—¡No es Sturm! —soltó de repente Tasslehoff—. ¡Es el príncipe Grallen de debajo de la montaña! ¿No es maravilloso, Flint? Sturm cree que es un enano. ¡Pregúntale!
Flint estaba boquiabierto. Entonces cerró la boca con un fuerte chasquido.
—No puedo creerlo. —Se dirigió al caballero—. Óyeme bien, Sturm, no pienso permitir que me toméis el...
Sturm cerró la mano sobre la empuñadura de la espada. Los ojos marrones eran fríos y duros bajo el yelmo. Dijo algo en lenguaje enano, a trompicones, como si le costara trabajo pronunciar las palabras.
Flint se quedó mirándolo de hito en hito, mudo de asombro.
—¿Qué ha dicho? —quiso saber Tasslehoff.
—Guarda las distancias, escoria de las colinas —tradujo Flint—. O algo por el estilo. —El enano lanzó una mirada furiosa hacia Caramon y en especial a Raistlin—. ¡Más vale que alguien me explique qué está pasando aquí!
—Fue culpa del propio caballero —repitió el mago, que asestó una fría mirada a Flint—. No tengo nada que ver con eso. Se lo advertí. Le dije que el yelmo era mágico y que no lo tocara, pero no me hizo caso. Se puso el yelmo y éste es el resultado. Cree ser el príncipe Grallen, sea quien sea ese personaje.
—Un príncipe de Thorbardin —confirmó Flint—. Uno de los hijos del rey Duncan. Grallen vivió hace más de trescientos años. —Sin acabar de fiarse de Raistlin, el enano se acercó más para examinar el yelmo.
—Es realmente una pieza digna de la realeza —admitió—. ¡Jamás había visto nada igual! —Alargó la mano—. Si pudiese...
Sturm desenvainó la espada y la sostuvo ante el pecho de Flint.
—¡No te acerques más! —avisó Raistlin—. Tienes que entenderlo, Flint. Eres un Enano de las Colinas, y el príncipe Grallen te ve como el enemigo contra el que luchó y murió.
—¡Que entienda! —increpó Flint, furioso. Sin quitar ojo a Sturm, alzó las manos y retrocedió—. No entiendo nada de esto. —Asestó una mirada fulminante a Raistlin—. Estoy de acuerdo con Tanis. ¡Esto apesta al trabajo de un mago!
—Como así es —confirmó fríamente Raistlin—. Pero no mío.
Explicó que se había encontrado el yelmo por casualidad y que Sturm lo había visto con él en las manos y se había quedado prendado del casco.
—El encantamiento debía de buscar un guerrero y, cuando Sturm lo cogió, el hechizo se apoderó de él. No es una magia maligna, más allá de tomar prestado el cuerpo durante un corto tiempo. Cuando lleguemos a Thorbardin, el alma del príncipe habrá llegado a casa. Probablemente la magia liberará al caballero y volverá a ser el severo y hosco Sturm Brightblade que siempre hemos conocido.
Tanis miró de nuevo a Sturm, que seguía con la espada desenvainada y sin apartar la torva mirada de Flint.
—Dices que «probablemente» la magia lo liberará —le habló a Raistlin.
—Yo no lancé el hechizo, Tanis, así que es imposible que lo sepa con certeza. —De nuevo tosió, lo que lo obligó a callarse, y luego continuó—: Quizá no te has dado cuenta de lo que esto significa. El príncipe Grallen sabe dónde se encuentran las puertas de Thorbardin.
—¡Por las barbas del gran Reorx! —exclamó Flint—. ¡El mago tiene razón!
—Te dije que la llave para acceder a Thorbardin se hallaba en el Monte de la Calavera.
—Nunca puse en duda tus palabras —contestó el semielfo—. Aunque he de admitir que mi idea sobre esa «llave» se acercaba más a un mapa. —Se rascó la barba—. Ahora el problema es, según lo veo yo, impedir que el príncipe mate a Flint antes de que hayamos llegado allí.
—El príncipe cree que somos mercenarios. Podríamos decirle que Flint es nuestro prisionero —sugirió Caramon.
—¡Ni se os ocurra! —bramó el enano.
—¿Y qué tal un emisario que viene a negociar las condiciones de un armisticio? —dijo Raistlin.
Tanis miró a Flint, quien se sintió en la obligación de oponerse arguyendo que nadie en su sano juicio creería tal cosa. Sin embargo, al final asintió con un gesto de cabeza, a regañadientes.
—Decidle que también yo soy príncipe, un príncipe de los neidar.
Tanis disimuló una sonrisa y se puso a explicar las cosas al príncipe Gralien, a quien por lo visto le pareció aceptable, ya que Sturm envainó la espada y le dedicó a Flint una mínima reverencia envarada.
—Ahora que eso ya está solucionado, ¿alguno de los dos tiene algo de comer? —preguntó Caramon—. Hemos agotado todo lo que traíamos.
—No entiendo cómo puedes tener hambre —dijo Raistlin, que se apretó la manga de la túnica contra la boca y la nariz—. ¡El hedor es espantoso! Al menos deberíamos movernos contra el viento.
Tanis echó otro vistazo al poblado destruido y a los pequeños y patéticos cadáveres.
—¿Por qué harían esto los draconianos? ¿Por qué tomarse la molestia de masacrar a unos enanos gullys? —se preguntó en voz alta.
—Para silenciarlos, por supuesto —le respondió Raistlin—. Toparon con algo con lo que no debían topar, algún secreto de los draconianos o algún secreto que a los draconianos les habían ordenado proteger. Por eso tuvieron que morir.
—Me pregunto qué secreto será —caviló el semielfo, preocupado.
—Dudo que lleguemos a saberlo alguna vez —dijo Raistlin, que se encogió de hombros.
Abandonaron el poblado y volvieron a la calzada que ascendía hacia la montaña que albergaba Thorbardin.
—He rezado una oración por los pobres gullys —dijo Tasslehoff en voz solemne mientras se acercaba a Tanis—. Es una plegaria que me enseñó Elistan. «Comandé» sus almas a Paladine.
—Encomendé —lo corrigió el semielfo—. Encomendé sus almas.
—Sí, eso también —contestó Tas con un suspiro.
—Ha sido un bonito detalle que hagas eso —dijo Tanis—. A ninguno de los demás se nos ha ocurrido.
—Porque estáis ocupados pensando en cosas grandes —le explicó Tas—. Yo me ocupo de cosas pequeñas.
—Por cierto —dijo el semielfo cuando se le vino una idea a la cabeza—. ¡Te dejé en el campamento del valle! ¿Cómo es que apareces con Raistlin, Sturm y Caramon? Creí haberte dicho que cuidaras de Tika.
—¡Y lo hice! —repuso Tas—. ¡Espera a que te cuente!
Se lanzó a relatar lo ocurrido y, a medida que avanzaba en los hechos, el gesto de Tanis se tornaba más severo.
—¿Dónde está Tika? ¿Por qué no ha venido con vosotros?
—Regresó para advertir a Riverwind —contestó Tasslehoff, animado.
—¿Sola? —Tanis se volvió a mirar a Caramon, que intentaba en vano ocultar su corpachón detrás de su gemelo.
—Se escabulló durante la noche, Tanis —explicó el guerrero a la defensiva—. ¿Verdad, Raist? No sabíamos que iba a marcharse.
—Podríais haber ido tras ella —dijo el semielfo, cada vez más serio.
—Sí, podríamos haberlo hecho —contestó suavemente Raistlin—. Y, de haber sido así, ¿en qué situación estarías ahora, semielfo? Deambulando por las montañas buscando la forma de entrar en Thorbardin. Tika no corría peligro. La ruta por la que habíamos llegado sólo la conocíamos nosotros.
—Eso espero —dijo Tanis, sombrío.
Tragándose las palabras iracundas que no habrían servido de nada, se puso a la cabeza del grupo. Hacía muchos años que conocía a Raistlin y a Caramon y sabía que los gemelos tenían un vínculo que era imposible romper. Un vínculo malsano —o así lo había considerado siempre— pero no era el lugar ni el momento para decir nada. Había albergado la esperanza de que el floreciente idilio entre Tika y Caramon daría al hombretón la fuerza necesaria para liberarse del férreo control de su hermano. Parecía ser que no.
Tanis no sabía qué había pasado en el Monte de la Calavera, aunque imaginaba —a juzgar por la mirada malcontenta que Caramon había dirigido a su hermano— que Tika había intentado persuadir al guerrero de que la acompañara y Raistlin lo había impedido.
—Si le ocurre algo, me lo cobraré en la piel de Raistlin —masculló entre dientes el semielfo.
Al menos Tika había tenido el sentido común de ir a poner sobre aviso a Riverwind. Confiaba en que la joven hubiese llegado a tiempo hasta los refugiados y que éstos hubiesen hecho caso del aviso y hubiesen huido. Él no podía regresar ahora, por mucho que le hubiese gustado hacerlo. La urgencia de su misión en Thorbardin acababa de multiplicarse por ochocientos.
Flint marchaba en la retaguardia, detrás de Sturm, incapaz de apartar los ojos del caballero y del maravilloso yelmo que llevaba puesto... O, más bien, según Raistlin, el yelmo que lo llevaba a él. El enano no confiaba en ningún tipo de magia —y menos en la que tuviera algo que ver con Raistlin— y nadie iba a convencerlo de que aquello no era obra del joven mago de algún modo.
El enano tenía que admitir que algo había pasado para cambiar así a Sturm. El caballero era capaz de pronunciar unas cuantas palabras del lenguaje enano aprendidas de oírlo a él a lo largo de los años, pero no eran muchas. Desde luego, no sabía nada del que se hablaba en Thorbardin y que era ligeramente distinto del que utilizaban los Enanos de las Colinas.
Después de que hubieron acampado, Tanis le pidió al príncipe que le describiera la ruta a Thorbardin. El príncipe Grallen lo hizo de buen grado; habló de un cordal de crestas que seguirían para subir a la montaña. Les dijo la distancia que tendrían que viajar y cómo localizar la puerta secreta, si bien no les contó qué debían hacer para abrirla una vez que llegaran a ella.
Tanis miró a Flint para recibir confirmación del enano. Este no sabía a qué cordal específico se refería el príncipe, pero sonaba verosímil, si bien no lo dijo.
Lo único que el viejo enano dijo, entre rezongos, fue que suponía que descubrirían si era verdad al día siguiente y que esperaba que Tanis se callara y los dejara descansar un poco esa noche.
Cuando Flint se tumbó, alzó la vista al cielo y se puso a buscar la estrella roja que era la fragua de Reorx, el Forjador del Mundo, hasta que dio con ella.
A Flint le gustaba la idea de ser un emisario. Ni que decir tiene que había protestado cuando Raistlin lo propuso, sólo por el mero hecho de haberlo propuesto él, pero no se había opuesto con firmeza. Había accedido sin poner muchas pegas. Y entonces se le ocurrió algo.
«
¿Y si soy realmente un emisario? ¿Y si soy el enano que une por fin a los clanes beligerantes?»
Yació despierto mucho tiempo contemplando las chispas que saltaban por el cielo a medida que el dios proseguía su eterna tarea de forjar la creación. Se vio a sí mismo como una de esas chispas, sólo que la luz de la suya brillaría para siempre.
Adiós al valle
Cornisa peligrosa
La piedra angular
El primer día de viaje fue relativamente fácil para los refugiados. El segundo día no habían llegado muy lejos cuando eso cambió y empezaron las dificultades. La vereda proseguía hacia arriba y, a medida que subía, se hacía más empinada y más angosta hasta que al final se convirtió en una senda estrechísima con un muro vertical a un lado y un aterrador precipicio en el otro. Más allá se encontraba el paso. Casi habían llegado allí, pero antes había que salvar ese obstáculo.
Tendrían que recorrer en fila ese tramo peligroso y Riverwind ordenó hacer un alto. Ya había muchos que estaban aterrados sólo de ver el precipicio y el riesgo de caída tan cerca de los pies; entre ellos, como Tanis había adivinado, se encontraba Goldmoon.
Había nacido y crecido en las llanuras centrales de Abanasinia, un territorio llano y monótono que se extendía a lo largo de kilómetros y kilómetros sin que nada se interpusiera entre ella y el glorioso cielo. Este mundo de montañas y valles era nuevo para Goldmoon y no se había acostumbrado a él. Riverwind caminaba arriba y abajo de la fila animando a la gente, cuando uno de sus guerreros llegó corriendo.
—Es Goldmoon —informó—. Será mejor que vengas.
Riverwind encontró a su esposa con la espalda pegada contra la pared del risco, mortalmente pálida, temblando de terror. Se acercó a ella, y la mano con la que se asió a él con una fuerza increíble estaba fría como el hielo.
Se hallaba a la cabeza de la fila. Riverwind no había olvidado el miedo que su esposa le tenía a los sitios altos y había intentado convencerla de que se pusiera al final, pero ella no quiso atender a razones. Afirmó que ya estaba curada del vértigo y había echado a andar con aparente seguridad. Podría haberlo conseguido, ya que no era un tramo largo, pero cometió el fatal error de mirar hacia abajo. Se vio a sí misma precipitándose al vacío y estrellándose contra el fondo sembrado de rocas, con los huesos rotos, el cráneo aplastado y las piedras salpicadas con su sangre, que iba formando un charco debajo del cuerpo destrozado.
—Lo siento, no puedo hacerlo, esposo —musitó y, cuando él la apremió suavemente para que siguiera adelante, se puso rígida—. Dame unos instantes.
—Goldmoon —dijo en voz queda mientras miraba hacia atrás, a los refugiados que aguardaban en fila—, los demás te observan, te miran buscando en ti el ánimo necesario para cruzar.
La mujer lo miró con expresión de súplica.
—Quiero hacerlo. ¡Sé que he de hacerlo, pero no puedo moverme!
Miró de nuevo por el borde del precipicio a las rocas, los árboles y el valle que parecía tan lejano bajo sus pies; se estremeció y volvió a cerrar los ojos.
—No mires abajo —aconsejó él—. Mira hacia arriba, hacia adelante. Fíjate en esa brecha en forma de «V» que hay allí en lo alto. Es el paso de montaña. ¡Sólo tenemos que cruzarlo y estaremos al otro lado!
Goldmoon miró, sacudió la cabeza y pegó la espalda contra la pared.
»
¿Has rezado a los dioses para que te den ánimo? —le preguntó el guerrero a su esposa.
—En mi corazón está el coraje de Mishakal, esposo —contestó con una sonrisa trémula—, pero aún tiene que abrirse paso hasta mis pies.
Riverwind la amó más aún en ese momento y la besó en la mejilla. La mujer le echó los brazos al cuello y se ciñó contra él con tanta fuerza que casi le cortó la respiración. La condujo de vuelta a la vereda, a terreno firme, y se preguntó qué iba a hacer.
Habría otros como su esposa a los que les resultaría difícil, si no imposible, recorrer aquel tramo. Tenía que discurrir una forma de ayudarlos.
Le dijo a la gente que parara a descansar mientras pensaba en aquel problema. Reflexionaba en busca de alguna solución cuando vio llegar a buen paso, senda abajo, a uno de los exploradores. El hombre le hizo una seña.
—Hemos encontrado algo extraño —informó el explorador—. Arriba, en la brecha de acceso al paso, está tirado en el suelo el pico del enano.