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Authors: Juan Eslava Galán

El mercenario de Granada (31 page)

BOOK: El mercenario de Granada
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Boabdil.

Le tocaba hablar al general el Zegrí.

—Lo están construyendo de obra permanente, mawlana, como hacen siempre, para demostrarnos que no se van a mover.

—¿Nos rendirán por hambre?— preguntó Boabdil.

—Si nos dejamos acogotar, sí, mawlana, pero si presentamos batalla podemos obligarlos a abandonar la presa con los dientes rotos— expuso el Zegrí—. Os recuerdo que esos cristianos son los mismos a los que derrotamos en Loja y en la Ajarquía.

—Llevamos siete años viviendo de las rentas de la Ajarquía— replicó suavemente al Mulih—. Desde que ocurrió aquello, los cristianos nos han derrotado media docena de veces y nos han arrebatado las principales ciudades del reino, una a una.

Un murmullo de reprobación se elevó de los presentes. Casi todos habían vivido renuncias y situaciones dolorosas en esos años.

—Los cristianos están equilibrados con nosotros en cuanto a hombres— señaló el general—. Ellos tienen caballería pesada de la que carecemos, pero nosotros los aventajamos en caballería ligera, lo que compensa un tanto la desproporción.

—Sin embargo nos aventajan en artillería— replicó el visir—. Es muy probable que quieran conquistar Granada por la fuerza. Para eso están acumulando sus bombardas. Ya tienen más de quinientas piezas y siguen construyendo otras en Baza y Écija. Si asaltan nuestros muros ¿con qué contamos nosotros, con doscientas bombardas, muchas de ellas en mal estado?

—Las forjas trabajan intensamente— intervino el visir—. Producimos dos por semana. Que informe Orbán.

Orbán se levantó y dirigiéndose a Boabdil, o a su sombra recortada en el contraluz de la ventana, dijo:

—Llevamos dos meses fabricando cañones de bronce de ocho pies de largo, menos pesados que las bombardas y dotados de muñones para montarlos sobre cureñas, lo que facilita el transporte.

Podremos llevarlos de un sector a otro de los muros según las necesidades.

—¿Qué clase de munición utiliza?— quiso saber un Abencerraje.

—Balas de hierro forjado, más pesadas que el equivalente de piedra. Causan mayor estrago, especialmente si disparamos a otros cañones, en contrabatería. El problema es que el efecto es tres veces más destructivo para el ánima.

—¿Qué quieres decir?— intervino un general.

—Después de trescientos disparos, el cañón pierde potencia y es mejor fundirlo de nuevo— intervino Luis el Francés.

—Nunca tendremos suficientes— concluyó el visir.

—Hay otra posibilidad que debemos considerar— dijo Orbán.

Miró al visir, que asintió brevemente animándolo a hablar. Ya habían discutido eso unos días atrás y probablemente Boabdil lo había invitado por indicación del visir, para que expusiera su idea al consejo.

—En el ejército hay muchos honderos que son poco operativos. Es un dolor ver a tanto muhaidin entrenándose en la honda cuando de entre ellos podrían salir buenos ballesteros y espingarderos.

La formación de un ballestero es compleja, lo sé, y no se hace un buen ballestero a no ser que lo sea desde su juventud, pero un espingardero se puede formar en unos meses y para una guerra de asedio, como la nuestra, no existe arma mejor que la espingarda. Cuando los cristianos acerquen sus torres o sus escalas a estos muros, los espingarderos podrán hacer gran mortandad en ellos desde posiciones que los hacen prácticamente invulnerables.

Discutieron la idea y convinieron en que parecía razonable.

Boabdil, siempre amigo de novedades, se mostró entusiasmado, dentro de su natural melancólico.

—¿Tenemos material y gente que fabrique espingardas?

—Las tenemos, mawlana— dijo Orbán.

—En ese caso tú te encargarás de revisar la fabricación y de entrenar a los espingarderos— dijo el visir.

—Si se me permite, los escogeré entre los muhaidines más capaces.

—El general el Zegrí pondrá a tu disposición todo lo necesario. Mientras tanto Luis el Francés activará la fundición de cañones de bronce. Os recompensaré si incrementáis la producción a cuatro piezas semanales.

Tomaron otras decisiones necesarias para la defensa, alistar más guerreros, designar alguaciles que entrenaran a los muhaidines, reformar el reparto de ranchos colectivos en los cuarteles de las barriadas donde solían producirse tumultos. El mando de la caballería se le entregó a Muza Abul Gazán; el de las puertas a Naim Reduán y Mohamed Aben Zayde; el de los muros se le confirmó a Abdel Kerim Zegrí.

El informe final del visir al Mulih hablaba de ciertas dificultades de Fernando con el rey de Francia.

—Quizá compense enviar un embajador al francés— sugirió un Venegas.

—No creo que compense— lo desestimó el visir—. Lo que tenga que ocurrir ocurrirá en los próximos cinco o seis meses. La diplomacia es muy lenta. Antes de que veamos resultados, estará todo concluido en un sentido o en otro.

—¡Ésas son palabras de derrota!— se dolió el Zegrí.

—Mi señor ha depositado la confianza en mí para que cuente las verdades por desagradables que sean— se defendió al Mulih—. Para sermones que enfervoricen a los oyentes ya tenemos a Hamet ibn Zarrax.

Se inició una discusión acalorada. Después de un buen rato de porfía, sin que nadie alcanzara a escuchar realmente las razones de su vecino, Boabdil puso paz con palabras de distensión y despidió a la asamblea.

XLIII

El santón Hamet ibn Zarrax, crecido por la muchedumbre de fanáticos que lo seguía, comenzó a predicar contra Boabdil: con mirada furiosa contemplaba los muros de la Alhambra y señalaba:

—¡Aquí no se escucha la voz de Alá, la voz de Alá truena en el valle pero en la montaña hacen oídos sordos! ¿Qué dice la voz de Alá? La religión es comparable a una columna: el fuste es la sumisión a Dios y el capitel es la yihad. La función del príncipe es mantener la religión, hacer la guerra al infiel, pero Boabdil ha olvidado esos sagrados deberes, ese gorrión asustado aguarda en su nido de oro mientras los infieles asolan la vega y queman los panes de nuestros hijos.

La fiesta del final del Ramadán se celebró con torneos de cañas, juegos de tablas y el acostumbrado combate singular entre un toro enfurecido y media docena de perros de presa. Muerto el toro, su carne se cocinó en grandes calderas y de ella comieron los famélicos granadinos.

Mientras tanto, Orbán se multiplicaba atendiendo los hornos de fundición, las herrerías y el campo de tiro, donde entrenaba a los espingarderos. Se había propuesto formar un núcleo de tiradores escogidos que durante el asedio pudiera acudir a las partes de la muralla donde el asalto fuera más enconado.

Algunos voluntarios hacían rápidos progresos, después de perderle el miedo al trueno y al retroceso de la espingarda.

—Olvida lo que has sido antes y lo que serás después— les encomendaba Orbán—. La mano en el hierro, así, firme. El trueno está encadenado a tu voluntad. No respiras. Escucha el pulso golpean-do en tus sienes, concentrado, así. Miras el blanco: aquella teja es el pecho de un caballero. Apuntas con tu mirada en la protuberancia del cañón. ¿Lo tienes? Entonces acercas la mecha encendida a la cazoleta. Así. Cuando apuntas sólo vives ese tiempo, la explosión que libera la muerte de tu mano.

Al caer la tarde, el caudillo Tarfe salió de Granada por el postigo de la puerta de Elvira y cabalgó en solitario, desapercibido, oculto por ribazos y desenfiladas, hasta las proximidades del campamento cristiano. A la vista de las barreras, picó espuelas a su caballo y, aproximándose a una distancia temeraria, lanzó un venablo por encima de la empalizada con un mensaje de desafío para la reina Isabel.

La hazaña del moro conmocionó el campamento. Algunos caballeros solicitaron permiso a la reina para aceptar el desafío, aunque Fernando había prohibido los duelos singulares. La reina respetó la voluntad de su esposo y los despidió con buenas palabras: no había nada que hacer.

A pesar de la prohibición real, Hernán Pérez del Pulgar, el desobediente (no en vano la divisa de su escudo era «Pulgar, quebrar y no doblar»), concibió la idea de entrar en Granada con un grupo escogido de caballeros e incendiar la alcaicería, el mercado de los bienes de lujo, en el corazón de la ciudad. Con un poco de suerte el incendio se propagaría a otros edificios y quizá toda la ciudad ardería en una pira.

En la confluencia de los ríos Darro y Genil había una poterna mal protegida. Los quince conjurados aguardaron a que fuera luna nueva y, con el agua por las cinchas de los caballos, entraron en la ciudad después de degollar a dos centinelas. Pérez del Pulgar, Tristán de Montemayor, Francisco de Bedmar y Pedro de Jaén, ascendieron por la ribera de Curtidores y, tras deslizarse por algunos callejones solitarios, llegaron a la alcaicería. Llevaban consigo frazadas de lino y teas de brea, pero cuando intentaron prenderlas resultó que habían olvidado los avíos de hacer el fuego.

—¡Creía que los traías tú, Tristán!— dijo el de Bedmar.

—Y yo creía que los traía Pedro— se defendió el aludido.

—¡Los unos por los otros, la casa sin barrer!— comentó Pulgar.

En ese momento se abrió una celosía y en la ventana asomó un barbudo con turbante al que las almorranas tenían desvelado. Al advertir la presencia de cristianos, se puso a chillar como un poseso, despertando al vecindario que dormía con las ventanas abiertas por el calor. En las calles adyacentes sonaron los silbatos de la ronda de alguaciles.

—¡Tenemos que salir por pies!— urgió Pedro de Jaén.

Hernán Pérez del Pulgar había preparado una hazaña adicional que contribuyera a su fama personal. Se sacó del brazo un pergamino en el que había escrito, en letras grandes, AVE MARÍA, y lo clavó en la alcayata de los avisos de la puerta principal de la mezquita.

—¡Tomo posesión de esta iglesia en nombre de Dios y de los Reyes!— gritó solemnemente a la plaza vacía.

Después los cristianos huyeron por donde habían venido y uniéndose a sus compañeros, que aguardaban con los caballos bajo el puente del Darro, regresaron al campamento.

XLIV

El confidente de Aixa la Horra, un eunuco mochilón llamado Inmanuel Osorio, penetró en la alcoba principal, apartó la cortina bordada que representaba ciervos y fuentes en la umbría de la Alhambra y despertó a su señora.

—Anoche los cristianos llegaron en cabalgada hasta la mezquita mayor y clavaron en la puerta un cartel con conjuros heréticos— informó.

Aixa se incorporó en el lecho.

—¿Dónde están ahora?

—Huyeron. No eran más de una docena. Entraron por el río.

Aixa asintió en silencio.

—¿La gente lo sabe?

—La noticia corre de boca en boca. La gente acude a la mezquita para ver, pero ya han quitado el cartel de la profanación.

Aixa terminó de vestirse y volvió al salón del telar, donde sus criadas y damas guardaban silencio y se fingían compungidas por la noticia.

—¡Hijas, aguja y seda: bordemos como si nada hubiera ocurrido!— ordenó—. Ni una hoja se mueve en un árbol sin la voluntad de Alá.

El santón Hamet ibn Zarrax amaneció en la plaza de Bibarrambla con la cabeza cubierta de ceniza, los ojos inyectados en sangre, las venas del cuello a punto de estallar.

—¡Desdicha y maldición sobre nosotros, que ya no sabemos ni defender lo sagrado de la blasfemia de los perros infieles!

La turba de sus seguidores aullaba de indignación. Unos levantaban puños al cielo, otros se golpeaban el pecho con guijarros, otros recogían puñados de polvo y se lo esparcían sobre la cabeza, mientras aullaban consignas con fervor islámico: «¡Muerte a Fernando. Muerte a Isabel. Alá es grande. Muerte a los perros!»

Habían improvisado una bandera de Castilla, con una torre torpemente dibujada, la extendieron en el suelo y desfilaron sobre ella pisándola con saña mientras gritaban mueras a los cristianos. Después de zapatearla a placer, la quemaron en la plaza pública entre extremas manifestaciones de ira.

—El que no se consuela es porque no quiere— comentó en voz baja un viejo vendedor de alfombras cuando vio pasar la manifestación por la puerta de su tienda.

Mientras el consejo del reino deliberaba en el mexuar, Mohamed el Pequenni, el alfaquí, ascendió penosamente los pinos peldaños de la angosta escalera de caracol que conducía a la azotea del minarete de la mezquita mayor, el punto más alto de la medina.

Hacía mucho tiempo que relegaba la llamada a la oración a un muecín más joven, pero en esta ocasión quería realizar el esfuerzo por sí mismo, a modo de desagravio por la profanación cristiana. Ya había olvidado las fatigas de ascender por aquella escalera. A medio camino le faltó el aire y sintió una opresión en el pecho. Se detuvo a tomar resuello, apoyado en el antepecho de un ventanuco que daba luz y ventilación a la escalera. Arriba zureaban las palomas, una cotidianidad que recordaba de sus tiempos jóvenes.

De pronto, el Pequenni fue consciente de que probablemente era la última vez que subía aquella escalera y la última vez que dirigía los rezos en la mezquita de cinco naves donde los musulmanes granadinos habían elevado sus preces mirando a la Meca durante varios siglos.

—¡Todo comienza y todo acaba, por voluntad de Alá!— murmuró.

Terminó la ascensión y salió al balcón circular que coronaba el minarete. Allá arriba soplaba un viento frío procedente de las nieves. El muecín contempló la hermosa vista de Granada, el panorama de rojos tejados y verdes cármenes que se divisaba desde aquella altura. En el aire helado respiró los aromas de la ciudad confundidos con los de la vega, olor a agua regando verdores, a humo de asadores de castañas, a otoño.

—En el nombre de Alá, el clemente, el misericordioso…— murmuró para sí. Tosió para aclararse la voz. Se llevó las manos a los lados de la cara, con las palmas abiertas, los pulgares sobre los oídos, y gritó su piadoso pregón, con toda la fuerza de su voz, a los cinco barrios de Granada: «Alá es grande.» Después, recitó dos veces, mirando hacia Oriente y hacia Occidente: «Soy testigo de que no hay más dios que Alá; soy testigo de que Mahoma es el mensajero de Alá, apresuraos a orar; apresuraos al éxito; Alá es el más grande.» Finalmente dijo: «No hay más dios que Alá.»

Le dolía la garganta. Todavía se recreó un rato mirando el paisaje. ¿Se resignaría a vivir lejos de aquella hermosura? Había nacido en Granada, se había formado en Granada, en la madrasa y en la mezquita, nunca había salido de la ciudad más allá de alguna excursión a alguna alquería de la vega, salvo cuando, ya cumplidos los cuarenta, viajó hasta Motril para ver el mar. Para él Granada era el centro del mundo y desde luego el centro del islam. En la biblioteca de la mezquita tenía cuanto podía desear, mejor que si estuviera en Fez o El Cairo o Bagdad. Y ahora todo podía perderse, todo iba a perderse, por el signo aciago de los tiempos. Fernando le había prometido a Boabdil un ducado en una reserva musulmana en las Alpujarras, pero ahora que Boabdil vulneraba el compromiso, Fernando se consideraría eximido de cumplir los acuerdos. ¿Qué porvenir les esperaba a los vencidos? ¿Regresar a África, al desierto pedregoso del que salieron sus padres, los conquistadores de al-Andalus, veinte generaciones atrás? Mohamed el Pequenni conocía lo que era el Magreb, la vida, primitiva; la tierra, pobre; los caminos, inciertos; las ciudades, polvorientas; el gobierno, tiránico; tapias derruidas con cuadrillas de vagos mal encarados vegetando a la sombra. Él, acostumbrado a las comodidades y a las bellezas de Granada, no se acomodaría a vivir allí la enfadosa vejez. ¿Quedarse en Granada? Quizá en la corte de Fernando hubiera un resquicio para él, de secretario de cartas árabes, de trujamán, de calígrafo. Envidió a su padre que nació y murió en la ciudad sin sobresaltos, dedicado a sus libros, consultado por los gobernantes, respeta-do por el pueblo. Alá le deparaba a él estos tiempos tan turbios. Sea su voluntad.

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