El mazo de Kharas (35 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El mazo de Kharas
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—Lo llevaré yo —se ofreció Raistlin.

Pareció que Kharas estuviera tentado de aceptar, pero luego sacudió la cabeza.

—No —dijo—. Si esta maldición ha venido a Thorbardin, que caiga sobre mí.

Se agachó para recoger el yelmo. Los otros enanos se apartaron de él y observaron con aterrada expectación, convencidos de que algo espantoso iba a suceder.

Kharas asió el yelmo y pareció encogerse en un gesto reflejo cuando tocó el metal.

No ocurrió nada.

Alzó el yelmo y se lo puso debajo del brazo al tiempo que se limpiaba el sudor de la frente. Hizo un gesto a sus compañeros.

—Desarmadlos y atadlos bien.

Los enanos los maniataron a todos excepto a Raistlin, que les prohibió que lo tocaran. Lo miraron de soslayo, intercambiaron una mirada entre ellos y lo dejaron en paz. Arman se paró para ayudar a levantarse al enano enfermo y después encabezó la marcha por el oscuro pasadizo.

Tanis, a quien lo azuzó una lanza para que anduviera, fue tras él.

—Supongo que no es un buen momento para pedirles que den asilo a ochocientos humanos —murmuró Raistlin, que caminaba a continuación.

El semielfo le asestó una dura mirada.

El enano que iba detrás de Tanis volvió a azuzarlo en la espalda.

—¡No te pares, escoria! —ordenó en lenguaje enano. Se internaron más y más en la montaña llevando consigo la perdición de los enanos; y probablemente la suya.

21

Fe

Esperanza

Y Hederick

Los refugiados avanzaban penosamente por el estrecho paso. La marcha era lenta y agotadora porque tenían que ir abriéndose paso entre rocas y peñascos, siempre pendientes del encapotado cielo gris sobre sus cabezas. No veían dragones, pero sentían su presencia de forma constante. El miedo al dragón que irradiaba de los reptiles no era fuerte, ya que las criaturas volaban alto, ocultas por las nubes, pero el temor era un peso añadido para los ánimos y los hacía caminar más despacio.

—El paso es demasiado peligroso para que entren los dragones. ¿Por qué correr riesgos? —le dijo Riverwind a Elistan—. Sólo tienen que esperar a que salgamos de aquí, cosa que habremos de hacer antes o después porque no nos quedan vituallas para mucho tiempo. Una vez que salgamos a terreno abierto, nos atacarán, y no sabemos a qué distancia estamos de Thorbardin o incluso si habrá refugio para nosotros cuando lleguemos allí.

—Siento el miedo como una sombra en el corazón —contestó el clérigo— y sin embargo, amigo mío, las sombras las crea la luz del sol que tienen detrás. Hay otros ojos que nos contemplan y velan por nosotros. No estaría de más recordarle eso a la gente.

—Entonces más vale que me lo recuerdes a mí antes —dijo Riverwind—. Mi fe en los dioses está siendo puesta a prueba en exceso, lo admito.

—La mía también —dijo Elistan en tono sosegado y Riverwind lo miró con gran asombro. El clérigo sonrió.

»
Pareces sorprendido de oírme decir eso. Llegar a tener fe en los dioses no es fácil, amigo mío. No los vemos, no los oímos. No caminan a nuestro lado como padres protectores en exceso que nos miman y nos consienten y nos llevan de la mano para que no tropecemos y caigamos. Creo que si lo hicieran así en seguida nos enfadaríamos y nos rebelaríamos.

—¿Es malo dudar de ellos?

—Dudar es algo natural. Somos mortales. Nuestras mentes son como un grano de arena comparadas con las de los dioses, que son tan grandes como el cielo. Los dioses saben que no podemos comprender su clarividencia. Son pacientes e indulgentes con nosotros.

—Y aún así arrojaron una montaña de fuego contra el mundo, como castigo —adujo Riverwind—. Murieron millares y muchos millares más pasaron penalidades como resultado. ¿Cómo se explica eso?

—No se puede explicar —se limitó a contestar Elistan—. Podemos sentir tristeza o ira. Eso es perfectamente natural. Me encolerizo cuando pienso en ello. No entiendo por qué los dioses hicieron algo semejante. Los cuestiono constantemente.

—Y, sin embargo, sigues creyendo en ellos —se maravilló Riverwind—. Los amas.

—Cuando tengas hijos ¿no se enfadarán nunca contigo? ¿Nunca dudarán de ti ni te desafiarán? ¿Querrías que tus hijos fueran sumisos y dóciles, que siempre acudieran a ti en busca de respuestas y te obedecieran sin discusión?

—Pues claro que no. Unos chiquillos tan débiles nunca serían capaces de valerse por sí mismos.

—¿Amarías a tus hijos si te desafiaran, si se rebelaran contra ti?

—Me enfadaría con ellos, pero los querría —respondió Riverwind en voz baja y buscó con la mirada a su esposa, que iba y venía entre los refugiados, hablaba con ellos suavemente y les daba consuelo y alivio—. Los querría porque serían mis hijos.

—Pues así es como nos aman los dioses de la luz.

Uno de los guerreros de las Llanuras se movía cerca, sin querer interrumpir su conversación, pero era evidente que era portador de noticias importantes. Riverwind se volvió hacia él y le hizo una seña a Elistan para que se quedara a escuchar las nuevas.

—La vereda marcada por el semielfo y el enano continúa montaña abajo por una antigua calzada que lleva a una pinada y luego asciende por una garganta angosta. El elfo, Gilthanas, que tiene vista de águila, divisa un agujero en la ladera. Cree que podría ser la legendaria puerta de Thorbardin.

—O una cueva... O el cubil de un dragón —dijo Riverwind.

No había acabado de expresar sus dudas cuando ya dirigía una sonrisa arrepentida a Elistan. Chotacabras sacudió la cabeza.

—Según Gilthanas es un agujero rectangular con los lados en escuadra. No es algo formado por la naturaleza. Y tampoco por un dragón.

—¿Qué tipo de terreno hay entre nuestra posición y esa puerta, si resulta que es una puerta? —preguntó Riverwind.

—Abierto al viento y al cielo —contestó Chotacabras.

—Y a los ojos de dragones y a los del ejército draconiano —añadió Riverwind.

—Sí, jefe —repuso Chotacabras—. El enemigo está ahí fuera y en movimiento. Divisamos lo que parecían tropas draconianas que salían de las estribaciones en dirección a la montaña.

—Saben que estamos aquí. Los dragones se lo habrán dicho.

—Podemos defender este paso —sugirió Chotacabras.

—Pero no podemos quedarnos aquí para siempre. Tenemos provisiones para unos cuantos días y las nevadas empezarán dentro de poco. ¿Qué aspecto tiene esa antigua calzada?

—Está bien construida. Se puede ir por ella de dos en dos con hueco de sobra, pero no hay cobertura hasta llegar a la línea de árboles que hay abajo ni tampoco la hay cuando empieza a subir por la ladera. No se ve ni un árbol ni un arbusto.

Riverwind sacudió la cabeza con aire pesimista.

—Vuelve y seguid vigilando al enemigo y ese agujero en la cara de la montaña. Informadme si alguien sale o entra. Eso podría indicarnos que hemos encontrado realmente la puerta. —Riverwind se volvió hacia Elistan.

»
¿Qué hago ahora, Hijo Venerable? Parece que hemos descubierto la puerta de Thorbardin, pero no podemos llegar a ella. Los dioses nos dan su bendición con una mano y con la otra, una bofetada.

Elistan iba a contestarle algo cuando Goldmoon se les acercó.

—Pues espera a escuchar esto —dijo. Era evidente que estaba enfadada. Tenía los labios apretados y los azules ojos echaban chispas.

—¿Qué nuevo problema me traes, esposa? —preguntó con un suspiro.

—Un viejo problema: Hederick. ¿Por qué no le haría perder el equilibrio Mishakal cuando cruzaba esa cornisa...? —Goldmoon cayó en la cuenta de que Elistan estaba allí y se puso colorada—. Lo siento, Hijo Venerable, sé que está mal pensar esas cosas...

—Hederick es muy capaz de poner a prueba hasta la paciencia de un dios —dijo Elistan en tono duro—. Estoy seguro de que Mishakal debe de haber estado tentada de hacer exactamente eso. ¿Qué conflicto está ocasionando ahora?

—Le está diciendo a la gente que Riverwind nos ha llevado a la muerte, que Riverwind provocó el alud de rocas y ahora no podemos regresar a las cuevas, que estamos atrapados en este paso, donde moriremos de frío y de hambre.

—¿Qué más? —preguntó Riverwind al notar que Goldmoon había vacilado—. Dime lo peor.

—Hederick está propugnando la rendición, quiere que nos entreguemos a Verminaard.

—¡Fue Hederick el que atrajo la atención de los dragones hacia nosotros! —protestó Riverwind, enfurecido—. ¡Me vi obligado a provocar el alud porque él nos puso en peligro! ¡Debí abandonarlo a su suerte!

—¿Le presta oídos la gente? —preguntó Elistan, grave la expresión.

—Eso me temo, Hijo Venerable. —Goldmoon posó la mano en el brazo de su esposo en un gesto comprensivo—. No es culpa tuya. Ellos lo saben, pero tienen frío y están cansados y abrumados por el miedo al dragón. No pueden volver a las cuevas y les aterra la idea de seguir adelante.

—¡Saben lo que les hará Verminaard! Los mandará de nuevo a las minas.

—Lo dudo mucho —dijo Elistan—. Fue a las cuevas con intención de matar, no de capturar.

—La gente no creerá eso. Una persona que deambula perdida por territorio agreste ve como un refugio hasta una prisión —razonó Goldmoon—. Tienes que hablarles, esposo. Debes tranquilizarlos, darles seguridad. Chotacabras me comentó que los exploradores creen haber encontrado la puerta...

—Para lo que nos va a servir... —masculló Riverwind—. Hay un ejército draconiano entre nosotros y esa puerta. Ni siquiera sabemos con certeza que ese agujero en la cara de la montaña sea una puerta. Podría tratarse de una simple oquedad en la ladera. ¡Y si es la puerta, podría haber un ejército enano apostado dentro para masacrarnos! —Se sentó pesadamente en una piedra, abatido y con los hombros encorvados—. Tanis se equivocó de hombre al elegirme. No sé qué hacer.

—Al menos sabes qué es lo que no tienes que hacer —lo animó su esposa—. ¡No le prestes atención a Hederick!

Riverwind sonrió por su comentario e incluso soltó una risa queda, si bien fue breve. Rodeó con el brazo a Goldmoon y la atrajo hacia sí.

—¿Qué me aconsejas que haga, esposa?

—Decirle a la gente la verdad. —Le tomó la cara entre las manos y lo miró amorosamente a los ojos—. Sé sincero con ellos, es todo lo que piden. Alzaremos nuestras plegarias a los dioses y les pediremos que nos ayuden en esta larga noche. El amanecer traerá un nuevo día y una esperanza renovada.

Riverwind la besó.

—Tú eres mi gozo y mi salvación. Saben los dioses qué haría sin ti.

—Y tenemos una pequeña ventaja —dijo Goldmoon, acurrucada entre los brazos de su esposo—. Puesto que los dragones saben que estamos aquí, ya no es necesario que nos ocultemos, así que podemos encender hogueras para calentarnos.

—Por supuesto que sí. Encenderemos las hogueras no sólo para que nos den calor, sino como desafío. Y, en lugar de pedir a los dioses que nos salven, les daremos las gracias por nuestra libertad. ¡Ni siquiera nos plantearemos la rendición!

Los refugiados encendieron hogueras en desafío a los dragones y, cuando el fuego ardió con fuerza proporcionando calor y alegría, la gente elevó sus plegarias a los dioses en acción de gracias. El miedo al dragón pareció disiparse y los ánimos mejoraron. Todos hablaban con optimismo del amanecer de un nuevo día.

Hederick vio que había perdido a su audiencia y dejó de hablar de rendirse y entonó junto a los demás las preces de agradecimiento con aparente devoción. No creía en esos nuevos dioses aunque fingiese lo contrario porque era políticamente recomendable. Sin embargo, tenía una fe ilimitada en sí mismo, y realmente creía que si se rendían a Verminaard, como había propugnado, conseguiría ganarse el favor del Señor del Dragón con artimañas. En favor de Hederick habría que decir que no albergaba la menor esperanza de escapar. Estaba convencido de que Riverwind era un salvaje ignorante que preferiría verlos muertos a todos antes que doblegarse ante su enemigo.

El Teócrata no se desanimó. Como político, sabía que las masas eran tornadizas. Sólo tenía que esperar el momento propicio y los convencería para que aceptaran su punto de vista. Esa noche se fue a dormir, muy satisfecho de sí mismo, pensando en el nuevo día, cuando Riverwind, Elistan y sus seguidores no tendrían más remedio que admitir la derrota.

* * *

Amaneció y con el alba llegaron cambios. Por desgracia no fueron cambios para bien. Los dragones volaban más cerca, el miedo al dragón era más intenso, el aire más frío y el día más desapacible.

Hederick se acercó a Riverwind y habló en voz alta para que lo oyera el mayor número posible de personas.

—¿Qué harás ahora, jefe? Los nuestros empiezan a enfermar y dentro de poco empezarán a morir. Sabes tan bien como yo que no podemos quedarnos aquí. Tus dioses te han fallado. Admite que esta aventura fue una empresa absurda. Nuestra única esperanza es rendirnos al Señor del Dragón, una tarea desagradable y peligrosa, si bien es una tarea que me comprometo a realizar.

—Y así recibirás la recompensa de Verminaard por entregarnos —contestó Riverwind.

—A diferencia de ti, yo pienso en el bienestar de la gente —repuso el Teócrata—. ¡Tú preferirías vernos muertos a todos antes que admitir que te has equivocado!

Lo cierto es que Riverwind habría visto con alegría la muerte de uno de ellos, pero guardó silencio.

—¿Acaso esperas que los dioses realicen un milagro? —azuzó Hederick en tono de mofa.

—Tal vez sí —murmuró el Hombre de las Llanuras, que giró sobre sus talones y se alejó.

—¡La gente no te seguirá! —advirtió Hederick—. ¡Ya lo verás!

Riverwind pensó que probablemente ocurriera así. Mientras caminaba entre los refugiados los vio acurrucados unos contra otros para darse calor, pálidos y demacrados. El brillo del fuego que había alegrado los corazones la noche anterior era fría ceniza esa mañana. Tenían comida y agua suficiente para unos cuantos días más, más o menos los que emplearían en llegar a esa puerta... si es que era una puerta y si es que los enanos los dejaban entrar.

Si, si, si... Demasiados «si».

—No nos vendría mal un milagro —dijo Riverwind mientras alzaba los ojos al cielo—. No pido un gran milagro como mover la montaña... Bastaría con uno pequeño.

Algo frío y húmedo le cayó en la cara. Riverwind se llevó la mano a la mejilla y sintió cómo se deshacía un copo de nieve. Otro le cayó en un párpado y otro más en la nariz. Alzó la vista hacia las nubes grises, a la masa de copos blancos que caían flotando perezosamente del cielo.

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