. Se puso en cuclillas delante de Flint, que se retorció bajo la intensa mirada de los negros ojos del desconocido.

—¿Te has imaginado ya mi nombre? —preguntó el enano.

Flint sabía ese nombre tan bien como el suyo, pero el hecho de tener ese conocimiento era tan pasmoso que no quería creerlo, así que sacudió la cabeza.

—No voy a insistir más en ello —dijo el enano al tiempo que se encogía de hombros y esbozaba una sonrisa afable—. Baste decir que te conozco, Flint Fireforge. Te conozco muy bien. También conocía a tu padre y a tu abuelo y ellos me conocían a mí, igual que tú me conoces aunque seas demasiado testarudo para admitirlo. Eso me complace. Me complace muchísimo.

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En consecuencia —continuó el enano, que se echó hacia adelante y, con el índice, propinó a Flint secos golpecitos en el esternón mientras hablaba—, voy a hacer algo por ti. Voy a darte la oportunidad de ser un héroe. Voy a darte la oportunidad de encontrar el Mazo de Kharas y salvar el mundo forjando las Dragonlances. Tu nombre, Flint Fireforge, se repetirá en estancias y palacios de todo Ansalon.

—¿Dónde está la pega? Porque tiene que haber una —respondió Flint, desconfiado.

El enano prorrumpió en carcajadas y el estallido de hilaridad hizo que se doblara por la cintura. Curiosamente, ningún otro de los que estaban en el templo lo oyó. Nadie se movió.

—No te queda mucho tiempo, Flint Fireforge. Tú lo sabes, ¿verdad? A veces te cuesta trabajo recobrar el aliento, te duele la mandíbula y el brazo izquierdo... Los mismos síntomas que tenía tu padre cuando faltaba poco para el final.

—¡A mí no me pasa nada! —manifestó Flint, indignado—. Estoy tan en buena forma como cualquiera de los enanos aquí presentes. ¡O en mejor forma, si lo digo yo!

El desconocido se encogió de hombros.

—Lo único que digo es que has de pensar en el legado que dejarás al marchar. ¿Entonarán los bardos tu nombre cuando te hayas ido o tendrás una muerte ignominiosa, solo y olvidado por todos?

—Como he dicho ya, ¿cuál es la pega? —inquirió Flint, ceñudo.

—Lo único que has de hacer es ponerte el Yelmo de Grallen —contestó el enano.

—¡Ja! —soltó Flint en voz alta. Dio con los nudillos en el yelmo que sostenía entre las manos—. ¡Lo sabía! ¡Una trampa!

—No es tal —afirmó el enano mientras se atusaba la barba con complacencia—. El príncipe Grallen sabe dónde está el Mazo. Sabe cómo llegar hasta él.

—¿Y qué pasa con la maldición? —cuestionó Flint.

—Hay peligro, no lo niego. —El enano se encogió de hombros—. Pero, claro, ¿qué es la vida sino una continua apuesta, Flint Fireforge? Hay que arriesgarlo todo para ganar todo.

Flint lo rumió unos instantes mientras se frotaba el brazo izquierdo sin ser consciente de ello. Entonces sorprendió al extraño observándolo con una sonrisa maliciosa y dejó de hacerlo.

—Lo pensaré —concedió.

—Hazlo —dijo el enano, que se incorporó, se desperezó y bostezó. Flint, en un gesto de respeto, se incorporó también.

—¿Has... eh...? ¿Has hecho esta oferta a alguien más?

—Eso es cosa mía —contestó el enano con un guiño pícaro.

Flint lo aceptó con un gruñido.

—Estos enanos... ¿Saben que estás aquí? —preguntó.

El enano asestó una mirada fulminante al templo.

—¿Acaso da esto a entender que lo saben? ¡Pandilla de consentidos! ¡Haz esto! ¡Haz aquello! Dame esto. Dame lo otro. Favoréceme a mí en vez de a él. Escucha mis preces, no escuches las suyas. Soy digno y él no. ¡Bah!

El enano soltó un tremendo bramido. Alzó las manos al cielo y sacudió los puños a la par que bramaba otra vez, y otra. La montaña se sacudió y Flint cayó de hinojos, encogido de miedo.

El enano bajó los brazos, se alisó la chaqueta, se arregló las chorreras y recogió el sombrero adornado con la pluma.

—Puede que vuelva a Thorbardin —dijo con un guiño y una sonrisa maliciosa—. Y puede que no. Depende.

Se puso el sombrero, lanzó una mirada penetrante a Flint y, silbando una alegre melodía, salió del templo como si estuviera de paseo.

Flint continuó de hinojos.

Arman Kharas se despertó y lo vio encogido en el suelo.

—Ah, has notado el temblor de tierra —dijo—. No te preocupes, era pequeño. Carracas, los llamamos, porque hacen repicar unos cuantos platos, nada más. Vuelve a dormirte.

Arman se tumbó y se dio la vuelta; poco después roncaba de nuevo.

Tembloroso, Flint se incorporó y se limpió el sudor de la frente. Miró el Yelmo de Grallen y pensó —no por primera vez— qué se sentiría siendo un héroe. Pensó en el dolor del brazo y pensó en la muerte y pensó en no ser recordado por nadie. Pensó en los platos que tintineaban en Thorbardin.

Se volvió a tumbar en el suelo, pero no se durmió. Dejó el yelmo a un lado, con cuidado de no tocarlo.

24

Ambiciones congeladas

Planes para un deshielo

Dray-yan paseaba por el cuarto mientras esperaba que Grag llegara con su informe. Pasear —igual que encogerse de hombros— era otro amaneramiento que el aurak había copiado de los humanos. La primera vez que vio al Señor del Dragón Verminaard intentando resolver problemas con paseos de una punta a otra de la habitación, Dray-yan había considerado esa práctica con desdén, una lamentable pérdida de energía física. Eso fue antes de que él se enfrentara a sus propios problemas. Ahora el aurak paseaba también.

Cuando sonó la llamada a la puerta, Dray-yan reconoció la forma de tocar la puerta de Grag y bramó la orden de entrar con la voz de Verminaard.

Grag entró y en seguida cerró la puerta tras de sí.

—¿Y bien? —demandó Dray-yan al fijarse en la sombría expresión que tenía Grag—. ¿Qué noticias hay?

—La puerta de Thorbardin está abierta y nieva en las montañas. Hemos tenido que abandonar la persecución de los esclavos.

—Lástima —dijo Dray-yan.

—¡La nieve es copiosa y húmeda y oculta todo! —adujo en su defensa el bozak—. Los dragones, tanto los Rojos como los Azules, se niegan a volar mientras nieve así. Dicen que se les acumula en las alas. No los deja ver, por lo que se desorientan y les da miedo tropezar con la vertiente de la montaña. Que si queremos dragones acostumbrados a la nieve, que mandemos venir a los Dragones Blancos, que están en el sur.

—Se los está utilizando en la campaña del Muro de Hielo. Aun en el caso de que aceptaran venir, pasaríamos semanas negociando con el Señor del Dragón Fealthas y no me sobra tiempo para malgastarlo.

—Después de tomarnos tantas molestias para atacarlos, no pareces estar muy interesado por los humanos —observó Grag.

—No lo estoy. Los esclavos pueden irse al Abismo. —El aurak frunció el entrecejo y gesticuló hacia un rollo de pergamino atado con una cinta negra que estaba encima del escritorio—. He recibido una felicitación de Ariakas por duplicar la producción de hierro.

—Deberías sentirte complacido, Dray-yan —comentó Grag, que se preguntaba por qué no lo estaba el aurak.

—Te lo diré de otra forma. Lord Verminaard ha recibido una felicitación. —Además de poner énfasis en el nombre, dio la impresión de que lo masticara y lo escupiera.

—Ah —comprendió Grag.

—¡Entrar en Thorbardin fue obra mía! —despotricó—. ¡Fue idea mía! ¡Mío el tiempo empleado en negociar con esas ratas bizcas y peludas de los theiwars! ¿Y quién se lleva los laureles? ¡Verminaard! ¡Ha recibido una invitación del emperador para visitarlo en Neraka y recibir sus más expresivas gracias además de una promoción! ¿Qué voy a hacer, Grag? ¡No puedo entrar en el templo de su Oscura Majestad envuelto en esta ilusión y tampoco quiero hacerlo! ¡Yo, Dray-yan, soy quien merece esa felicitación y las gracias y la promoción!

—Siempre te queda el recurso de enviar un mensaje a Ariakas informándole que han matado a Verminaard.

—Ariakas enviaría aquí a otro Señor del Dragón humano tan de prisa que la fuerza del aire me arrancaría las escamas; tal vez esa hembra a la que llaman la Dama Oscura. Nada la complacería más que dirigir el Ala Roja y, por lo que tengo entendido, desprecia a los draconianos. ¡Tú y yo acabaríamos trabajando en las minas de hierro si tomara el mando ella!

Dray-yan reanudó los paseos por el cuarto. Las garras de las patas dejaban marcas de arañazos en las baldosas del suelo.

—El emperador pregunta de nuevo por los esclavos huidos y por ese objeto, el martillo enano. Parece estar obsesionado con él. Quiere que yo, o mejor dicho, Verminaard, lo encuentre y lo lleve a Neraka cuando vaya. ¿Cómo se supone que voy a descubrir un herrumbroso martillo viejo? El emperador también quiere garantías de que se ha matado a los esclavos. Hay elementos peligrosos escondidos entre esa gente, asesinos elfos o algo por el estilo.

Grag observó en silencio las idas y venidas del aurak por el cuarto. En realidad le importaban un bledo las ambiciones personales de Dray-yan de convertirse en un Señor del Dragón, pero el aurak tenía razón en algo. Él también había oído algunos rumores sobre la Dama Oscura. Grag llevaba una buena vida allí y lo sabía.

—¿Qué vamos a hacer con esos esclavos? —preguntó—. Seguramente aprovecharán la nevada para intentar escabullirse sin que los veamos y llegar a la puerta de Thorbardin.

—¿Tenemos tropas en esa zona? —preguntó Dray-yan mientras se volvía hacia él.

—Algunas, pero la mayoría está apostada en los alrededores de la zona meridional de Thorbardin. No llegarían al norte a tiempo. Qué mala suerte que el ataque de lord Verminaard al valle fracasara.

Dray-yan maldijo entre dientes. Su plan de ataque —transportar tropas draconianas a lomos de dragones— había sido brillante. Él personalmente había supervisado la batalla disfrazado como el Señor del Dragón Verminaard. No le gustaba que le recordaran que su plan había sido un fiasco y no le hizo ninguna gracia que Grag lo sacara a relucir.

—¡Los humanos sabían que íbamos hacia allí! —gruñó—. Es la única explicación. Me gustaría saber cómo se enteraron.

—¿Es que no lo entiendes, Dray-yan? ¡La culpa es de lord Verminaard! —puntualizó Grag, que puso énfasis en el nombre—. El Señor del Dragón no sabía mantener la boca cerrada. No dejaba de hablar sobre su brillante idea de montar draconianos a lomos de dragones y enviarlos tras los humanos. Sus espías lo descubrieron y consiguieron avisar a los humanos, de modo que tuvieron tiempo de escapar. Será eso lo que le dirás al emperador, si es que lo pregunta.

Dray-yan captó el brillo en los ojos del bozak y pilló la idea.

—¡Tienes razón, Grag! —dijo el aurak—. La culpa fue de lord Verminaard. Prosigue con lo que me estabas diciendo. Hablábamos de nuestras tropas en la zona. ¿Qué hay de las fuerzas destacadas en el Monte de la Calavera?

—No aparecieron en el punto de encuentro acordado. O han desertado o están muertos.

—O sea —dijo Dray-yan— que debido a la chapuza de lord Verminaard ahora no tenemos suficientes soldados en la zona para impedir que esos humanos lleguen a Thorbardin.

—Lord Verminaard ha llevado realmente mal este asunto. Es una lástima —continuó Grag—, porque su Oscura Majestad sabe que fue idea tuya transportar draconianos a lomos de dragones. Está complacida contigo.

—¿De veras? —preguntó el aurak, escéptico—. Entonces ¿por qué me complica la vida? ¿Por qué no despeja el cielo de nubes y cesa la nevada para que sus dragones puedan volar?

—Los dioses menores hacen lo que pueden para combatirla —respondió Grag, desdeñoso—. Su Oscura Majestad no les presta atención. Te está dando una oportunidad para demostrar lo que vales, Dray-yan, y aunque sigues sin caerme bien...

—Lo sé. No dejas de repetírmelo.

—A pesar de ello, tu éxito sería un buen presagio para todos los draconianos. Si te convirtieras en un Señor del Dragón, todos los demás nos beneficiaríamos.

—Sí, continúa —lo animó Dray-yan.

—Lord Verminaard ya estaba en apuros por haber dejado escapar a los esclavos, para empezar. Ahora se ha metido en otro lío al fracasar en el intento de capturarlos.

—Pero Verminaard ha recibido una felicitación del emperador Ariakas por la negociación con los enanos.

—Negociación que te encargó a ti mientras él perseguía a los esclavos.

—Brillante... —murmuró Dray-yan.

—Si lord Verminaard fracasara de nuevo y a continuación de ese fracaso sufriera una muerte ignominiosa e indigna y si entonces tú saltaras a primer plano y salvaras la situación, el emperador no podría dejar de recompensarte. De eso se encargaría su Oscura Majestad.

Dray-yan se había sumido en el silencio, dándole vueltas a todo el plan; cuanto más lo pensaba, más le gustaba. Todos sus errores se los atribuirían a Verminaard. Los triunfos serían suyos. Sonriendo de oreja a oreja, palmeó al bozak en el escamoso hombro.

—¡Bien hecho, Grag! ¡Formamos un buen equipo!

—Confío en que lo recuerdes cuando seas un Señor del Dragón —fue el seco comentario de Grag, encrespadas las escamas por la irritación. No le gustaba que lo tocaran.

—¡Lo recordaré, lo recordaré! ¿Qué quieres como recompensa, Grag? —preguntó el aurak, magnánimo.

—Comandar un regimiento —repuso al instante el bozak—. Un regimiento de humanos.

—Creo que podrá hacerse —contestó Dray-yan con una sonrisa—. Y ahora, con respecto a esos esclavos...

—Podríamos atacarlos con las fuerzas que tenemos —propuso Grag—. Las tropas que arrasaron el nido de enanos gullys siguen por esa zona.

—¿Enanos gullys? —El aurak lo había olvidado.

—Los que descubrieron nuestros túneles secretos.

—Ah, ésos. No —contestó Dray-yan tras meditarlo un poco—. Lord Verminaard va a meter la pata otra vez. Va a dejar que los humanos entren en Thorbardin. —El aurak sacudió la cabeza con fingida tristeza—. Un error fatal por parte de su señoría, ¿no estás de acuerdo, Grag?

—Fatal —dijo el bozak con un chasquido de dientes.

—Por suerte para su Oscura Majestad —continuó Dray-yan mientras tomaba pluma, tinta y pergamino—, el brillante draconiano aurak que es lugarteniente de Verminaard estará a mano para salvar la situación.

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