—¿Y si no puede llegar a tiempo… o si no pueden contener a los de Friedland y Covenant? —le preguntó Hiram Black.
El sargento mayor Calvin gruñó de nuevo.
El Desfiladero de Hillyer era una muesca, de seis kilómetros de amplitud, en la alta cadena montañosa. Las Montañas Aldinas corrían, más o menos, del noroeste al sureste, y luego se unían, hacia su punto medio, con las Temblores, que se dirigían hacia el sur. Justo en la unión de ambas cordilleras se hallaba el Desfiladero, que conectaba la llanura de la capital, al este, con el Valle de Columbia, al oeste.
El mayor Jeremy Savage contempló con satisfacción su posición. No sólo tenía los veintiséis cañones tomados a los Friedlandeses en Astoria, sino que además contaba con otra docena, capturados en puestos aislados situados a lo largo de la parte baja del río Columbia, y todos ellos estaban parapetados, a seguro, tras las colinas que dominaban el Desfiladero. Por delante de los cañones estaban seis compañías de infantería: el Segundo Batallón y la mitad del Tercero, con un millar de rancheros detrás, como reserva.
—De cualquier modo, no nos pueden flanquear —observó el centurión Bryant—. Deberíamos de poder resistir sin problemas, señor.
—Tenemos una posibilidad —aceptó el mayor Savage—, gracias a la señorita Horton. Tiene que haber hecho marchar a sus hombres hasta hacerles perder el aliento.
Glenda Ruth se alzó de hombros. Sus irregulares casi se habían quedado sin combustible a ciento ochenta kilómetros al oeste del puerto de montaña, y los había traído a pie, en una marcha forzada de treinta horas, tras mandar por delante sus suministros de municiones, utilizando las últimas gotas de gasolina.
—Yo venía con ellos, mayor. Y no fue tanto una cuestión de empujarlos como de que me siguieran.
Jeremy Savage la contempló de reojo. En este momento la delgada chica no resultaba muy atractiva, con su mono manchado de barro y grasa, con el cabello cayéndole en mechones sucios de debajo de la gorra, pero prefería haberla visto llegar a ella que a la actual Miss Universo. Con las tropas y los suministros de municiones que había traído, tenía una posibilidad de mantener aquella posición.
—Supongo que eso no les habrá sido muy difícil —el centurión Bryant apartó la cara, como si algo se le hubiera atragantado.
—¿Podremos resistir hasta que llegue el coronel Falkenberg? —preguntó Glenda Ruth—. Me imagino que el enemigo mandará contra nosotros todo lo que tenga…
—Sinceramente espero que lo hagan —le contestó Jeremy Savage—. ¿Sabe?, ésta es nuestra única oportunidad… Si esos blindados logran llegar a terreno abierto…
—No hay otro camino para llegar hasta las llanuras, mayor —le informó ella—. Los Temblores se extienden ininterrumpidamente hasta llegar a los Pantanos de Matson, y nadie está tan loco como para arriesgar allí fuerzas acorazadas. Las Grandes Horcas es territorio Patriota. Entre las marismas y nuestros guerrilleros les costaría una semana cruzar el Matson. Si vienen por tierra, vendrán por aquí.
—Y vendrán —acabó por ella Savage—. Van a querer reforzar la fortaleza del Transbordador de Doak, antes de que podamos ponerla bajo sitio estrecho. Al menos, esto es lo que dice el plan de John Christian, y él no acostumbra a equivocarse en estas cosas.
Glenda Ruth utilizó sus prismáticos para examinar la carretera. No se veía nada por ella… aún.
—Este coronel de ustedes, ¿qué es lo que saca él de todo esto? Nadie se puede hacer rico con lo que nosotros le podremos pagar.
—Me imaginaba que ustedes estarían contentos con que nosotros estuviéramos aquí —comentó Jeremy.
—Oh, desde luego yo estoy contenta. En doscientas cuarenta horas, Falkenberg ha aislado a todas las guarniciones Confederadas al oeste de los Temblores. Las fuerzas de la capital son el único ejército que les queda para combatirnos… casi han liberado ustedes el planeta en una sola campaña.
—Suerte —murmuró Jeremy Savage—. Montones de suerte, toda ella buena.
—Bah —Glenda Ruth se mostraba despectiva—. Yo no creo en eso, como tampoco lo cree usted. Seguro, con los Confederados dispersos en tareas de ocupación, cualquiera que pudiera hacer que sus tropas se moviesen lo bastante deprisa, podía ir acabando con ellos antes de que se reunieran en formaciones lo bastante grandes como para poder resistir. Pero el hecho es, mayor, que nadie creía que eso pudiera hacerse en la realidad; pensábamos que sólo funcionaba sobre los mapas. No con tropas reales… y él lo hizo. Eso no es suerte, eso es genio.
Savage se alzó de hombros:
—No le voy a discutir eso.
—Ni yo tampoco. Ahora, contésteme a una pregunta… ¿Qué hace un auténtico genio militar mandando mercenarios en un planeta agrícola perdido en el culo del Universo? ¡Un hombre como éste debería de ser teniente general del CoDominio!
—El CD no está interesado en el genio militar, señorita Horton. El Gran Senado quiere obediencia, no genialidad.
—Quizá. No había oído yo decir que Lermontov fuera ningún tonto, y a él lo hicieron Gran Almirante. De acuerdo, el CoDominio no tenía ningún uso que darle a Falkenberg; pero, ¿por qué Washington, Mayor? Con ese Regimiento podrían tomar cualquier planeta, menos Esparta, y aun allí, podrían poner en dificultades a las Hermandades. —Recorrió el horizonte con los prismáticos, y Savage no le pudo ver los ojos.
Aquella chica le perturbaba. Ningún otro dignatario de los Estados Libres se cuestionaba la buena fortuna de haber logrado contratar a Falkenberg.
—El consejo regimental votó por venir aquí, porque estábamos hartos de Tanith, señorita Horton.
—Seguro. —Ella continuó observando las peladas colinas que había frente a ellos—. Mire, será mejor que vaya a descansar un poco, si es que nos espera una batalla… y nos espera.
Mientras ella se marchaba, zumbó el comunicador del centurión Bryant: Los puestos avanzados habían descubierto los elementos exploradores de una fuerza de combate acorazada.
Mientras Glenda Ruth regresaba a su bunker, notaba la cabeza como si le fuera a echarse a girar. Había nacido en New Washington y estaba acostumbrada al período de rotación de cuarenta horas del planeta, pero la falta de sueño, a pesar de todo, le hacía sentirse como intoxicada.
Caminando sobre almohadas, se dijo a sí misma. Esta había sido la descripción de Harley Hastings de cómo se sentían, cuando no podían irse a la cama hasta el amanecer.
¿Estaría Harley allá, con las fuerzas acorazadas?, se preguntó. Un matrimonio con él nunca hubiera resultado, pero era un chico realmente bueno. Aún muy crío, no obstante, y tratando de obrar como un hombre hecho y derecho. Y, si es bonito que a una la traten a veces como a una dama, no podía soportar que creyese que era una incapaz de hacer nada por sí sola…
Dos rancheros hacían guardia en su bunker, con uno de los cabos de Falkenberg. El cabo se colocó en un rígido presenten armas, los rancheros la saludaron. Glenda Ruth hizo un gesto, mitad informal, mitad devolución del saludo del cabo y se metió dentro. El contraste no podía ser mayor, pensó. Sus rancheros no estaban dispuestos a parecer unos tontos con todo eso de los saludos militares, el presentar armas y demás zarandajas.
Se tambaleó al interior y se envolvió en una manta ligera, sin siquiera desnudarse. De algún modo, el incidente de afuera le preocupaba: los hombres de Falkenberg eran militares profesionales, todos ellos. ¿Y qué era lo que estaban haciendo en New Washington?
Howard Bannister les había pedido que viniesen aquí. Incluso les había ofrecido tierras para su instalación permanente, y no tenía derecho a hacer aquello. No había modo de controlar una fuerza militar como aquélla sin mantener un gran ejército regular permanente, con lo que el remedio era peor que la enfermedad.
Pero sin Falkenberg, la revolución está condenada.
¿Y qué sucede si ganamos? ¿Qué hará Falkenberg cuando la guerra haya terminado? ¿Irse? Lo temo, porque no es del tipo de los que se van.
Y, pensó, para ser honesta, he de reconocer que Falkenberg es un hombre muy atractivo. Le gustaba el modo en que había hecho aquel brindis: Howard le había ofrecido el mutis perfecto, pero él no lo había tomado.
Aún lo podía recordar con la copa en alto, una enigmática sonrisa en los labios… y entonces también él se había metido en las cajas de embalaje, junto a Ian y sus hombres.
Pero el valor no es nada especial. Lo que necesitamos aquí es lealtad, y él jamás ha prometido eso…
No había nadie para aconsejarla. Su padre era el único hombre al que ella realmente había respetado. Antes de que lo matasen, había tratado de explicarle a ella que el ganar la guerra sólo era una pequeña parte del problema. Había países en la Tierra que habían pasado por cincuenta sangrientas revoluciones, antes de que tuvieran la bastante fortuna como para que un tirano se hiciese con el poder y los contuviese. Como su padre acostumbraba a decir, la revolución es la parte fácil. El mandar luego… eso ya es otra cuestión.
Mientras se quedaba dormida, vio a Falkenberg en un sueño. ¿Y si el coronel no les dejaba mantener su revolución? Sus duras facciones se ablandaron en una neblina que giraba. Estaba usando uniforme militar y sentado en un escritorio, con el sargento mayor Kelvin a su lado:
—Éstos pueden vivir. Matad a éstos. Mandad a éstos a las minas —ordenaba Falkenberg.
El gran sargento movía pequeñas figuras, que parecían soldaditos de plomo, pero que no eran todos soldados. Uno era su padre. Otros eran un grupo de sus rancheros. Y no eran soldaditos de plomo en absoluto: eran gente real, reducida a miniaturas, cuyos alaridos apenas si podían ser oídos, mientras la dura voz continuaba pronunciando sus destinos…
El general de Brigada Wilfred von Mellenthin miró colina arriba, hacia las posiciones de las tropas rebeldes; luego volvió a subir a su vehículo de mando, para esperar a que le informasen sus exploradores. Había insistido en que la Confederación enviase sus fuerzas acorazadas hacia el oeste, inmediatamente después de que le llegasen noticias de que Astoria había caído, pero el Estado Mayor no le había dejado partir.
Estúpidos, pensó. El Estado Mayor había dicho que era un riesgo muy grande. La fuerza acorazada Friedlandesa de von Mellenthin era la mejor unidad militar Confederada, y no podía ser arriesgada en una posible trampa.
Ahora, el Estado Mayor estaba convencido de que sólo se enfrentaban a un regimiento de mercenarios. Un regimiento, y que debía de haber sufrido grandes bajas en el asalto a Astoria. Eso era lo que decían los mandos. Von Mellenthin estudió el mapa de la mesa y se alzó de hombros.
Alguien estaba ocupando el Desfiladero, y él tenía mucho respeto a los rancheros del New Washington. Contando con terreno áspero, como el que tenía frente a él, podían presentar un buen combate. Una lucha lo bastante dura como para restarle capacidades ofensivas a su fuerza. Pero, decidió, merecía la pena intentarlo. Más allá del puerto de montaña había terreno llano, en donde los rancheros no tendrían posibilidades.
El mapa cambió y fluyó, mientras lo estaba contemplando. Los exploradores informaban y los oficiales del Estado Mayor de von Mellenthin comprobaban los informes, correlacionaban los datos y los incluían en los gráficos. El mapa mostraba infantería bien atrincherada, mucha más de la que había esperado von Mellenthin. Ese maldito Falkenberg. Aquel hombre tenía una habilidad increíble para mover tropas.
Von Mellenthin se volvió hacia su jefe de Estado Mayor:
—Horst, ¿cree que ya tendrá aquí cañones pesados?
El Oberst Carnap se alzó de hombros:
—
Weiss nicht, mein General
. Cada hora que pasa le da más tiempo a Falkenberg para fortificar el paso, y ya hemos perdido muchas horas.
—No a Falkenberg —le corrigió von Mellenthin—. Él está ahora atacando la fortaleza en el Transbordador de Doak. Tenemos informes del comandante de allí. La mayor parte de la fuerza de Falkenberg debe de estar muy lejos, hacia el oeste.
Se volvió hacia sus mapas. Estaban tan completos como podía lograrse sin una observación de más cerca.
Como si le leyera la mente, Canap le preguntó:
—¿Debo enviar fuerzas exploradoras, general?
Von Mellenthin miró al mapa, como si éste le fuera a dar un último detalle; pero no lo hizo.
—No. Vamos a cruzar con todo —dijo, en repentina decisión—. Les daremos una patada en el culo, no les mearemos en las piernas.
—
Jawohl
. —Carnap habló en voz baja por el circuito de mando. Luego volvió a izar la vista—. Es mi deber señalarle el riesgo que corre, general. Si han traído artillería tendremos fuertes pérdidas.
—Lo sé. Pero si no logramos pasar ahora, quizá nunca podamos reforzar a tiempo la fortaleza. La mitad de la guerra se habrá perdido, si toman el Transbordador de Doak. Mejor tener fuertes pérdidas ahora, que en una guerra larga. Yo mismo dirigiré el ataque. Usted se quedará en el vehículo de mando.
—
Jawohl, mein General
.
—Von Mellenthin bajó del vehículo y se subió a un tanque medio. Tomó su lugar en la torreta y le dijo en voz baja al conductor:
—Adelante.
La fuerza acorazada hizo a un lado a las avanzadillas de infantería como si no hubieran estado allí. Los tanques de von Mellenthin y su infantería de apoyo cooperaban perfectamente para localizar y eliminar la oposición. La columna se movió rápidamente hacia delante, para partir al enemigo en fragmentos desorganizados, para que fueran luego barridos por la infantería de Covenant que la seguía.
Von Mellenthin estaba aniquilando a la fuerza bloqueadora, pieza a pieza, mientras su Brigada se hundía más y más profundamente en el Desfiladero. Todo era demasiado fácil, y creía saber el porqué.
Los sudorosos tanquistas se aproximaban al borde irregular que había en la cima misma del puerto. De repente, una furia de fuego de armas individuales y de morteros pasó por encima de ellos. Los tanques siguieron adelante, pero la infantería se dispersó en busca de cobijo. Los carros y la infantería quedaron separados por un momento, y en ese instante sus tanques delanteros llegaron a los campos de minas.
El general de Brigada von Mellenthin comenzó a preocuparse. La lógica le decía que los campos de minas no podían ser ni muy amplios ni muy densos y que, si seguía adelante, pronto llegaría a la blanda retaguardia de su enemigo. Una vez allí, sus tanques podrían liquidar sin problemas los barracones de mando y los depósitos de municiones, la infantería de Covenant se apoderaría del Desfiladero, y su Brigada Acorazada podría cargar por los campos abiertos que había al otro lado.