Pensó en su reunión con los líderes del Partido de la Libertad. No les importaban los generadores, porque estaban seguros de que la Tierra no dejaría que hubiera hambre en Hadley. Pensaban que el planeta podría utilizar su propia debilidad como un arma para sacarle dinero al CoDominio.
George maldijo entre dientes. Estaban equivocados. A la Tierra no le importaba Hadley, que estaba demasiado lejos para que nadie se preocupase por él. Pero, aunque tuvieran razón, estaban vendiendo la independencia del planeta, ¿y a cambio de qué? ¿Es que la auténtica independencia no representaba nada para ellos?
Laura entró con una manada de niños que gritaban.
—¿Ya es hora de irse a la cama? —preguntó. El de cuatro años cogió su calculadora y se le sentó en las rodillas, apretando botones y viendo cambiar los números y encenderse las lucecitas.
George los besó a todos y los mandó acostarse, preguntándose, mientras lo hacía, qué clase de futuro les esperaba.
Debería dejar la política, se dijo a sí mismo. No estoy haciendo nada y estoy comprometiendo a Laura y los chicos. Pero, ¿qué pasará si nosotros abandonamos? ¿Qué futuro tendrían entonces?
—Pareces preocupado —le dijo Laura cuando volvió, tras meter a los niños en la cama—. Sólo faltan unos días…
—Aja.
—¿Y qué es lo que realmente pasará entonces? —preguntó ella—. No me repitas las promesas que oímos habitualmente. ¿Qué es lo que pasará realmente, cuando se marche el CD? Va a ser malo, ¿eh?
La atrajo hacia él, notando su calor y trató de encontrar consuelo en su cercanía. Ella se apretó contra él un momento, luego se separó.
—George, ¿no deberíamos coger lo que podamos, e irnos hacia el este? No tendríamos mucho, pero tú estarías con vida.
—No será
tan
malo —le dijo. Trató de reír, como si ella hubiera hecho un chiste, pero el sonido era hueco. Ella no le acompañó en la risa. Así que le dijo—: Habrá tiempo para eso luego, si las cosas no funcionan. Pero al principio deberían de funcionar. Tenemos una Guardia Nacional planetaria. Debería de bastar para proteger al Gobierno… pero, en un par de días, os voy a trasladar a todos al Palacio del Gobierno.
El Ejército —dijo ella con desprecio—. ¡Vaya Ejército, Georgie! Los voluntarios de Bradford que acabarán por matarte… No te creas que él no tiene ganas de verte muerto. ¡Y esos Infantes de Marina: tú mismo dijiste el otro día que eran la basura del espacio!
—Lo dije, pero no sé si yo mismo me lo creo. Algo raro está pasando aquí, Laura. Algo que no comprendo…
Ella se sentó en el sofá que había junto al escritorio, recogiendo las piernas bajo su cuerpo. A él siempre le había gustado esa pose. Ella alzó la vista, con los ojos dilatados por el interés. Nunca miraba de ese modo a ningún otro.
—Hoy fui a ver al mayor Karantov —le dijo George—. Supuse que, valiéndome de nuestra vieja amistad, podría sonsacarle alguna información acerca de ese hombre, Falkenberg. Boris no estaba en su despacho, pero me recibió uno de sus tenientes jóvenes, un tipo llamado Kleist…
—Ya lo conozco —dijo Laura—. Un buen chico. Un poco joven.
—Sí. De todos modos, empezamos a hablar acerca de lo que pasará después de la Independencia. Hablamos de los combates callejeros y los motines, ¿sabes? Y yo le dije que desearía que tuviésemos a algunos Infantes de Marina fiables, en lugar de ese grupo de desmovilizados que nos dejaban aquí. Y puso una cara rara y me preguntó que qué era lo que yo quería, ¿la Guardia del Gran Almirante?
—¡Qué raro!
—Sí, y cuando llegó Boris y le pregunté qué significaba eso, me contestó que llevaba poco tiempo en el Servicio y no sabía de lo que estaba hablando.
—¿Y tú crees que sí lo sabía? —le preguntó Laura—. Boris no te iba a engañar. ¡Quietas las manos! —añadió con tono imperativo—. Tienes una cita.
—Puede esperar.
—¡Con sólo un par de docenas de coches en todo este planeta y uno de ellos viniendo a por ti, no lo vas a hacer esperar mientras haces el amor con tu esposa, George Hamner!
Sus ojos centelleaban, pero no de irritación.
—Además, quiero saber lo que te dijo Boris.—Se apartó de él, y Hamner regresó al escritorio.
—No es sólo eso —le explicó—. He estado pensando en el asunto. A mí, esos soldados no me parecen desechos. Beben cuando no están de servicio y han obligado a los rancheros a tener encerradas a sus mujeres y sus hijas, pero, ¿sabes?, en cuanto tocan diana están en el campo de instrucción. Y Falkenberg no me parece el tipo de oficial que vaya a soportar una tropa indisciplinada.
—Pero…
Él asintió.
—Pero no tiene sentido. Y está el asunto de los oficiales. Tiene demasiados, y no son de Hadley. Es por eso, por lo que voy a ir allí esta noche, y sin Bradford.
—¿Se lo has preguntado antes a Ernie?
—Seguro. Y me dice que tiene a algunos fieles del partido entrenándose para oficiales. Soy un poco lento de entendederas, Laura, pero no tan estúpido. Quizá no me entere de todo lo que pasa, pero si hubiera cincuenta Progresistas con previa experiencia militar, eso es algo que yo sabría. Bradford está mintiendo, pero, ¿por qué?
Laura pareció pensativa y se tiró del labio inferior en un gesto en que Hamner ahora casi ni se fijaba, a pesar de que le había hecho muchas bromas al respecto antes de casarse.
—Miente sólo para practicar —dijo al fin—. Pero su mujer ha estado hablando de la Independencia, y se le ha ido la lengua con alguna gente acerca de cómo, cuando Ernie sea presidente, las cosas cambiarán.
—Bueno, Ernie espera suceder a Budreau.
—No —replicó Laura—. Ella actuaba como si eso fuera algo que fuese a suceder muy pronto. Muy pronto.
George Hamner agitó su gran cabeza.
—No tiene los cojones para dar un golpe —afirmó con firmeza—. Y al segundo siguiente, los técnicos abandonarían su trabajo. No lo soportan, y él lo sabe.
—Ernest Bradford nunca ha reconocido tener ninguna limitación —le recordó Laura—. Realmente cree que puede hacer que cualquiera le aprecie, si le dedica a ello el esfuerzo necesario. No importa cuántas veces haya pateado a una persona, se cree que unas pocas sonrisas y alguna excusa lo arregla todo. Pero, ¿qué es lo que te dijo Boris acerca de Falkenberg?
—Me dijo que era de lo mejor que podríamos conseguir. Uno de los mejores mandos de la Infantería de Marina; empezó en la Armada y luego pasó a la Infantería, porque en la Marina de Guerra no podía tener las promociones que deseaba.
—Un hombre ambicioso. Pero, ¿cuán ambicioso?
—No lo sé.
—¿Está casado?
—Tengo entendido que lo estuvo, pero que no duró mucho tiempo. Y he oído rumores acerca de su consejo de guerra. No había destinos abiertos para una promoción; pero cuando un tribunal de revisión dejó a un lado a Falkenberg en una promoción que, de todos modos, el Almirantazgo no le podría haber dado, él montó tal pelotera, que casi se pudo decir que equivalía a insubordinación.
—Entonces, ¿podéis fiaros de él? —le preguntó Laura—. Puede que sus hombres sean lo único que te mantenga con vida…
—Lo sé. Y a ti, y a Jimmy, y a Christie, y a Peter… Le pregunté esto a Boris, y me dijo que no había hombre mejor, disponible. Uno no puede contratar a militares del CD que estén en el servicio activo. Boris lo recomienda sin reservas, dice que las tropas lo adoran, que es un brillante táctico, que tiene experiencia tanto en el mando de tropas como en el trabajo del Estado Mayor…
—Suena a todo un primer premio.
—Sí. Pero, Laura, si es tan valioso… ¿por qué le dieron ellos la patada? ¡Dios mío, si todo parece tan trivial…!
Zumbó el interfono, y Hamner lo contestó con aire ausente. Era el mayordomo, para anunciarle que el coche y el chófer le estaban esperando.
—Volveré tarde, querida. No me esperes levantada. Pero quizá valdría la pena que pensases en ello… Estoy seguro de que Falkenberg es la llave de algo, y desde luego me gustaría saber de qué.
—¿Te cae bien?
—No es un hombre que trate de caer bien.
—Te he preguntado si te cae bien a
ti
.
—Sí, y no hay motivo para ello. Me cae bien, pero, ¿me puedo fiar de él?
Mientras salía, pensó en esto: ¿Podía fiarse de Falkenberg? ¿Podía confiarle la vida de Laura… de los niños… y, en realidad, de todo un planeta que parecía dirigirse recto al infierno, sin escapatoria posible?
Las tropas estaban acampadas en un ordenado cuadrado. Alrededor del perímetro habían sido levantados muros de tierra y las tiendas estaban alineadas, con una precisión que parecía trazada con regla.
El equipo estaba limpio y engrasado, las mantas estaban enrolladas muy prietas, cada cosa estaba en su lugar dentro de las tiendas para dos ocupantes… pero los hombres iban de aquí para allá, gritando, jugando a cartas y dados, abiertamente, ante los fuegos. Se veían muchas botellas y eso desde fuera de las puertas exteriores.
—¡Alto! ¿Quién vive?
Hamner tuvo un sobresalto. El coche se había detenido en la puerta cerrada con una barricada, pero Hamner no había visto al centinela. Ésta era su primera visita nocturna al campamento, y estaba nervioso.
—El vicepresidente Hamner —contestó.
Una fuerte luz le iluminó la cara desde el otro lado del coche. Entonces eran dos los centinelas, y ambos habían permanecido invisibles, hasta que le habían dado el alto.
—Buenas noches, señor —dijo el primer centinela—. Daré aviso de que está usted aquí.
Alzó a sus labios un pequeño comunicador:
—Cabo de guardia, venga al puesto de guardia cinco.
Luego gritó lo mismo, con su llamada resonando vibrante en la noche. Algunas cabezas junto a los fuegos de acampada se volvieron hacia la puerta, pero luego tornaron a sus cosas.
Hamner fue escoltado a través del campamento, hasta el sector de oficiales. Los barracones y tiendas se hallaban al otro lado de un amplio campo de desfiles, separados de las densamente apretadas calles de tiendas de la tropa, y tenían sus propios centinelas.
Allá en el área de las compañías los hombres estaban cantando, y Hamner hizo una pausa para escucharles:
Tengo la cabeza como un bombo y creo que me voy a morir,
aquí estoy en el calabozo, por borracho y por resistir,
a la Policía Militar y haberle puesto un ojo negro al cabo,
¡no debía de haber tomado lo que me ofrecieron en el lavabo!
Así que aquí estoy, tendido en el camastro del calabozo,
mirando por entre los barrotes, con la cabeza sobre el rebozo.
¡Loco tenía que estar, para beber aquello y resistirle,
a los PM, y además un ojo negro al cabo de guardia ponerle!
No más Sistema D para mí, ahora sólo calabozo y palizas,
¡qué el cabo de guardia se aprovechará para hacerme trizas!
Falkenberg salió de su barracón.
—Buenas noches, señor. ¿Qué es lo que le trae aquí?
Apuesto a que le gustaría saberlo, pensó Hamner.
—Tengo algunas cosas que hablar con usted, coronel. Acerca de la organización de la Guardia Nacional.
—Desde luego.—Falkenberg sonaba seco y parecía algo nervioso. Hamner se preguntó si estaría bebido.
—¿Vamos a la cantina? —preguntó Falkenberg—. Allí estaremos más cómodos y mi alojamiento no está en condiciones de recibir visitantes.
O tiene usted ahí a alguien que yo no debo ver, pensó George. Algo o alguien. ¿Una chica local? ¿Y qué importa eso? ¡Dios, ojalá pudiera fiarme de este hombre!
Falkenberg abrió camino hacia el rancho que estaba en el centro de la zona de oficiales. Los soldados aún seguían gritando y cantando, y un grupo de ellos se perseguían unos a otros por el campo de desfiles. La mayoría de ellos iban vestidos con los uniformes azules y oro de a diario que Falkenberg había diseñado, pero otros pasaron con uniforme de combate de sinticuero, con armas y pesadas mochilas.
—Pelotón de castigo —le explicó Falkenberg—. Ya no hay tantos como antes.
Salían sonidos del edificio de la cantina de oficiales: tambores y gaitas, un salvaje sonido de guerra, mezclado con estrepitosas risas. Dentro, dos docenas de hombres estaban sentados a una larga mesa, mientras alrededor suyo se movían camareros con chaquetillas blancas, llevando vasos y botellas de whisky.
Músicos con faldellines escoceses marchaban en derredor de la mesa con gaitas. Los tambores estaban en un rincón. El atronador sonido se detuvo al entrar Falkenberg, y todos se pusieron en pie. Algunos tambaleantes.
—Prosigan —dijo Falkenberg, pero nadie lo hizo. Miraban a Hamner nerviosamente y, a un gesto del jefe de la cantina, que estaba sentado a la cabecera de la mesa, los gaiteros y tambores salieron del edificio, siguiéndoles varios de los camareros con botellas. Los otros oficiales se sentaron, y comenzaron a hablar en tono contenido. Tras todo aquel ruido, ahora la habitación parecía muy silenciosa.
—Nos sentaremos allí, ¿le parece bien? —le preguntó el coronel. Llevó a Hamner a una pequeña mesa en un rincón. Un camarero trajo dos vasos de whisky y los dejó sobre la mesa.
A Hamner, la sala le parecía curiosamente vacía. Unas pocas banderas, algunas pinturas; poco más. De algún modo, tenía que haber más cosas, pensó; era como si las paredes las estuvieran esperando. ¡Pero eso es ridículo!
La mayor parte de los oficiales le eran desconocidos. Pero Hamner reconoció a media docena de miembros del Partido Progresista, el de mayor grado un primer teniente. Hizo un gesto con la mano a los que conocía y recibió como respuesta breves sonrisas que casi parecían de culpabilidad, antes de que los voluntarios progresistas se volvieran de nuevo hacia sus compañeros.
—¿Sí, señor? —le urgió Falkenberg.
—¿Quiénes son esos hombres? —preguntó George—. Sé que no son nativos de Hadley. ¿De dónde han salido?
—Son oficiales del CoDominio apartados del servicio —le contestó sin dudar Falkenberg—. Por las reducciones de fuerzas. Han obligado a un montón de buena gente a aceptar un retiro prematuro. Algunos de ellos oyeron que yo estaba aquí y prefirieron renunciar a sus puestos en la reserva. Vinieron con la nave colonial, en la esperanza de que yo los contratase.
—Y usted lo hizo.
—Naturalmente, no dudé ante la posibilidad de tener hombres experimentados a un precio que podíamos permitirnos.
—Pero, ¿por qué todo este secreto? ¿Por qué no se me ha dicho esto antes?