—¿Mati? —dijo ella—. Nunca lo he hecho delante de nadie, pero ahora mismo lo siento en las manos. Mira.
Él escudriñó con fijeza mientras la mano derecha de ella asía la aguja enhebrada de verde. La insertó en la tela en un lugar inacabado cercano al lindero del Bosque. De pronto sus manos empezaron a vibrar. Resplandecían. Era la segunda vez que Mati veía algo similar; lo vio el día en que Líder, junto a la ventana, miró más allá.
Alzó la vista hacia su cara y vio que tenía los ojos cerrados, pero sus manos se movían velozmente. Rebuscaban en la cesta una y otra vez, cambiando los hilos con tanta rapidez que él apenas podía seguir los movimientos, y la aguja entraba en la tela, y entraba en la tela, y entraba en la tela.
Pareció que el tiempo se detenía. El fuego siguió crepitando y chisporroteando. Juguetón suspiró en sueños, en los confines del mundo. Mati se quedó sentado, mudo, mirando las hábiles manos que resplandecían; horas y días y semanas se fueron, aunque curiosamente sólo pasó un instante, un parpadeo. Hoy y mañana y ayer se entremezclaron en un remolino que vibraba en esas manos que se movían y se movían y se movían, mientras ella seguía con los ojos cerrados, y el fuego aún crepitaba y el perro aún dormía.
Entonces acabó.
Nora abrió los ojos, se enderezó y relajó los hombros.
—Me cansa —explicó, aunque él ya lo sabía—. Mira ahora. Rápido, se desvanecerá.
Mati se inclinó hacia delante y vio que ahora, en la escena bordada, por abajo, dos personas minúsculas entraban en el Bosque. En una se reconoció a sí mismo, con la mochila a la espalda; hasta pudo ver, era increíble, el desgarrón de la manga de su chaqueta. Detrás de él, minuciosamente punteado en tonos de marrón, iba el perro, con el rabo tieso. Y al lado de Juguetón vio a Nora, con su vestido azul, su bastón acomodado bajo el brazo, su pelo negro recogido a la espalda.
El borde superior del bordado también era distinto. Ahora, junto a la casa que había reconocido como propia, veía al ciego de pie. Su postura era la de alguien que espera algo.
Y de repente Mati observó multitud de personas en el límite de Pueblo. Arrastraban troncos enormes. Alguien, parecía Mentor, daba órdenes. Se preparaban para construir una muralla.
Mati se apoyó en el respaldo. Parpadeó, atónito, y se inclinó de nuevo hacia delante para volver a mirar. Era consciente de que lo hacía para buscar a Jean, pero los detalles habían desaparecido. Aún podían verse las coloridas puntadas, pero ya era un simple paisaje, exquisitamente bello, eso sí, pero un paisaje. Vio un momento la gente, plana, sin detalles, pero también se desvanecieron abruptamente.
Nora dejó el bastidor en el suelo y se levantó de la silla.
—Tenemos que irnos por la mañana —dijo—. Prepararé comida.
Mati seguía estupefacto por lo que acababa de ver.
—No lo entiendo —dijo.
—¿Tú entiendes lo que ha pasado cuando te has pinchado la rodilla con el cuchillo y te has curado la herida con las manos?
—No —admitió él—. Tampoco lo entiendo. Es mi don. Eso es todo.
—Bueno —dijo Nora como si tal cosa—, pues éste es el mío. Mis manos dibujan el futuro. Ayer por la mañana bordé esta misma tela y vi que te acercabas por el Bosque. Por la tarde abrí la puerta y allí estabas.
Soltó una risita.
—Sin embargo, a Juguetón no lo vi. Ha sido una sorpresa muy agradable —el perro se despertó y atendió al sonido de su nombre. Se acercó a la joven para que le diera palmaditas—. Mientras echabas la siesta —continuó—, volví a bordar y vi que padre me esperaba. Eso ha sido esta misma tarde. Ahora han empezado a transportar los troncos para hacer la muralla. Y, ¿has notado el cambio del Bosque, Mati?
Él meneó la cabeza.
—Estaba mirando a la gente.
—El Bosque se está espesando. Así que debemos apresurarnos.
Qué raro. Era lo mismo que había visto Líder.
—¿Nora? —preguntó.
—¿Sí? —contestó ella sacando comida de un armario.
—¿Has visto a un hombre joven de ojos azules? ¿Más o menos de tu edad? Le llamamos Líder.
Ella se detuvo un momento, pensativa. Un mechón de pelo negro cayó sobre su rostro, y se lo retiró de un manotazo. Después agitó la cabeza.
—No —dijo—, pero le he sentido.
Se levantaron temprano. El sol acababa de salir, y desde la ventana Mati vio los huertos bañados por una luz ámbar. Abrazada a un alto enrejado, una trepadora que sólo era verde cuando él llegó estaba repleta de dondiegos de día azules y blancos. Más allá del enrejado, sobre altas estacas, diminutos ásteres fucsias de centro amarillo temblaban con la brisa del alba.
Sintió su presencia, súbitamente, y al volverse se encontró a Nora detrás de él, mirando hacia fuera.
—Te costará dejar esto —afirmó Mati.
Pero ella sonrió y meneó la cabeza.
—Ha llegado el momento. Siempre supe que llegaría. Se lo dije a mi padre hace mucho tiempo.
—Allí también tendrás un huerto. Me encargó que te lo dijera.
Ella asintió.
—Desayuna deprisa, Mati, y nos vamos. Ya le he dado de comer a Juguetón.
* * *
—¿Quieres que te ayude? —preguntó Mati con la boca llena del dulce bizcocho servido por ella, mientras contemplaba cómo se ponía un hatillo a la espalda y se cruzaba por el pecho las cintas para sujetarlo—. ¿Qué llevas dentro?
—No, me las arreglo bien. Llevo el bastidor, agujas y unas cuantas bobinas.
—Nora, el viaje es duro y largo. No vas a tener tiempo para coser —entonces Mati cayó en la cuenta: necesitaba coser. Su don se manifestaba de ese modo.
Ella había metido comida tanto en la mochila como en la manta enrollada de Mati. Llevaría más peso que al venir, porque ahora eran dos, pero Mati se sentía con fuerzas. Casi le aliviaba que no le hubiera dejado arreglarle la pierna, porque eso le habría debilitado mucho y habrían perdido quizá varios días mientras él descansaba, además de partir menos preparados y más vulnerables.
También comprendió que ella estaba acostumbrada a su bastón y a su pierna torcida. Caminar así toda la vida había hecho que fueran, como ella dijo, parte de ella misma. Convertirse en una Nora de andar presuroso sobre dos piernas rectas habría sido convertirse en otra persona. Mati no hubiera podido afrontar ese viaje con una extraña.
—Juguetón, si fueras un poco mayor y algo menos revoltoso te ataría un paquete al lomo —dijo Nora riendo al ansioso cachorro, que esperaba junto a la puerta con el rabo hecho un molinete. Sabía que se iban. No pensaba dejar que se olvidaran de él.
Enseguida cargaron con todo lo que habían empaquetado esmeradamente la noche anterior.
—Estamos listos —anunció Nora, y Mati asintió con la cabeza.
Desde el umbral de la puerta abierta, mientras Juguetón en el exterior olfateaba la tierra, miraron atrás, a la gran habitación que había sido el hogar de Nora desde niña. Se estaba despidiendo del telar, de las cestas de hilos, de las hierbas secas de las vigas, de los tapices, de las tazas y los platos de barro que había hecho para ella el alfarero de la aldea, y de una preciosa caja de madera que mucho tiempo atrás le había regalado su amigo Tomás, después de tallarla con complejos dibujos entrelazados. De las perchas de la pared colgaban sus ropas, cosas hechas por ella; algunas eran faldas y chaquetas embellecidas con apliques y bordados. Hoy sólo llevaba su sencillo vestido azul y una gruesa chaqueta de punto con piedritas planas por botones.
Nora le cerró la puerta a todo.
—Ven, Juguetón —llamó Mati sin necesidad. El perro se acercó correteando hasta ellos y levantó la pata una vez más en el umbral, diciendo a su modo: «Yo he estado aquí.»
Entonces Mati se encaminó hacia el lugar donde el sendero entraba en el Bosque. Nora, apoyándose en su bastón, le siguió, y Juguetón, con las orejas tiesas, fue detrás.
—¿Sabes? —dijo Nora—. He pasado muchas veces por este sendero para ir a la aldea —entonces se rió—. Pero claro que lo sabes, Mati. Tú lo has recorrido conmigo cuando eras pequeño.
—Lo hice. Una y otra vez.
—Pero nunca he entrado en el Bosque. No tenía necesidad, por supuesto. Y, además, siempre me ha asustado un poco.
Acababan de entrar, y aún distinguían por detrás la luz del claro y una esquina de la casita de Nora. Pero por delante, advirtió Mati, el sendero cobraba una extraña negrura. Él no lo recordaba tan oscuro.
—¿Y ahora tienes miedo? —le preguntó a Nora.
—Oh, no, yendo contigo no. Tú conoces muy bien el Bosque.
—Es verdad. Lo conozco —era verdad, pero al decirlo Mati experimentó una sensación de zozobra, aunque hizo lo posible por disimular. El sendero no parecía tan familiar como otras veces. Sabía que era el mismo —los recodos eran iguales; al pasar el siguiente, dejaron de ver el claro— pero lo que una vez fue fácil y rutinario ya no lo era. Ahora todo parecía un poco distinto: algo más oscuro, decididamente hostil.
Pero no dijo nada. Abrió camino, y Nora, fuerte a pesar de su impedimento, le siguió.
***
—Han entrado.
Líder se retiró de la ventana. Había pasado allí largo rato, absorto, concentrado, mientras el ciego esperaba tras él. Llevaban haciendo lo mismo varios días.
Líder se sentó a descansar. Respiraba con dificultad. Estaba acostumbrado a esto, al modo en que su cuerpo perdía temporalmente el vigor y necesitaba restaurarse a sí mismo después de mirar más allá.
El ciego dejó escapar un suspiro que, sin duda, era de alivio.
—Así que viene con él.
Líder asintió, sin fuerzas para hablar.
—Temía que se negara. Significaba abandonar muchas cosas. Pero Mati la ha convencido. ¡Bien por él!
Líder se movió y tomó un sorbo de agua del vaso de su escritorio. Entonces pudo hablar de nuevo.
—No fue necesario que la convenciera. Nora supo que había llegado el momento. Tiene ese don.
El ciego se acercó a la ventana y se quedó allí, escuchando. Fuertes golpeteos y ruidos de arrastre alternaban con gritos:
—¡Por aquí!
—¡Ponlo ahí!
—¡Cuidado!
Por encima de las otras voces, se escuchaba la de Mentor:
—Clávalo justo aquí —ordenaba—. Cinco por estaca. ¡Tú! ¡Tú, idiota! ¡Así no! ¡Si no vas a servir más que de estorbo, desaparece!
Líder se estremeció.
—Hace nada era tan paciente y tan amable, y escúchale ahora.
—Dime qué aspecto tiene —pidió el ciego.
Líder se aproximó a la ventana y miró al lugar donde hacían los preparativos para construir la muralla. Reconoció a Mentor entre el gentío.
—Le ha desaparecido la calva —describió—. Es más alto, o al menos está más erguido. Ha adelgazado. Y su mentón es más firme de lo que era.
—Ha hecho un canje extraño —comentó el ciego.
Líder se encogió de hombros.
—Por una mujer —señaló—. La gente hace cosas raras.
—Supongo que es demasiado pronto para que vuelvas a mirar más allá —el ciego seguía de pie junto a la ventana, con aspecto preocupado.
Líder sonrió.
—Sabes que lo es. Acaban de entrar. Están bien.
—¿Cuánto tiempo tienen?
—Diez días. La muralla no se cerrará hasta dentro de diez días, según el edicto. Tienen tiempo suficiente.
—Mati es como un hijo para mí. Es como si mis dos hijos estuvieran ahí afuera.
—Lo sé —Líder puso un reconfortante brazo sobre los hombros del ciego—. Vuelve mañana por la mañana y miraremos otra vez.
—Voy a trabajar en mi jardín. Estoy preparando arriates de flores para Nora.
—Buena idea. Eso te distraerá de las preocupaciones.
Pero cuando Veedor se fue, Líder se quedó frente a la ventana un momento, escuchando a los trabajadores. Él mismo estaba muy preocupado. No se lo había dicho al ciego pero, mientras había visto a Mati, Nora y el cachorro entrar en el Bosque, había observado algo más: el Bosque se alteraba, se agitaba, se cerraba y se preparaba para destruirlos.
—Más adelante pescaré —dijo Mati—. A Juguetón no le gusta el pescado, pero tú y yo podemos comerlo. Y hay bayas y nueces, así que no necesitamos racionar la comida. Come todo lo que te apetezca.
Nora asintió y dio un mordisco a la manzana roja que él le había entregado.
—Y vendrá bien para reducir el peso de tu equipaje —señaló ella—. Así podremos andar más deprisa.
Estaban sentados sobre la manta en el lugar elegido por Mati para pasar la primera noche. Habían recorrido una distancia considerable durante el día. A él le sorprendió lo bien que Nora mantenía el ritmo.
—No, Juguetón, el bastón no —Nora lo regañó con afecto cuando intentó usarlo como juguete para morder—. Toma —le dijo, y recogió un palo del suelo. Lo lanzó y él fue detrás a la carrera, gruñendo alegremente, esperando que alguien saliera en su persecución. Cuando vio que nadie se animaba, se tumbó en el suelo y atacó el palo como un guerrero, desgarrando la madera con sus afilados dientes.
Mati arrojó unas ramas secas a la hoguera que había encendido. Faltaba poco para el anochecer y estaba refrescando.
—Hoy hemos avanzado mucho —le dijo a Nora—. Me asombra lo bien que te las apañas. Yo creía que con tu pierna…
—Estoy acostumbrada. Siempre he caminado así —Nora se desató las sandalias de cuero y empezó a masajearse los pies—. Pero estoy cansada. Y mira. Me sangran —se inclinó hacia delante asiendo el bajo de su falda para enjugar la sangre de sus plantas—. Cuando lleguemos tendré que tirar este vestido —dijo riendo—. ¿Hay telas allí para hacer ropa?
Mati asintió.
—Sí. En el mercado hay a montones. Y mi amiga Jean puede prestarte algún vestido. Es más o menos de tu talla.
Nora le miró.
—¿Jean? —dijo—. Nunca me habías hablado de ella.
Él sonrió y se alegró de que, gracias a la oscuridad, Nora no advirtiera que su cara se teñía de rojo. ¿Por qué se ruborizaba? ¿Qué le estaba pasando? Conocía a Jean desde hacía años. Habían jugado juntos cuando eran niños, cuando él llegó a Pueblo. Una vez intentó burlarse de ella asustándola con una culebra, y lo único que consiguió fue descubrir que a ella le encantaban.
Frente a Nora, se limitó a encogerse de hombros.
—Es una amiga —dijo—. Es guapa —añadió, después agachó la cabeza, abochornado por haberlo dicho, esperando que Nora se riera de él. Pero ella apenas lo escuchaba. Estaba examinando sus pies, y él vio, incluso a la parpadeante luz de la hoguera, que las plantas tenían cortes profundos y sangraban.