Trató de imaginar los pensamientos de un soldado mercenario, pero le era imposible. Eran demasiado distintos.
¿Era Falkenberg como el resto de ellos?
Estaban ya casi a un kilómetro más allá de las líneas cuando encontró una estrecha zanja de dos metros de profundidad. Corría en meandros por las laderas, a lo largo de los lugares de aproximación a los puestos avanzados que había tras de ellos, y cualquier fuerza atacante que quisiera asaltar su sector tendría que pasar por allí. Hizo un gesto a los hombres, para que se metieran en la trinchera natural.
El esperar era lo peor de todo. Los rancheros se movían continuamente, y tenía que arrastrarse a lo largo de la zanja, para susurrarles que estuvieran en silencio. Pasaron horas, cada una de ellas una agonía de espera. Miró a su reloj y vio que no había pasado tiempo desde la última vez que lo había consultado, y decidió no volverlo a mirar al menos durante un cuarto de hora completo.
Tras lo que, desde luego, debía de ser el cuarto de hora, aguardó lo que pareció como mínimo diez minutos más y miró la hora, para descubrir que, en total, sólo habían pasado once minutos. Disgustada, volvió a mirar a la noche, parpadeando para aclarar las formas que creaba la oscuridad; formas que no podían ser reales.
—¿Por qué no dejo de pensar en Falkenberg? ¿Y por qué lo llamo por su apellido y no por su nombre?
La visión que había tenido de él en su sueño aún seguía viva en su mente. En la penumbra, iluminada por las estrellas, casi podía ver de nuevo las diminutas figuras. Las impasibles órdenes de Falkenberg resonaban en sus oídos: «Matad a éste, mandad a este otro a las minas». Y podía hacerlo, pensó. Podía hacerlo…
A las miniaturas se les unieron figuras más grandes, con armadura de combate. Y, con un sobresalto, supo que eran reales. Dos hombres permanecían inmóviles en la cañada, por debajo de donde estaba ella.
Tocó al sargento Hruska y apuntó con el dedo. El mercenario miró cuidadosamente y asintió con la cabeza. Mientras observaban, más figuras se unieron a la pareja de exploradores, hasta que pronto casi hubo cincuenta de ellos en el repliegue de la colina, a doscientos metros de distancia. Estaban demasiado lejos para que las armas de su patrulla hicieran mucho efecto, y una orden susurrada mandó a Hruska reptando por la zanja, para ordenarles a los hombres que se quedasen agachados y en silencio.
El grupo siguió creciendo. No los podía divisar a todos y, dado que podía contar a casi un centenar, debía de estar viendo el área de reunión de toda una compañía. ¿Eran aquéllos los temidos Highlanders, los Escoceses de Covenant? Sin que lo desease, le llegaron recuerdos de la derrota de su padre, y luchó para apartarlos. Sólo eran hombres a sueldo… pero también luchaban por la gloria y, de algún modo, aquello bastaba para convertirlos en terribles.
Tras un largo rato, el enemigo comenzó a moverse hacia ella. Venían en formación de V, con la punta del vértice casi apuntándola. Buscó los extremos de la formación, y lo que vio la hizo boquear.
A cuatrocientos metros a su izquierda había otra compañía de soldados, en filas de a dos. Se movían rápida y silenciosamente colina arriba, y los elementos de punta ya estaban muy por detrás de su posición. Frenéticamente miró hacia la derecha, enfocando los grandes prismáticos electrónicos amplificadores de la luz… y vio a otra compañía de hombres a medio kilómetro de distancia. Todo un batallón de Highlanders estaba subiendo a su colina en una formación de M invertida, y el grupo que había frente a ella era la unidad que conectaba a las dos columnas de asalto, para barrer el terreno intermedio de posibles enemigos. En unos minutos estarían entre sus rancheros de la línea defensiva.
Aun así esperó, hasta que la docena de Highlanders en punta se hallaron a diez metros de ella. Gritó órdenes:
—¡Arriba y a por ellos! ¡Fuego!
Desde ambos lados de la trinchera tabletearon las armas automáticas de los mercenarios, luego sus rifleros se unieron al fuego. La vanguardia fue barrida, hasta quedar sólo un hombre en pie, y el sargento Hruska dirigió el luego hacia el cuerpo principal de tropas, mientras Ciencia Ruth gritaba por su comunicador:
—¡Solicito fuego de artillería! ¡Coordenadas U Cuatro! Hubo un momento de retraso, que le pareció que fueron años.
—Fuego sobre U Cuatro. —Luego otra larga pausa—. ¡En camino!
La voz que le había contestado parecía desprovista de emociones. Pensó que era la de Falkenberg, pero en aquel momento estaba demasiado ocupada para fijarse en eso.
—Informo —dijo—: Al menos un batallón de infantería ligera está subiendo por la Colina 905, en columnas de asalto, a lo largo de las crestas U y Zeta.
—Están yendo hacia la izquierda. —Alzó la mirada y vio a Hruska. El suboficial señalaba a la compañía en frente de su posición. Pequeños grupos de hombres iban hacia la izquierda. Se aplastaban contra el terreno y sólo se les veía unos segundos.
—Mande a algunos hombres al extremo de la trinchera —le ordenó ella. Era ya demasiado tarde para alterar el tiro de la artillería. De todos modos, si los Highlanders llegaban a la cima de la quebrada, los rancheros no los iban a contener. Contuvo la respiración y esperó.
Hubo un aullido de proyectiles de artillería llegando, luego la noche fue iluminada por cegadores relámpagos. Los proyectiles cayeron entre el lejano enemigo del flanco izquierdo.
—¡Sigan atizándoles! —gritó por el comunicador—. ¡Están dando en pleno blanco!
—De acuerdo. En camino.
Estaba segura de que era el mismo Falkenberg el que estaba al otro lado del hilo. Sonrió como una gata en la oscuridad. ¿Qué estaba haciendo el coronel de telefonista? ¿Acaso estaba preocupado por ella? Casi se echó a reír ante tal idea. ¡Claro que lo estaba: los rancheros serían difíciles de manejar sin ella!
El terreno estalló en llamas. Morteros y granadas se unieron a la artillería, en el machacar a la columna de asalto de la izquierda. Glenda Ruth hizo una pausa, para examinar la crítica situación a la derecha. La fuerza de asalto que había a quinientos metros estaba incólume y continuaba avanzando hacia la cima de la colina. La cosa iba a ir muy justa.
Dejó que la artillería siguiese ocupándose del blanco otros cinco minutos, mientras sus rifleros se enfrentaban a la compañía de delante, luego volvió a tomar la radio. La columna de la derecha casi había llegado a la cima, y se preguntó si no habría esperado demasiado.
—Tiro de artillería: Fuego sobre Zeta Nueve.
—Fuego sobre Zeta Nueve —repitió la voz sin emociones. Hubo una corta pausa, y luego—: En camino.
El fuego cesó casi de inmediato en su flanco izquierdo y, dos minutos después, comenzó a caer a quinientos metros a su derecha.
—Nos están flanqueando, señora —le informó el sargento Hruska. Ella había estado tan ocupada dirigiendo el fuego de la artillería, que se había olvidado totalmente de que sus veinte hombres estaban enzarzados en un tiroteo, con más de un centenar de enemigos. El sargento le preguntó—: ¿Vamos a retirarnos?
Trató de pensar, pero era imposible con aquel ruido y confusión. Las columnas de asalto aún se estaban moviendo hacia adelante, y ella tenía el único grupo de defensores que podía observar todo el ataque. Y cada valioso proyectil tenía que encontrar su blanco.
—No. Resistiremos aquí.
—Bien, señora —el sargento parecía estar disfrutando. Se alejó para dirigir el fuego de los rifles y las armas automáticas. ¿Cuánto tiempo podremos aguantar?, se preguntó Glenda Ruth.
Dejó que la artillería martillease a la fuerza de asalto de la derecha durante veinte minutos. Por ese entonces, los Highlanders casi la habían rodeado, y estaban dispuestos a asaltar la posición por detrás. Casi con reverencia alzó de nuevo la radio.
—Tiro de artillería. Denme todo lo que puedan en Jota Cinco… y, por Dios, no se pasen: nosotros estamos en Jota Seis.
—Fuego sobre Jota Cinco —repitió de inmediato la voz. Hubo una pausa—. En camino.
Eran las palabras más hermosas que jamás hubiera oído.
Ahora esperaban. Los Escoceses se alzaron para cargar. Un salvaje sonido llenó la noche.
—¡Dios mío, son gaitas! —murmuró. Pero, mientras la infantería empezaba a moverse, el sonido de las gaitas fue ahogado por el silbido de la artillería. Glenda Ruth se zambulló al fondo de la depresión, y vio que el resto de su unidad había hecho lo mismo.
El mundo estalló en ruidos. Millones de fragmentos, moviéndose a tremenda velocidad, llenaron la noche de muerte. Cautamente, alzó un pequeño periscopio para mirar hacia atrás.
La compañía de Highlanders se había desintegrado. Los proyectiles seguían cayendo entre los muertos, alzándolos para que fuesen despedazados, una y otra vez, cuando las granadas de espoleta a radar estallaban entre los cadáveres. Glenda Ruth tragó saliva con fuerza y fue girando el aparato óptico. La compañía de asalto de la izquierda se había vuelto a formar y estaba volviendo para atacar la trinchera.
—Fuego sobre U Cuatro —dijo en voz baja.
—U Cuatro. En camino.
Tan pronto como el fuego se levantó de tras ellos, sus hombres volvieron al borde de la cañada y siguieron disparando, pero el sonido de sus disparos comenzó a apagarse.
—Ahora ya estamos bajos de munición para nuestras armas, señora —le informó Hruska—. ¿Podría darme sus cargadores de repuesto?
Con un repentino sobresalto, se dio cuenta de que no había disparado aún ni un solo tiro.
La noche fue pasando. Cada vez que el enemigo se agrupaba para asaltar su posición era hecho pedazos por la inmisericorde artillería. En una ocasión pidió una barrera en cuadrado, por todo en derredor de su trinchera… En ese momento sus hombres ya sólo tenían tres tiros por rifle, y las armas automáticas ya no contaban con munición. La voz átona respondió, simplemente:
—En camino.
Una hora antes del amanecer nada se movía en la colina.
Las claras notas de una trompeta militar sonaron por las peladas colinas del desfiladero. Las quebradas al este de la línea defensiva de Falkenberg estaban muertas, con su vegetación hecha trizas por los fragmentos de los proyectiles, y el mismo suelo tachonado de cráteres que parecían formar el dibujo de un loco y con la tierra removida enterrando parcialmente a los cadáveres. Un frío viento soplaba por el desfiladero, pero no podía dispersar los hedores de la nitroglicerina y la muerte.
La trompeta sonó de nuevo. Los prismáticos de Falkenberg mostraban tres oficiales escoceses llevando bandera blanca. Un alférez fue enviado a encontrarse con ellos, y el joven oficial regresó con un mayor escocés con los ojos vendados.
—Mayor MacRae, del Cuarto de Infantería de Covenant —se presentó el oficial después de que le hubiesen quitado la venda. Parpadeó bajo las brillantes luces del bunker—. Usted debe ser el coronel Falkenberg.
—Sí. ¿Qué podemos hacer por usted, mayor?
—Tengo órdenes de ofrecerle una tregua, para que podamos enterrar los muertos. Veinte horas, coronel, si le parece correcto.
—No. Cuatro días y cuatro noches… ciento sesenta horas, mayor —le replicó Falkenberg.
—¿Ciento sesenta horas, coronel? —El robusto highlander miró suspicaz a Falkenberg—. ¿Desea ese tiempo para completar sus defensas?
—Quizá. Pero veinte horas no es tiempo bastante para transferir a los heridos, mayor. Le devolveré todos los suyos… bajo palabra de no volver a luchar contra nosotros, naturalmente. No es ningún secreto que ando corto de suministros médicos, y sus propios sanitarios les darán mejores cuidados.
El rostro del highlander no mostró nada, pero hizo una pausa.
—¿No me dirá cuántos son? —Se quedó en silencio un momento, y luego, hablando muy rápido, añadió—: El tiempo que usted me pide es algo que está en mis manos darle, coronel.
Alzó una abultada cartera de mensajes:
—Mis credenciales e instrucciones. Ha sido una batalla sangrienta, coronel. ¿A cuántos de mis chicos ha matado usted?
Falkenberg y Glenda Ruth se miraron el uno al otro. Hay un nexo entre aquellos que han estado en combate juntos, y eso puede incluir a los que estaban del otro lado. El oficial de Covenant estaba quieto, impasible, no deseoso de decir más, pero sus ojos les hacían una súplica.
—Hemos contado cuatrocientos nueve cadáveres, mayor —le dijo con suavidad Glenda Ruth—. Y… —miró a Falkenberg, quien asintió con la cabeza—… hemos recogido a otros trescientos setenta heridos.
La proporción habitual en combate es de cuatro hombres heridos por cada uno muerto; casi mil seiscientos covenanteses debían de haber caído en aquel asalto. Hacia el final, los Highlanders estaban perdiendo hombres en sus esfuerzos por recuperar a los heridos y los muertos.
—¡Menos de cuatrocientos! —dijo tristemente el mayor. Se puso rígidamente firme—. Haga que sus hombres busquen bien en ese terreno, coronel. Hay más de mis hombres ahí.
Hizo un saludo y esperó a que le colocaran de nuevo la venda en los ojos.
—Le doy las gracias, coronel.
Mientras se llevaban al oficial mercenario, Falkenberg se volvió hacia Glenda Ruth con una sonrisa soñadora en los labios:
—Si hubiera tratado de sobornarlo con dinero, me hubiese retado a duelo, pero cuando le ofrezco devolverle sus hombres…
—¿Realmente han abandonado? —le preguntó Glenda Ruth.
—Sí. La tregua acaba con esta situación. Su única posibilidad era abrirse paso, antes de que trajésemos más municiones y reservas, y ellos lo saben.
—Pero, ¿por qué? En la última rebelión fueron terribles, y, ahora… ¿Por qué?
—Es la debilidad de los mercenarios —le explicó secamente Falkenberg—. Los frutos de la victoria pertenecen a nuestros empleadores, no a nosotros. Friedland no puede perder sus tanques y Covenant no puede perder sus infantes, o ya no tendrán nada que vender.
—¡Pero han luchado antes!
—Seguro, en una batalla fluida de maniobra. Un asalto frontal es siempre el tipo de batalla más costoso. Trataron de forzar el puerto, y les derrotamos en buena ley. El honor ha quedado satisfecho. Ahora la Confederación tendrá que traer a sus propias fuerzas regulares, si es que quiere forzar el paso a través del Desfiladero. No creo que vayan a derrochar hombres de esa manera y, de todos modos, eso lleva tiempo. Mientras, vamos a tener que ir a Puerto Allan a solucionar una crisis.
—¿Qué es lo que pasa allí? —preguntó ella.