Pero… si los defensores tenían mejor transporte de lo que el Estado Mayor creía, y por consiguiente disponían de millares de minas, entonces estaba condenando a sus fuerzas blindadas.
—Valoración —pidió. La pantalla repetidora de su tanque de mando onduló, luego mostró los mapas puestos al día. Su fuerza estaba muy agrupada y la infantería de apoyo estaba clavada en el sitio y recibiendo fuego que le costaba bajas—. ¿Recomendación?
—Envíe fuerzas exploradoras —le urgió la voz del Oberst Carnap.
Von Mellenthin lo consideró por un instante. En la guerra los compromisos son, a menudo, peores que cualquiera de los dos caminos posibles de actuación. Una pequeña fuerza sería perdida sin lograr nada. Y las fuerzas divididas pueden ser derrotadas separadamente. Sólo tenía unos segundos para llegar a una decisión.
—Patada, no mearles —dijo—. Seguimos adelante.
Llegaron a la parte más estrecha del Desfiladero. Su fuerza aún se amontonó más y los conductores, que hasta ahora habían estado evitando puntos del terreno singulares que hubieran podido ser usados como referencia por la artillería, tuvieron que aproximarse a lugares muy señalables. El general de Brigada von Mellenthin crujió de dientes.
La salva de artillería fue a impactar de un modo perfecto. La Brigada tuvo menos de un cuarto de minuto de aviso, cuando los radares captaron los proyectiles que se acercaban. Luego, las granadas estallaron todas a un tiempo, cayendo por entre los tanques para barrer a los restos de la infantería de cobertura.
Cuando la barrera artillera fue moviéndose hacia atrás, centenares de hombres surgieron del mismo suelo. Una descarga casi perfecta de cohetes antitanques de infantería estalló contra sus tanques. Luego, los radares mostraron nuevos proyectiles acercándose y cayeron en la confusión.
—
Ja
, esto también —murmuró von Mellenthin. Sus pantallas de contrabatería mostraban una especie de tempestad de nieve.
Los defensores estaban disparando
chaff
centenares de millares de pequeños pedazos de papel metalizado que caían lentamente hacia tierra. Ahora, ninguno de los dos bandos podía usar el radar para apuntar un fuego indirecto, pero los tanques de von Mellenthin estaban bajo observación visual directa, mientras que los cañones enemigos jamás habían sido localizados exactamente.
Otra salva artillera cayó sobre ellos.
—Jodida puntería que tienen —le murmuró von Mellenthin a su conductor. No habían pasado más de cinco segundos entre la llegada del primer y el último disparo.
La Brigada estaba siendo hecha pedazos en aquel matadero. Los elementos de vanguardia se toparon con más campos de minas. La infantería que defendía el paso se ocultaba en trincheras y pozos de tirador: eran pequeños grupos, que su infantería de apoyo podría hacer a un lado en un momento si pudiera seguir adelante; pero la infantería de Covenant estaba clavada en el terreno por las barreras de fuego que caían por entre y por detrás de los tanques.
No había sitio para maniobrar ni apoyo de infantería, la clásica pesadilla del mando de carros de combate. El terreno, ya de por sí escabroso, estaba cubierto de zanjas y pozos. Granadas de alto explosivo antitanques caían alrededor de su fuerza. No habían hecho aún muchos blancos, pero cualquier tanque averiado sería machacado hasta hacerlo pedazos y no había nada a lo que devolver el fuego.
Los tanques de vanguardia estaban bajo tiro continuo, y el asalto se fue deteniendo.
El enemigo gastaba municiones a un ritmo despreocupado. ¿Podrían mantenerlo? Si se quedaban sin proyectiles, todo habría acabado. Von Mellenthin dudó. Cada momento que pasaba mantenía a sus fuerzas acorazadas en un infierno.
Las dudas socavaron su determinación. Los únicos que le habían dicho que no se enfrentaba más que a la Legión de Falkenberg eran los oficiales del Alto Estado Mayor Confederado, y aquellos señores se habían equivocado antes, en más de una ocasión. Fuera lo que fuese lo que estaba allí delante, había tomado Astoria antes de que su comandante pudiera enviar un solo mensaje. Y, casi al mismo momento, el satélite de observación había sido eliminado sobre Puerto Alian. Cada una de las posiciones a lo largo del Río Columbia había sido atacada en cuestión de horas. ¡Desde luego, ni el mismo Falkenberg podía haber hecho todo aquello con sólo un regimiento!
¿
Con qué estaba luchando
? Si se enfrentaba a una fuerza bien suministrada, con el bastante transporte como para continuar con aquel bombardeo durante horas, y no sólo minutos, la Brigada estaba perdida. ¡Su Brigada, la mejor fuerza acorazada en todos los mundos, perdida a causa de los informes equivocados de aquellos malditos coloniales!
—Hagan retroceder a las fuerzas. Que se consoliden en la Estación Hildebrand. —Las órdenes fueron transmitidas, y los tanques retrocedieron, rescatando a la infantería atrapada y protegiendo su retirada. Cuando la Brigada se reunió al este del Desfiladero, von Mellenthin había perdido la octava parte de sus carros, y dudaba que fuera a poder recuperar ni uno solo de ellos.
La guardia de honor presentó armas cuando se abrió la compuerta del vehículo de mando. Falkenberg respondió a los saludos y caminó rápidamente hacia el bunker del cuartel general.
—¡Tencioooón! —ordenó el sargento mayor Calvin.
—Descansen, caballeros. Mayor Savage, le complacerá saber que he traído la artillería regimental. La hicimos aterrizar ayer. La cosa se estaba poniendo difícil, ¿no es cierto?
—Puedes decirlo, John Christian —le contestó, con rostro serio, Jeremy Savage—. Si la batalla hubiera durado otra hora, nos habríamos quedado sin nada. Miss Horton, ya puede relajarse, el coronel ha dicho “descansen”.
—No estaba segura —resopló Glenda Ruth. Miró al exterior, en donde se estaba retirando la guardia de honor y puso cara de desaprobación—. No me gustaría que me fusilasen al alba, por no haber hecho la reverencia reglamentaria.
Los oficiales y soldados del puesto de mando se pusieron en tensión, pero no sucedió nada. Falkenberg se volvió hacia el mayor Savage:
—¿Qué bajas hemos tenido, mayor?
—Fuertes, señor. En el Segundo Batallón nos quedan 283 combatientes.
El rostro de Falkenberg seguía impasible.
—¿Y cuántos heridos que puedan caminar?
—Señor, eso incluye a los heridos que pueden caminar.
—Ya veo. —El sesenta y cinco por ciento de bajas, sin incluir a los heridos capaces de caminar—. ¿Y el Tercero?
—No pude ni formar una guardia al mando de un cabo, con las dos compañías. Los supervivientes han sido asignados a destinos en el cuartel general.
—¿Y qué es lo que está ahí, defendiendo la línea, Jerry? —preguntó Falkenberg.
—Los irregulares y lo que queda del Segundo Batallón, coronel. ¿No lo sabías?, nos alegrarnos mucho de verte.
Glenda Ruth Horton tuvo una momentánea lucha consigo misma. Pensase lo que pensase de todos aquellos rituales militaristas sin sentido a los que parecía adicto Falkenberg, la honestidad le exigía que dijese algo:
—Coronel, le debo mis excusas. Lamento haber supuesto en Astoria que sus hombres no fuesen a luchar.
—La pregunta es, señorita Horton, ¿lo harán los suyos? Traigo dos baterías de artillería del Cuarenta y Dos, pero no puedo añadir nada a la línea propiamente dicha. Mis tropas están asaltando el Transbordador de Doak, mi caballería y el Primer Batallón están en la Meseta de Ford, y el Regimiento seguirá disperso durante tres días más. ¿Supone ahora que sus rancheros no van a poder luchar tan bien como mis mercenarios?
Ella asintió, con aire desdichado:
—Coronel, nosotros nunca podríamos haber resistido ese ataque. El centurión más veterano del Segundo me dijo que, antes de que acabase la batalla, muchos de sus morteros estaban siendo servidos por un solo hombre. Nosotros no tendremos nunca gente tan templada.
Falkenberg pareció alegrarse:
—Así que el centurión Bryant ha sobrevivido.
—¿Cómo…? Sí.
—Entonces el Segundo sigue vivo —Falkenberg asintió, como para sí mismo, con satisfacción.
—¡Pero no podremos parar otro ataque de esas fuerzas acorazadas!
—Pero quizá no tengamos que hacerlo —le dijo Falkenberg—. Señorita Horton, apostaría a que von Mellenthin no volverá a arriesgar sus tanques, hasta que la infantería no le haya hecho un agujero. Desde su punto de vista ya lo ha intentado y se ha topado con algo con lo que no puede enfrentarse. No sabe lo a punto que estuvo de ganar.
Hizo una pausa, y luego continuó:
—Mientras tanto, gracias a sus esfuerzos por localizarnos transporte, tenemos a la artillería parcialmente reaprovisionada. Veamos lo que podemos hacer con lo que tenemos.
Tres horas después alzaron la vista de los mapas.
—Entonces, así están las cosas —comentó Falkenberg.
—Sí. —Glenda Ruth repasó las disposiciones de las tropas y luego dijo con cuidado—: Esas patrullas avanzadas son la clave de todo.
—Naturalmente. —Él rebuscó en su gran bolsa de costado—. ¿Quiere un trago?
—¿Ahora? ¿Por qué no? Gracias, lo tomaré. —Él sirvió whisky en dos tazas metálicas y le entregó una. Ella dijo—: De todos modos, no puedo quedarme mucho rato.
Falkenberg se alzó de hombros y luego levantó la cabeza:
—Por un enemigo dispuesto. Pero no demasiado dispuesto —brindó.
Ella dudó un momento, luego bebió.
—Para usted es un juego, ¿no?
—Quizá. ¿Y para usted?
—Lo odio. Odio todo esto. Yo no quería volver a empezar la rebelión —se estremeció—. ¡Ya he tenido bastante de muertes, hombres mutilados y granjas pasadas por la antorcha…
—Entonces, ¿por qué está usted aquí? —le preguntó él. No había burla en su voz… ni tampoco desprecio. La pregunta era auténtica.
—Mis amigos me pidieron que les dirigiese, y yo no podía abandonarlos.
—Una buena razón —aceptó Falkenberg.
—Gracias. —Vació la copa—. Tengo que irme ya, me he de poner mi armadura de combate.
—Parece razonable, a pesar de que los búnkers están bien construidos.
—No voy a estar en un bunker, coronel. Voy a salir en patrulla con mis rancheros.
Falkenberg la contempló críticamente.
—No creo que eso sea demasiado inteligente, señorita Horton. El valor personal es una virtud admirable en un jefe con mando de tropas, pero…
—Lo sé —ella sonrió suavemente—. Pero no necesita ser demostrado porque se le supone, ¿no es eso? Las cosas no son así entre nosotros. Yo no puedo darles órdenes a los rancheros, ni tengo años de tradición para que les hagan mantenerse… Ésa es la razón de todo este ceremonial, ¿no es así? —preguntó, sorprendida.
Falkenberg ignoró la pregunta.
—La realidad es que esos hombres la siguen a usted. No creo que luchasen igual de duro por mí, si a usted la matasen.
—Eso es irrelevante, coronel. Créame, no deseo salir con esa patrulla; pero si yo no me pongo al frente de la primera, quizá no haya ninguna otra. No estamos acostumbrados a guarnecer líneas de defensa, y está costándome mi trabajo el mantener tranquilas a mis tropas.
—Así que tiene que avergonzarles, para que salgan de patrulla.
Ella se alzó de hombros.
—Si yo voy, ellos irán.
—Le prestaré a un centurión y algunos de los soldados de la guardia del cuartel general.
—No. Mande conmigo las mismas tropas que mandaría a acompañar a cualquier otra fuerza Patriota. —Se tambaleó un instante. La falta de sueño, el whisky y el nudo del miedo se juntaron en ese momento en sus tripas. Se aferró al borde de la mesa, mientras Falkenberg la miraba.
—¡Oh, maldita sea! —dijo. Luego sonrió levemente—. John Christian Falkenberg, ¿acaso no ve el porqué ha de ser de este modo?
Él asintió.
—Pero no tiene por qué gustarme. De acuerdo, que el sargento mayor le dé las últimas instrucciones, dentro de treinta y cinco minutos. Buena suerte, señorita Horton.
—Muchas gracias —le respondió ella. Dudó por un instante, pero ya no había nada más que decir.
La patrulla se movía en silencio por entre los matorrales bajos. Algo pasó rápidamente junto a su cara: una ardilla voladora, le había parecido. En New Washington había un montón de animales que planeaban.
La baja colina hedía a los toluenos de las granadas de artillería y morteros que habían caído allí, durante la última batalla. La noche era negra como el carbón, con sólo el apagado destello rojizo de Franklin en el más lejano horizonte, tan débil que más lo adivinaban que lo veían. Otro animal volador pasó aleteando, apresurándose tras los insectos y chimándole a la noche.
Una docena de rancheros la seguían en fila india. Tras ellos venía un manípulo de comunicaciones de la banda de música del Cuarenta y Dos. Glenda se preguntó qué harían con sus instrumentos cuando salían en misión de combate, y deseó habérselo preguntado. El último hombre de la fila era un tal sargento Hruska, que había sido enviado a acompañarles, en el último minuto, por el sargento mayor Calvin. Glenda Ruth se había sentido contenta al verle, aunque se sentía algo culpable por haber consentido que les acompañase.
Y eso es una tontería, se dijo. Los hombres son los que piensan de ese modo. Yo no tengo por qué hacerlo. Yo no estoy intentando demostrar nada.
Los rancheros llevaban rifles. Tres de los hombres de Falkenberg también. Los otros dos llevaban el equipo de transmisiones, y el sargento Hruska una metralleta. Parecía una fuerza penosamente pequeña, como para reñirles terreno a los Highlanders de Covenant.
Pasaron junto a los últimos puestos avanzados de sus nerviosos rancheros y fueron a los valles que había entre las colinas. Glenda Ruth se sentía totalmente sola en el silencio de la noche. Se preguntó si los otros se sentirían así. Desde luego, los rancheros debían sentir lo mismo. Todos ellos tenían miedo. ¿Y qué pasaba con los mercenarios?, se preguntó. En cualquier caso no estaban solos. Estaban con sus camaradas, que compartían con ellos las comidas en los búnkers.
En tanto que uno de los hombres de Falkenberg estuviera con vida, habría alguien para preocuparse por los que hubieran caído. Y les importaban, se dijo a sí misma. Como sucedía con el sargento mayor Calvin, con su brusco querer olvidar la lista de las bajas. «Bah, otro soldado», había dicho cuando le habían contado de que un viejo compañero de milicia había tenido su último combate contra aquellos tanques. ¡Hombres!