Siguió andando despacio, y Nora se levantó sobre sus pies destrozados y lo siguió.
Mati sentía que la razón le abandonaba de vez en cuando, y empezó a imaginar que salía de su cuerpo. Le gustaba, le permitía escapar del dolor. Iba a la deriva por el aire, mirando a un muchacho tenaz que luchaba sin tregua contra la espesura hiriente y tenebrosa, conduciendo a una joven lisiada. Sintió pena por la pareja y deseó invitarlos a remontar el vuelo y flotar cómodamente con él. Pero su yo incorpóreo carecía de voz y fue incapaz de llamarlos.
Eran ensoñaciones diurnas, evasiones, y no duraban mucho.
—¿Podemos pararnos un momento? Necesito descansar. Lo siento —la voz de Nora era débil y estaba amortiguada por el trapo que cubría su boca.
—Aquí arriba. Hay un claro pequeño. Tendremos sitio para sentarnos —Mati señaló y siguió adelante hasta el lugar que había avistado. Cuando llegaron, desenrolló su manta y la puso de cojín en el suelo. Se desplomaron uno al lado del otro.
—Mira —Nora señaló la falda de su vestido. La tela azul, ahora descolorida, estaba hecha jirones—. Las ramas me persiguen. Son como cuchillos. Me han cortado la ropa —examinó el destrozado vestido, con sus largas tiras desgarradas—, pero no me han llegado a la carne. Es como si estuvieran esperando. Como si primero se burlaran de mí.
Durante un instante espantoso Mati recordó la descripción que Ramón había hecho del pobre Suministrador, enredado por el Bosque, estrangulado por las lianas. Se preguntó si el Bosque también se habría burlado de él, quemándole y cortándole, antes de darle muerte.
—¿Mati? Di algo.
Él se libró de sus pensamientos. Había dejado que su mente fuera de nuevo a la deriva.
—Perdona —dijo—. No sé qué decir. ¿Qué tal tus pies? —se le ocurrió preguntar.
Notó que ella se estremecía y miraba hacia abajo. El barro que le había aplicado como calmante se había caído. Sus pies no eran más que carne desgarrada.
—Y fíjate en tus pobres brazos —dijo ella. Las mangas rotas estaban empapadas con el pus de las heridas.
Él recordó que en Pueblo, cuando una persona andaba con dificultad, otra más fuerte la ayudaba gustosa. Cuando una persona tenía una herida en el brazo, era atendida y cuidada hasta que se curaba.
Escuchó sonidos a su alrededor y pensó que se trataba de los ruidos de Pueblo: las risas suaves, las conversaciones tranquilas, el ajetreo del trabajo diario y las vidas felices. Pero era una ilusión producto del recuerdo y la añoranza. Los sonidos que oía eran el croar áspero de una rana, el movimiento furtivo de un roedor en la maleza y las burbujas espumosas que eructaba alguna criatura reptante y maliciosa en las lóbregas aguas de la laguna.
—Me cuesta mucho respirar —dijo Nora.
Mati cayó en la cuenta de que a él también. Era la densidad del aire con su terrible hedor. Era como una almohada hedionda apretada con fuerza contra sus rostros, que les dejaba sin aire, que los ahogaba. Tosió.
Pensó en su don. Inservible ahora. Quizá aún tuviera la fuerza y el poder necesarios para curar sus brazos o los pies de Nora, pero entonces llegaría la siguiente arremetida, y la siguiente, y él estaría demasiado débil para resistirlas. Incluso ahora, mirando con desgana hacia abajo, vio que un zarcillo verde pálido salía de la parte inferior de una mata de espinos y se deslizaba sigilosamente hacia ellos. Lo vigiló con algo parecido a la fascinación. Se movía como una víbora joven: decidido, silencioso, letal.
Mati volvió a sacar la navaja del bolsillo. Cuando el tallo sinuoso y siniestro (en apariencia no mayor que los zarcillos de guisantes que crecían a principios de verano en su huerto) alcanzó su tobillo, empezó a curvarse con fuerza sobre la carne. Mati se agachó con rapidez y lo cercenó con la navaja. Al instante el zarcillo se volvió marrón y se separó de él, exánime.
Pero no se trataba de una victoria. Era una mera pausa en una batalla que sin duda iban a perder.
Notó que Nora buscaba su hatillo y le habló con dureza.
—¿Qué estás haciendo? Tenemos que irnos. Es peligroso quedarse aquí.
Ella no había visto la cosa mortífera que acababa de atacar a Mati, pero él sabía que aparecerían otras; vigiló los arbustos para localizarlas.
Se dio cuenta de que primero había ido a por él. No quería morir antes que ella, no quería dejarla sola.
Vio consternado que ella sacaba sus útiles de bordar.
—¡Nora! ¡No tenemos tiempo!
—Debería ser capaz de… —enhebró la aguja con destreza.
—¿De qué? —se preguntó él con amargura—. ¿De hacer un bordado bonito que describa nuestras últimas horas?
Recordó que en los libros de arte que había hojeado en casa de Líder, muchas pinturas representaban la muerte. Una cabeza cortada en una bandeja. Una batalla y cuerpos desparramados por el suelo. Espadas, lanzas y fuego; y clavos martilleados en la carne delicada de las manos de un hombre. Los pintores habían conservado ese dolor a través de la belleza.
Quizá ella pudiera.
Miró sus manos. Volaban sobre el pequeño bastidor, metiendo y sacando la aguja. Sus ojos estaban cerrados. No mandaba sobre sus dedos. Se movían solos.
Él esperó, vigilante, escrutando los arbustos que los rodeaban. Temía la noche. Quería marcharse, alejarse de aquel lugar, antes de que oscureciera. Pero esperó mientras las manos de Nora se movían.
Por fin, ella abrió los ojos.
—Alguien viene a ayudarnos —dijo—. El joven de los ojos azules.
—Líder. ¿Viene Líder?
—Ha entrado en el Bosque.
Mati suspiró.
—Es demasiado tarde, Nora. No nos encontrará a tiempo.
—Sabe que estamos aquí.
—Puede ver más allá —dijo él, y tosió—. ¿Te lo había dicho? No me acuerdo.
—¿Ver más allá? —ella empezó a guardar sus cosas.
—Es su don. Tú ves más adelante. Él ve más allá. Y yo… —Mati guardó silencio. Levantó un brazo terriblemente hinchado y miró con apatía el pus que exudaba la manga. Después se rió con aspereza—. Yo curo ranas.
Al marcharse Líder, el ciego se quedó a solas con su miedo. Había vuelto a su propia casa para esperar, pasando junto a los obreros que seguían con los preparativos para construir la muralla que confinaría Pueblo.
En el patio de la casa que tan felizmente había compartido con Mati, olió el aroma de la tierra removida. El día anterior había empezado a cavar un jardín para su hija, metiendo la azada y echando semillas.
Jean había pasado por allí para preguntar por Mati. Alabó el trabajo de Veedor y prometió llevarle semillas de sus propias plantas. Dijo que podrían tener dos jardines igualitos. Estaba deseando conocer a la hija del ciego. No había tenido nunca una hermana mayor, y Nora quizá podría ser como una. Él escuchó la sonrisa en su voz.
Pero eso había sido ayer. Entonces le dijo a Jean, creyendo que era cierto, que los viajeros estaban bien, que volvían a casa.
Esta mañana Líder, después de pasar largo rato junto a la ventana, le había dicho la verdad.
El ciego había llorado de angustia.
—¿Los dos? ¿Mis dos hijos?
Normalmente Líder necesitaba reposo después de mirar más allá, pero esta vez no descansó. Veedor escuchó cómo se movía por la sala, guardando cosas.
—Que en Pueblo no sepan que me he ido —le dijo Líder.
—¿Ido? ¿Adónde vas? —el ciego no se había recuperado aún de las noticias.
—A salvarlos, por supuesto. Pero no me fío de los constructores de la muralla. Si se dan cuenta de que no estoy aquí para recordarle a todo el mundo la proclama, empezarán antes. No quiero volver y encontrarme con que no se puede entrar.
—¿Podrás pasar sin ser visto?
—Sí, conozco un camino trasero. Y ellos están tan absortos en su trabajo que no se les ocurrirá venir a buscarme. En cualquier caso, soy la última persona que desean ver. Saben lo que opino sobre la muralla.
El ciego se animó un poco con el optimismo de la voz de Líder. «A salvarlos, por supuesto». Lo había dicho. Quizá pudiera hacerlo.
—¿Llevas comida? ¿Ropa de abrigo? ¿Armas? Es posible que necesites armas. Me horroriza pensar en ello.
Pero Líder dijo que no.
—Nuestros dones son nuestras armas —añadió. Después bajó corriendo la escalera.
A solas en su casa, Veedor sintió que la desesperanza le atenazaba. Se acercó a la pared y palpó los bordes del tapiz que colgaba allí, el que Nora había hecho para él. Dejó que sus dedos se adentraran en el tejido, abriéndose camino por el paisaje. Había tocado las diestras y minúsculas puntadas muchas veces, siempre que la echaba de menos. Ahora, en esta mañana hecha añicos, sólo tocó nudos y enredos. Sintió la muerte y olió su espantoso hedor.
La noche se acababa y aún estaban vivos. Mati se despertó al amanecer, acurrucado junto a Nora, en el lugar en que se habían derrumbado a la vez después de recorrer todo el camino que habían podido por la tarde.
—¿Nora? —tenía la voz ronca por la sed, pero ella le oyó y se movió. Abrió los ojos.
—No veo muy bien —musitó ella—. Todo está borroso.
—¿Puedes sentarte? —preguntó él.
Ella lo intentó y gimió.
—Estoy tan débil —dijo—. Espera —respiró hondo y después, adolorida, se obligó a sentarse.
—¿Qué tienes en la cara? —preguntó a Mati. Él se tocó el labio superior, donde ella señalaba, y vio que su mano se manchaba de rojo brillante.
—Me sangra la nariz —dijo extrañado.
Nora le tendió el trapo que llevaba en la cara el día anterior, y él se lo apretó para detener la hemorragia.
—¿Podrás andar? —preguntó Mati casi al instante.
Ella meneó la cabeza.
—Lo siento. Lo siento mucho, Mati.
Él no se sorprendió. Después de destrozar su vestido, las espinosas ramas habían atacado sus piernas al caer la noche, y ahora podía ver sus tremendas laceraciones. Las heridas eran profundas y, donde la carne estaba abierta, vio tendones y músculos que brillaban, entre el rosa y el amarillo, con una especie de belleza devastadora.
Mati quizá hubiera podido continuar, dando traspiés. Pero sus brazos estaban totalmente inútiles y sus manos no parecían más que zarpas enormes. Ni siquiera podía empuñar la navaja.
Y en cuanto a Juguetón, no sabía. Éste yacía inmóvil contra su pecho.
Miró abatido a un lagarto marrón de lengua veloz que se abría paso por la manta dando coletazos.
—Vete —murmuró Nora. Se volvió a echar y cerró los ojos—. Yo voy a dormir.
Él desplazó con dificultad sus brazos lesionados hasta el hatillo de Nora, situado junto a ella, donde lo había dejado caer por la noche. A través de una bruma de dolor se dio cuenta de que aún podía mover los dedos, y con ellos abrió el hatillo y sacó el bastidor de bordar. Con mucho esfuerzo, muy despacio, enhebró la aguja. Entonces la despertó.
—No. No quiero despertar.
—Nora, toma esto —le entregó el bastidor—. Inténtalo una vez más. Por favor. Mira dónde está Líder, si puedes.
Ella parpadeó y miró el bastidor como si nunca lo hubiera visto. Mati le puso la aguja en la mano derecha. Estaba acordándose de algo. Era algo que había dicho una vez, a Líder, sobre encontrarse a medio camino.
Pero ella había vuelto a cerrar los ojos. Él le gritó:
—¡Nora! Mete la aguja en la tela. Y trata de encontrarlo. ¡Inténtalo, Nora!
Ella suspiró y con gesto débil insertó la aguja. Él vigiló sus manos. No pasó nada. No cambió nada.
—Otra vez —suplicó Mati.
Vio que sus manos revoloteaban; el esplendor apareció.
* * *
Líder sintió el ataque del Bosque dos días después de entrar. Quizá empezara antes, con zarcillos como navajas —recordó que uno había estado a punto de sacarle un ojo—pero estaba entonces tan pendiente de encontrar y seguir el sendero que no había prestado atención a las pequeñas heridas que sufría. Se había adentrado a zancadas en lo profundo de la foresta sin ser consciente del peligro; sólo le interesaba hallar la pareja que había visto tan cerca de la muerte. Ni comió ni bebió.
Empezó a percibir el hedor por la mañana del segundo día, y le sirvió para acelerar el paso. Sin atisbo de duda, retiró las ramas que trataban de atraparle e ignoró los espinos que rasguñaban sus brazos y su cara.
Encontró un lugar donde el sendero simplemente parecía terminarse. Se detuvo, confundido, y examinó la maleza. En los alrededores, una brillante rana verde salió de la base de un arbusto.
—Crrroag.
—Crrroag.
Se aproximó a él, saltando y resbalando por el barro; después dio media vuelta y marchó hacia delante. Para su sorpresa, Líder la siguió a través de tupidos matorrales y descubrió que lo había conducido al lugar donde se reanudaba el sendero. Aliviado, porque por un momento creyó haberse perdido, continuó andando. Pero ahora reconocía las agresiones. Ahora veía que no se trataba de espinos que hirieran al retirarlos, sino de un ataque del Bosque en pleno.
De pronto el aire que le rodeaba bulló de insectos con aguijones. Volaron hacia su cara y le picaron sin piedad. Recordó, de sus lecturas, descripciones de castillos medievales sitiados y de ejércitos de hombres con arcos disparando tantas flechas que el cielo se nublaba. Esto era igual. Sintió los pinchazos en cientos de lugares, y gritó.
Entonces, con igual prontitud, se retiraron: para reagruparse, pensó él, para atacar de nuevo. Echó a correr, deseando alejarse de ese lugar pantanoso que engendraba y daba refugio a tales criaturas. De hecho, el sendero giraba y se adentraba en terreno seco, pero allí una piedra afilada se elevó por su cuenta del suelo y le dio un tajo en la rodilla y otro más en la mano, tan profundo que tuvo que vendarse el corte con fuerza temiendo que la pérdida de sangre le debilitara sin remedio.
Tropezando y sangrando, deseó fugazmente haber traído algún arma. Pero ¿qué hubiera podido protegerle del propio Bosque? Esa fuerza tan descomunal no podía combatirse ni con cuchillos ni garrotes.
Nuestros dones son nuestras armas, recordó haberle dicho al ciego. Le pareció que lo había dicho hacía mucho. Creía en ello cuando lo dijo, pero ahora no tenía ni idea de lo que había querido decir.
Se detuvo un momento. Su cara estaba desfigurada, hinchada por picaduras que rezumaban un líquido oscuro. Le sangraba la oreja izquierda, golpeada por una piedra afilada. Una enredadera se había enroscado en su tobillo y crecía tan rápido que se notaba el movimiento; sabía que pronto le inmovilizaría y que entonces volverían los insectos para acabar con él.