El mazo de Kharas (31 page)

Read El mazo de Kharas Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El mazo de Kharas
7.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Quizá le pesaba mucho y no quiso cargar más con él —sugirió Riverwind.

El explorador sonrió y negó con la cabeza.

—Sabes que no siento mucho aprecio por los enanos, jefe, pero no conozco a ninguno que no sea capaz de cargar a la espalda el peso de esta montaña si se le ha metido en la cabeza hacerlo. No es probable que se dejara atrás un pico.

—A menos que tuviera una buena razón —dijo Riverwind, pensativo—. ¿Hay algo más? ¿Nada que sugiera que él y Tanis fueron atacados o que encontraran la muerte?

—Si hubiese habido un ataque, habríamos visto señales de lucha, pero no hay sangre en las piedras, ni marcas en la tierra y no hay mochilas ni otros componentes del equipo. Para mí que ese pico se dejó a propósito, como una especie de señal, pero ninguno de nosotros ha sabido discurrir su significado.

—Dejadlo donde está —instruyó Riverwind—. Que ninguno de los hombres lo toque hasta que yo vaya a echar un vistazo. A lo mejor consigo descifrar este misterio.

El explorador asintió con la cabeza y regresó junto a sus compañeros. Se llamaba Garra de Águila y avanzó por la angostura con la fácil agilidad de un puma. Riverwind lo siguió con la mirada y observó la cornisa. Ésta se ensanchaba en algunos sitios lo suficiente para que cupieran dos o incluso tres personas juntas. Podía situar a hombres como Garra de Águila, inmunes a las alturas, en cada uno de esos puntos, preparados para ofrecer un brazo fuerte y una mano firme a quienes pasaran por la cornisa.

Riverwind explicó su plan y pidió voluntarios, entre los que eligió hombres fornidos, resueltos y sin miedo a las vertiginosas alturas, y los situó en varios puntos a lo largo de la cornisa. Luego se acercó a Goldmoon, le dijo lo que tenía que hacer y señaló al primer hombre que se encontraba en la cornisa a unos cuantos palmos de distancia, con la mano extendida.

—Sólo tienes que avanzar una corta distancia tú sola —le explicó—. No mires abajo, lleva la espalda pegada a la pared y mira únicamente a Chotacabras.

Goldmoon asintió con un tembloroso cabeceo. Tenía que hacerlo, su esposo contaba con ella. Musitó el nombre de la diosa sanadora y luego, temblorosa, avanzó despacio, pasito a pasito. El corazón le palpitaba con fuerza y la boca se le había quedado seca. Consiguió llegar hasta la mano de Chotacabras y se agarró con una fuerza espasmódica. El guerrero la ayudó a pasar mientras la sujetaba firmemente y le hablaba en tono animoso. El siguiente hombre estaba más lejos, pero la mujer se volvió a mirar a Riverwind y le dedicó una sonrisa triunfal aunque un poco trémula antes de seguir adelante.

Riverwind se sintió orgulloso de ella. Parecía que su plan funcionaba, pero avanzaban muy despacio. Para algunas personas no representaría una dificultad, por supuesto. Maritta, que pasó después de Goldmoon, recorrió el tramo de cornisa con seguridad, rechazando la mano de Chotacabras con un ademán. Otras, como Goldmoon, se la asieron con toda su alma. Hubo quienes fueron incapaces de hacerlo caminando, pero los obligaron a cruzar a gatas.

A ese paso, tardarían todo el día o más en llegar a la brecha del paso. Dejando a Elistan a cargo de la gente, Riverwind siguió adelante para ver por sí mismo el pico que, inexplicablemente, el enano había dejado atrás.

Riverwind coincidió con Garra de Águila. El pico se había dejado allí de forma intencionada. Se preguntó por qué. Para señalar el paso no, porque desde ese punto resultaba obvio. Reparó en la roca veteada, distinta de las otras que había a su alrededor, y se fijó en la forma en la que la punta del pico descansaba en la piedra.

Al acuclillarse se dio cuenta de que la punta no estaba en realidad apoyada, sino que se había encajado suavemente debajo de la roca.

Se incorporó y, cruzado de brazos, escudriñó atentamente en derredor, arriba y abajo de la cara de la montaña. Los exploradores habían entrado en el paso a través de la cortadura y habían encontrado las marcas dejadas por Tanis.

¿Qué significaba, pues, aquel pico? Que era algo importante no le cabía duda.

«Al menos
—se dijo mientras observaba el lento avance de los refugiados vereda arriba—
tengo tiempo para cavilar y deducirlo.»
No iba a disponer de tanto tiempo como pensaba.

A última hora de la tarde, cuando el sol empezaba a ponerse y a envolver la vereda en sombras, Riverwind ordenó hacer un alto en la ascensión. Estaba contento con el ritmo que se había mantenido. Sólo quedaban unas cien personas más para pasar la peligrosa cornisa que conducía al paso. No había perdido a nadie en la travesía, aunque había habido momentos angustiosos cuando el pie de alguien había resbalado o alguna mano se había soltado de la que la sujetaba. O cuando un chiquillo se quedó paralizado en la cornisa, incapaz de moverse, y uno de los hombres tuvo que bajar poco a poco hasta donde se había quedado parado para rescatarlo.

Los que habían cruzado ya se preparaban para hacer noche en el paso, aliviados de haber recorrido la primera parte del viaje y comentando, esperanzados, que lo peor ya había quedado atrás. Los exploradores habían informado a Riverwind del hallazgo de lo que parecía ser una antigua calzada enana. A partir de allí la marcha sería más fácil.

Riverwind calculó que habrían atravesado el paso a media mañana. Algunos de los que aún no habían arrostrado el tramo de la cornisa necesitarían más tiempo, porque entre ellos había varios que todavía no habían tenido valor para intentarlo. El hecho de que sus compañeros de viaje hubiesen pasado sin incidentes les daba cierta seguridad y dijeron a Riverwind que creían que lograrían hacerlo tras una noche de descanso. Todo el mundo estaba muy animoso y se preparaba para acampar durante la noche. Laurana y Elistan se habían ofrecido a quedarse con ese grupo demorado y Riverwind había accedido con la tranquilidad de saber que la gente estaba en buenas manos.

El atardecer se presentaba frío, y acampar entre piedras distaba mucho de resultar cómodo. Riverwind convenció a los refugiados para que no encendieran lumbres. Cualquier luz en la montaña sería como un faro en la noche. Los refugiados se arrebujaron en capas y mantas y se tumbaron muy juntos unos a otros para darse calor, encajados entre las piedras de la mejor forma posible, preparados para pasar una noche incómoda y deprimente. Riverwind hizo las rondas y habló con los que hacían guardia para comprobar que estaban despiertos y alerta. Y durante todo el tiempo siguió dándole vueltas a la incógnita del pico.

Lo último que hizo antes de acostarse fue quedarse plantado junto a la herramienta, cavilando a la fría luz de las estrellas qué habrían querido decirle al dejarla allí.

Un grito aterrado de su esposa lo sacó del sueño. Se despertó para encontrar a Goldmoon asiéndolo por el hombro.

—¡Hay algo ahí fuera!

Él también lo sentía, al igual que muchos otros, porque oyó gritar a la gente y la sintió bullir con inquietud a su alrededor. Riverwind ya estaba de pie cuando uno de los guardias llegó corriendo.

—¡Dragones! —dijo en un susurro urgente, sin alzar la voz—. ¡Sobrevuelan las montañas!

—¿Qué pasa? —preguntó la gente, asustada, cuando Riverwind acompañó al guardia fuera del paso hacia la zona abierta desde donde podría otear. Miró hacia el norte y un estremecimiento lo sacudió.

Oscuras alas tapaban las estrellas. Dragones en el extremo más alejado del valle. Volaban despacio y hacían amplios virajes, como si los reptiles cargaran un peso y se esforzaran para mantener la altitud. A Riverwind le recordó los virajes que hacía un halcón al intentar atrapar a un conejo de las praderas.

El miedo al dragón lo atenazó, pero ahora ya sabía identificarlo y se negó a sucumbir a él. Estaba a punto de convocar a sus guerreros cuando oyó pisadas y, al volverse, encontró a los suyos agrupados a su alrededor, silenciosos y expectantes, esperando sus órdenes.

—Eso es el ataque al campamento del que Tika nos avisó —dijo, sorprendido de su propia calma—. No creo que los dragones sepan que nos hemos marchado. ¡Decidles a todos que han de permanecer en silencio y ocultos, que sus vidas dependen de ello! El llanto de un bebé podría delatarnos.

Goldmoon se alejó de prisa junto con algunos de los otros Hombres de las Llanuras y empezó a explicar a la gente el peligro que corrían.

Aquí y allí, se oyó el lloriqueo de un niño, gemidos y gritos sofocados a medida que el miedo al dragón se propagaba, pero Goldmoon y los demás estaban cerca para darles consuelo con plegarias a los dioses.

Los dragones llegaron a un punto situado por encima de la arboleda quemada. Lunitari estaba medio llena esa noche y su luz brilló en las rojas escamas y en la figura con un yelmo montada en el primer dragón. Riverwind reconoció la máscara astada de lord Verminaard. Detrás de él volaban cuatro dragones más. Mientras los observaba, el vuelo de los reptiles perdió velocidad. Las bestias empezaron a realizar lentos virajes que los llevaron encima de las cuevas en las que los refugiados habían vivido.

Aquéllos no eran los gráciles y ágiles Dragones Rojos que Riverwind había visto combatiendo en el cielo de Pax Tharkas. Esos dragones volaban con pesadez y, de nuevo, tuvo la impresión de que llevaban una carga pesada.

Gilthanas apareció a su lado.

—¿Qué pasa con Laurana y con los que están al otro lado de la cornisa? —preguntó.

Riverwind había estado pensando en Hederick y los que se habían quedado en el valle y sólo supo sacudir la cabeza, consciente de que no tenían ninguna posibilidad. Entonces se dio cuenta de lo que preguntaba realmente Gilthanas. Se refería a los que todavía no se habían aventurado por la cornisa. Estaban acampados a descubierto, en la cara de la montaña, sin un sitio donde refugiarse ni donde ocultarse.

—Tenemos que conseguir que crucen —lo apremió el elfo.

—¿A oscuras? Demasiado arriesgado. —Riverwind sacudió la cabeza—. Confiemos en que los dragones se contenten con atacar las cuevas. Y esperemos que no se les ocurra volar en esta dirección.

Se preparó para ver cómo los dragones escupían fuego sobre las cuevas, pero no ocurrió así. Por el contrario, los dragones siguieron sobrevolando el valle en círculos cada vez más bajos, descendiendo en una formación en espiral. El dragón que llevaba a Verminaard permaneció a más altura, observando desde arriba. Riverwind estaba desconcertado y entonces divisó algo que incrementó su desconcierto.

Unos bultos caían de la espalda de los dragones; o al menos eso era lo que parecían. A Riverwind no se le ocurría qué podían estar dejando caer los reptiles. Entonces dio un respingo, horrorizado.

No eran bultos. ¡Eran draconianos y saltaban del lomo de los dragones! Distinguía las alas de las criaturas al extenderlas cuando saltaban, veía la luz de la luna destellar en las pieles escamosas y en las hojas de las espadas.

Las alas de los draconianos frenaban el descenso y los capacitaban para planear a fin de aterrizar cuando llegaban al suelo. Por lo visto no eran expertos en saltar desde los dragones, ya que algunos caían de cabeza contra las gruesas ramas de los árboles y muchos se zambullían, pateando y agitando los brazos, en el arroyo. Aullidos de rabia rasgaron el gélido aire de la noche. Riverwind alcanzó a oír las voces gritando órdenes a los que habían aterrizado cuando los oficiales intentaron poner orden, encontrar a los soldados y situarlos en formación.

Eso no tardaría mucho en conseguirse. Los draconianos marcharían hacia las cuevas y descubrirían que su presa había huido. Empezarían a buscarlos.

—Tienes razón —le dijo a Gilthanas—. Tenemos que hacer que crucen los que están al otro lado. —Sacudió la cabeza despacio—. ¡Los dioses nos ayuden!

Caminar por la empinada y angosta cornisa había sido difícil y atemorizador con la luz del día y ahora tenía que pedir a esas personas que lo hicieran de noche y a oscuras. Y en silencio.

Riverwind volvió por la peligrosa cornisa y encontró a Elistan y a Laurana esperándolo.

—Ya hemos despertado a todos y están preparados —se anticipó el clérigo.

—Pobre Hederick —susurró Laurana al ver que los draconianos empezaban a cubrir las colinas como un enjambre.

A Riverwind le era difícil sentir atisbo alguno de pena por ese hombre o los que estaban tan engañados como para confiar en él. Tampoco disponía de tiempo para perderlo pensando en él. Contempló al grupo reunido, con los semblantes pálidos que destacaban en la oscuridad, pero todos guardaban silencio y estaban preparados. Riverwind detestaba hacer lo que tenía que hacer a continuación, pero no le quedaba otra opción.

—Tenemos que taparles la boca con mordazas.

Elistan y Laurana lo miraron fijamente, tal vez preguntándose si se habría vuelto loco.

—No entiendo... —empezó Laurana.

—El silencio es nuestra única esperanza de escapar —explicó Riverwind—. Si alguien se cayera, los draconianos podrían oír los gritos.

Laurana palideció y se llevó la mano a la boca.

—Claro —dijo Elistan en voz queda antes de alejarse a buen paso hacia el grupo.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó el guerrero a Laurana.

—Sí —logró responder ella sin apenas voz.

—Me alegro. —Riverwind se mostraba enérgico, flemático—. Tenemos que empezar a pasar ya, no hay tiempo que perder. Los draconianos atacarán las cuevas, pero no tardarán mucho en comprender que nos hemos ido. Vendrán tras nosotros.

—¿Estaremos a salvo en el paso? —preguntó la elfa.

—Eso espero —contestó procurando darse confianza a sí mismo tanto como a ella—. No sabíamos que el paso estaba aquí y hemos vivido en la zona durante meses. Con suerte y la ayuda de los dioses, los draconianos no nos encontrarán. Si lo hacen, nos defenderemos del ataque.

Dejó de hablar y dio un respingo. Fue como si la cegadora luz de un relámpago iluminara de pronto su mente. La punta del pico encajada en una piedra distinta de todas las demás.

—¡Daos prisa! —apuró a Laurana—. Que sigan avanzando. No dejéis que nadie se pare. —Se dio media vuelta para regresar, pero se volvió de nuevo hacia la elfa—. Si alguien se resiste a cruzar, habrá que dejarlo aquí. No tenemos tiempo para mimar a nadie. ¡Que se muevan todos!

Regresó por la peligrosa cornisa arriba al tiempo que pensaba que en realidad resultaba más fácil hacerlo a oscuras. Así no se veía hasta dónde podía uno caerse ni las afiladas piedras del fondo que aguardaban para destrozar el cuerpo. Los hombres que habían hecho lo mismo por la mañana ocuparon sus puestos a lo largo del tramo, listos para ayudar a los que ya empezaban a cruzar. Elistan estaba al principio para ofrecer palabras tranquilizadoras y bendiciones en nombre de Paladine. Con las mordazas ceñidas sobre la boca, la gente empezó a avanzar despacio a lo largo de la cornisa.

Other books

Island Boyz by Graham Salisbury
Finding Allie by Meli Raine
Proof of Heaven by Alexander III M.D., Eben
Reagan's Revolution by Craig Shirley
Temptation & Twilight by Charlotte Featherstone
The Invisible Girl by Mary Shelley
The Bellwether Revivals by Benjamin Wood
DR10 - Sunset Limited by James Lee Burke