—¿Rendirme a quién?
La luz se apagó, y Morris vio a Falkenberg. Había una hosca sonrisa en los labios del coronel.
—¡Pues al Gran Jehová y a los Estados Libres de Washington, comandante!
Albert Morris, que no era ningún historiador, no comprendió la cita. Tomó el micrófono de los altavoces exteriores que le entregaron los serios soldados. La Fortaleza Astoria había caído.
Dos mil trescientos kilómetros al oeste, en Puerto Alian, el sargento Sherman White apretó los interruptores para lanzar tres pequeños cohetes de combustible sólido. No eran unos aparatos demasiado potentes, pero podían ser montados rápidamente, y tenían la habilidad de subir un centenar de kilos de pequeños cubos de acero a una altura de ciento cuarenta kilómetros. White tenía muy buena información acerca de las efemérides del satélite; lo había estado observando durante las pasadas veinte órbitas.
El blanco era invisible, más allá del horizonte, cuando el sargento White lanzó sus interceptores. Cuando llegó por encima, los pequeños cohetes habían subido a su encuentro. Sus espoletas de radar buscaron el momento preciso, luego estallaron en una nube de metralla, que subió mientras se extendía. Continuó subiendo, luego se detuvo y comenzó a caer de nuevo hacia el suelo. El satélite detectó el ataque y radió alarmas a sus dueños. Luego, pasó a través de la nube de metralla a la velocidad de mil cuatrocientos metros por segundo relativa a la misma. Cuatro de los cubos de acero estaban en su camino.
Falkenberg estudiaba los manuales del equipo del vehículo de mando Confederado, mientras éste corría hacia el norte, a lo largo de la carretera del Valle del Río Columbia, en dirección al Transbordador de Doak. Los exploradores del capitán Frazer estaban en algún lugar por delante, en el material de caballería capturado, y, tras Falkenberg, el Regimiento estaba extendido desperdigado. Había hombres en motocicletas, en camiones civiles, en carros tirados por caballos, y a pie.
Pronto habría más caminando. El material de caballería capturado había sido un golpe de buena fortuna, pero el Valle de Columbia no estaba desarrollado tecnológicamente. La mayor parte del transporte local era movido por animales, y los agricultores usaban el río para mandar sus productos a Astoria, con su puerto marítimo. Los botes del río y el combustible para los motores eran la clave de la operación. Y no había suficiente de ninguna de las dos cosas.
Glenda Ruth Horton había sorprendido a Falkenberg al no discutir la necesidad de apresurarse, y sus rancheros estaban convergiendo a todos los puertos del río, aceptando graves bajas, con el fin de apoderarse de botes y combustible, antes de que las desperdigadas fuerzas ocupantes de la Confederación pudieran destruirlos. Mientras, Falkenberg había urgido sin piedad al Regimiento hacia adelante, al Norte.
—Disparos delante —le dijo su conductor—. Otra de esas posiciones artilleras de una batería.
—Cierto. —Falkenberg trasteó con los nada familiares controles, hasta que el mapa quedó enfocado, luego activó el mando del comunicador.
—Señor —le contestó el capitán Frazer—. Tienen una batería del 105 y una compañía de ametralladoras aquí. Más de lo que yo puedo ocuparme.
—Bien. Pásela. Deje que le pongan sitio los rancheros de la señorita Horton. ¿Ha encontrado más combustible?
Frazer rió sin alegría.
—Coronel, uno puede ajustar los carburadores de estos trastos para que traguen muchas cosas, pero por Cristo, no pueden funcionar nada bien con parafina. ¡Y ni siquiera tienen maquinaria agrícola por aquí! ¡Ahora estamos marchando con puro humo… y ni siquiera es un humo muy espeso!
—Aja. —Los Confederados estaban volviéndose más listos. Durante los primeros centenares de kilómetros, habían encontrado las estaciones de aprovisionamiento intactas, pero ahora, a menos que los Patriotas hubieran tomado el control, el combustible era incendiado antes de que llegasen los rápidos exploradores de Frazer—. Siga adelante lo mejor que pueda, capitán.
—Sí, señor. Corto y fuera.
—Tenemos algo de reserva de combustible en los cañones —le recordó Calvin. El sargento mayor estaba sentado en la torreta del vehículo de mando y, a frecuentes intervalos, acariciaba el cañón de treinta milímetros que allí había instalado. No era demasiado como arma, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez en que el sargento mayor había sido artillero de un vehículo de combate. Y confiaba en poder verse en algún combate.
—No, los cañones han de ir hacia el este, hasta los desfiladeros. No cabe duda de que mandarán una fuerza contraatacante desde la capital, jefe de suboficiales.
Pero, ¿realmente lo harían?, se preguntó Falkenberg. En lugar de trasladarse hacia el noroeste desde la capital, para reforzar la fortaleza en el Embarcadero de Doak, quizá mandasen tropas por el mar para recuperar Astoria. Claro que sería un movimiento estúpido, y Falkenberg contaba con que los Confederados actuasen inteligentemente. Por lo que todos sabían, los cañones de la Fortaleza Astoria aún dominaban la desembocadura del río.
Un destacamento del Batallón de Armas permanecía allí con cohetes antiaéreos para mantener lejos todo reconocimiento aéreo; pero, por lo demás, Astoria sólo estaba guarnecida por una fuerza Patriota rápidamente reclutada, reforzada por algunos mercenarios. Los cañones de Friedland habían sido sacados de noche.
Si funcionaba el plan de Falkenberg, para cuando las fuerzas Confederadas supiesen con lo que se enfrentaban, Astoria estaría sólidamente ocupada por las tropas Patriotas del Valle, y otras fuerzas habrían cruzado el mar para ocuparse de Puerto Alian. Era un plan de batalla arriesgado, pero tenía algo en su favor: era el único que podía darles el triunfo.
Los elementos de vanguardia del Regimiento habían cubierto la mitad de los seiscientos kilómetros hacia el norte que les separaban de Doak en diez horas. Tras la apresurada vanguardia de Falkenberg, grupos de la fuerza principal del Regimiento se movían más pausadamente, deteniéndose para aniquilar bolsas de resistencia allá donde ello podía hacerse rápidamente, dejándolas atrás, de lo contrario, para que fueran sometidas por el hambre, mediante el bloqueo de los irregulares Patriotas. Todo el Valle estaba alzándose, y cuanto más al norte iba Falkenberg, mayor era el número de Patriotas con el que se encontraba. Cuando llegaron al mojón kilométrico cuatrocientos, mandó a Glenda Ruth Horton hacia el este, en dirección a los desfiladeros, para unirse al mayor Savage y a la artillería de Friedland. Como el Regimiento, los rancheros se trasladaban con una gran variedad de medios: helicópteros, vehículos de cojín de aire, camiones, mulas y a pie.
—Puros restos —dijo Hiram Black. Black era un bajo ranchero, de tez cuarteada por el viento, nombrado coronel por el Consejo de los Estados Libres y enviado a Falkenberg para ayudarle a controlar a las fuerzas rebeldes. A Falkenberg le gustaba el irónico humor y duro realismo del hombre—. General Falkenberg, tenemos la más jodida colección de vehículos de toda la historia militar.
—Sí. —No había más que decir. Además de la confusa situación del transporte, no había una estandarización de las armas: tenían armas de caza, armas militares tomadas al enemigo, el propio equipo del Regimiento, los almacenamientos de armas entradas de contrabando por los Estados Libres antes de la llegada de Falkenberg. Al fin, Falkenberg dijo—: Para eso es para lo que están los ordenadores.
—Nos acercamos a un cruce de caminos —dijo el conductor—. Agárrense.
Probablemente, el cruce estaba controlado por los cañones de un puesto no conquistado, que había ocho kilómetros más adelante. La caballería de Frazer le había cegado sus radares de observación, situados en una colina, antes de seguir adelante, pero la batería debía de haber avistado al vehículo de mando.
De repente, el conductor se detuvo. Hubo un seco silbido y una explosión hizo tambalearse al vehículo. La metralla tamborileó contra sus costados blindados. Luego, el aparato se puso en marcha de un salto y aceleró.
—Me debe diez créditos, sargento mayor —dijo el conductor—. Ya le dije que ellos esperaban que yo acelerase.
—¿Crees que tenía ganas de ganar la apuesta, Carpenter? —le preguntó Calvin.
Siguieron andando por redondeadas colinas cubiertas por las doradas mazorcas de los maizales. La ingeniería genética había convertido al maíz nativo de New Washington en una de las cosechas alimenticias más valiosas del espacio. Superficialmente similar al maíz de la Tierra, el de aquí tenía un ciclo de crecimiento de dos años locales. Hacia el final del ciclo, iban aumentando las presiones hidrostáticas hasta que estallaba; pero, si se cosechaba en la temporada seca, el maíz de New Washington era energía alimenticia deshidratada con alto contenido en proteínas, comestible y de buen sabor cuando se hervía en agua y también perfecta como forraje para los animales.
—Ya debemos de estar dejando atrás a la oposición —comentó Hiram Black—. Supongo que, de aquí en adelante, los confederados de los contornos se habrán retirado a la fortaleza del Transbordador de Doak.
Su cálculo se vio confirmado media hora más tarde, cuando el comunicador de Falkenberg chilló al ponerse en marcha.
—Estamos en un pueblecito llamado Madselin, coronel —le dijo Frazer—. Aquí había una guarnición, pero se han largado carretera adelante. Y hay un comité de ciudadanos para darnos la bienvenida.
—¡Al infierno con el comité de ciudadanos! —le espetó Falkenberg—. ¡Persiga al enemigo!
—Coronel, me encantaría hacerlo, pero no tengo ni gota de combustible.
Falkenberg asintió hoscamente.
—Capitán Frazer, quiero a los exploradores tan al norte como les sea posible llegar. ¿No hay
ningún
medio de transporte?
Hubo un largo silencio.
—Bueno, coronel, hay bicicletas…
—¡Entonces use las bicicletas, cojones! Use lo que tenga que usar, capitán, pero, hasta que lo detenga el enemigo, seguirá usted avanzando, dejando a un lado las concentraciones contrarias. Píseles los talones, Ian, que están asustados. No saben lo que les está persiguiendo, y si puede usted mantener la presión, no se detendrán a comprobarlo. Adelante, muchacho. Ya lo rescataré yo si se mete en algún problema.
—Sí, coronel. Le veré en el Transbordador de Doak.
—Correcto. Fuera.
—¿Puede usted mantener esa promesa, general? —le preguntó Hiram Black.
Los pálidos ojos de Falkenberg miraron a través del ranchero.
—Eso depende en lo fiable que sea su Glenda Ruth Horton, coronel Black. Se supone que sus rancheros se están reuniendo a lo largo del Valle. Con esta amenaza a sus flancos, los confederados no se atreverán a montar una línea de defensa al sur del Transbordador de Doak. Pero la cuestión será muy distinta si sus Patriotas no se presentan —se alzó de hombros. Tras él, el Regimiento estaba extendido a lo largo de trescientos kilómetros de caminos, con la única protección, a sus flancos, de su velocidad y las incertidumbres del enemigo—. Todo depende de ella, en más de un sentido —continuó Falkenberg—. Ella dijo que el cuerpo principal de blindados de Friedland estaba en el área de la capital.
Hiram Black se sorbió los dientes de un modo muy poco militar:
—General, si Glenda Ruth está segura de algo, entonces puede usted creérselo a pies juntillas.
El sargento mayor Calvin gruñó. El sonido decía mejor que las palabras lo que tenía en mente. Era una situación bien jodida, el que la vida o la muerte del Cuarenta y Dos tuviera que depender de una joven colonial.
—En cualquier caso, ¿cómo llegó al mando de los rancheros del Valle? —preguntó Falkenberg.
—Lo heredó —le contestó Black—. Su padre era un tipo increíble, general. Se hizo matar en la última batalla de la primera rebelión. Ella había sido su jefe de Estado Mayor. El viejo Josh se fiaba más de ella que de muchos de sus oficiales. Y también lo haría yo, si estuviera en su lugar, general.
—Ya lo hago. —Para Falkenberg el Regimiento era algo más que una fuerza mercenaria. Como toda obra de arte, era un instrumento perfectamente forjado… y su misma existencia y perfección era el principal motivo de su propia existencia.
Pero, a diferencia de toda obra de arte, dado que el Regimiento era una unidad militar, tenía que combatir en batallas y aceptar bajas. Los hombres que morían en combate eran llorados. Pero, sin embargo, ellos no eran el Regimiento, y éste seguiría existiendo cuando cada hombre actualmente en él hubiese muerto. El Cuarenta y Dos había conocido la derrota antes y quizá se enfrentase a ella de nuevo en el futuro… Pero, esta vez, el mismo Regimiento estaba en peligro. Falkenberg estaba jugándose no sólo su vida, sino la de todo el Cuarenta y Dos.
Estudió los mapas, mientras corrían hacia el norte. Manteniendo desequilibrado al enemigo, un regimiento podía hacer el trabajo de cinco. Sin embargo, llegaría un momento en el que los Confederados ya no se retirarían. Estaban concentrándose en su fortaleza de Doak, reuniendo fuerzas y agrupándose para la batalla que Falkenberg nunca podría ganar. Por lo tanto, esa batalla no tenía que ser combatida hasta que los rancheros se hubieran agrupado. Mientras, el Regimiento tenía que dejar a un lado el Transbordador de Doak y girar hacia el este, en dirección a los puertos de montaña, cerrándolos antes de que los blindados de Friedland y los escoceses de Covenant pudieran desembocar en las llanuras del oeste.
—¿Cree que lo logrará? —le preguntó Hiram Black. Miraba cómo Falkenberg manipulaba los controles, para mover símbolos a través del tanque de mapas en el vehículo de mando—. Me parece a mí que los Friedlandeses alcanzarán el desfiladero antes de que pueda llegar usted allí.
—Lo harán —le dijo Falkenberg—. Y, si pueden atravesarlo, estamos perdidos.
Hizo girar un mando, enviando un brillante punto de luz, que representaba al mayor Savage con la artillería, corriendo diagonalmente desde Astoria hasta el Desfiladero de Hillyer, mientras la fuerza principal del Regimiento seguía Columbia arriba, luego giraba al este en las montañas, cubriendo dos lados de un triángulo.
—Jerry Savage podrá estar allí antes, pero no tendrá bastantes fuerzas para detenerlos. —Otro grupo de símbolos se movió por el mapa. En lugar de un cuerpo claramente formado, esto era una serie de riachuelos, que se juntaban en el paso. La señorita Horton también ha prometido estar allí con refuerzos y suministros… lo bastante como para resistir a la primera batalla, por lo menos. Si retrasan a los de Friedland lo suficiente como para que el resto de nosotros lleguemos allí, nos habremos hecho con toda la zona agrícola de New Washington. La revolución habrá pasado su ecuador.