Read El mercenario de Granada Online
Authors: Juan Eslava Galán
—¿Cuándo nos vamos?— susurró Isabel.
—La entrega de Baza es inminente— dijo Orbán—. En el desconcierto de esos días se nos presentará más de una ocasión.
—¿Alguien más lo sabe?
—Solamente tú y yo.
—¿Y Jándula?
—Todavía no sé si llevarlo. Cuando llegue el momento, ya veremos.
Empezaron las conversaciones para la entrega de la ciudad. Los parlamentarios moros y cristianos iban y venían con ofertas y presentes. Yayya al-Nayyar recibió a su antiguo cautivo, Juan de Alma-raz, enviado por los reyes para parlamentar. Acordaron que al-Nayyar consultaría con su primo al-Zagal, que seguía en Almería. «La situación de Baza es insostenible— le escribió—. Si no recibimos refuerzos antes de quince días, es mejor pensar en rendirla. Baza no puede resistir más.»
Al-Zagal leyó la misiva en la cama aquejado de fiebres. Meditó un momento y le dictó la respuesta a su secretario: «Si Baza está perdida, no sufráis más trabajos y desdichas. Entrega la ciudad a cambio de la clemencia de Fernando.»
No había mucho que negociar con Fernando por una ciudad exhausta. Mientras se acordaban las capitulaciones, Baza entregó en rehenes a quince jóvenes de las principales familias, entre ellos el primogénito del alcaide. El compromisario designado por Fernando, don Gutierrez de Cárdenas, alcanzó un rápido acuerdo con al-Nayyar: Baza se entregaría en el término de seis días, sus habitantes quedaban libres y dispondrían de un plazo de tres días para abandonar la ciudad con los bienes muebles que quisieran llevarse.
La entrega de Baza precipitó la de muchos lugares y fortalezas de su extenso alfoz y aún de otros más lejanos, Purchena, los lugares del río Almanzora y las aldeas de la sierra de los Filabres: el astuto Fernando sobornaba a los alcaides abonándoles las pagas atrasadas que les debía al-Zagal. Fernando se mostraba generoso. Los alcaides podían conservar sus criados, armas y caballos. Incluso proveía de transporte gratis, las naos de Aragón, a los que optaban por emigrar a África.
Solamente el alcaide de Purchena y Paterna del Río, Alí Aben Fahar, rechazó el dinero. Cuando compareció ante el secretario real, le dijo:
—No he venido aquí a vender lo que no es mío, sino a entregaros lo que habéis ganado por la fortuna. Por mí habría seguido combatiendo hasta la muerte.
Este hombre digno pasó a África a ganarse la vida con la espada. No se volvió a saber de él.
Beatriz Galindo había dado permiso a Isabel para que acompañara a Orbán en su viaje a las canteras de arcilla de las que salían los ladrillos de los hornos. Los enamorados se alejaron tres leguas del cerco de Baza y acamparon al pie de los montes de Gorafe. A la hora de cubrefuegos, Orbán se acercó a Jándula, que ya dormía, le puso una mano en la boca y le susurró al oído:
—Marcho a tierra de moros. Decide si quieres acompañarme.
—¿Cómo es eso?— preguntó el criado despabilándose de golpe—. Te matarán por desertor…
—Es un riesgo que debo correr.
—¿Cuándo quieres pasarte?
—Ahora mismo. Nunca tendremos mejor ocasión. El castillo de Torrecandela está a cuatro leguas de aquí.
—¿Y Isabel?
—Viene con nosotros.
Jándula pareció considerar el asunto.
—Así de pronto…
—Así de pronto.
El criado discurrió rápido. Al amparo de Orbán vivía bien, a pesar de los trabajos que le acarreaba ser criado de un hombre tan activo, pero, si su amo desertaba, lo más seguro es que a él lo devolvieran al molino, a trabajar como un subsahariano, de sol a sol, si es que no lo torturaban para que declarara el paradero y las intenciones del fugitivo. ¿Qué porvenir le esperaba entre los cristianos si su amo huía? En cuanto Orbán desertara, su piel no valía un comino. Mejor arrostrar el peligro y seguirlo. Iba a echar de menos el tocino de veta asado en una paletada de ascuas y metido, calen-tito y goteante de grasa, entre dos rebanadas de pan tostado. Se había acostumbrado a tomarlo, pasándolo con tragos de vinillo aloque, en las herrerías de Fernando.
—¡Vale, te acompaño!— le dijo a Orbán.
—Vete detrás del atadero de los caballos y nos esperas allí. Saldremos enseguida. Lleva una talega con pan e higos secos.
Orbán regresó al lado de Isabel. Arrebujada en su mantón de lana, a media luz, con zaragüelles y alpargatas, parecía una campesina mora.
—¿Vamos?— dijo Orbán.
La mujer asintió, decidida. Lo besó preguntándose si los descubrirían los centinelas, y que quizá era aquél el último beso que le diera en su vida.
Salieron de la tienda reptando por debajo de los vientos traseros, que Orbán había aflojado previamente. El centinela que hacía guardia junto a la hoguera central estaba ocupado sacándose mocos de la nariz y haciendo bolitas que arrojaba a las llamas.
Jándula esperaba detrás del peñasco en el que habían resguardado a los caballos. Orbán le puso la mano en el hombro y le indicó, señalando con el dedo, la dirección que debían seguir. Los tres se deslizaron reptando hacia la parte más espesa del monte. Una vez allí, se pusieron de pie y se confundieron entre las sombras.
Los fugitivos caminaron toda la noche, guiados por las estrellas.
—Mañana saldrán pisteros a buscarnos— calculaba Orbán—. Les llevamos seis horas de adelanto.
Quizá sea suficiente.
Durante más de una hora remontaron el río Gallego con el agua helada por las rodillas, para que los rastreadores les perdieran la pista. Amanecía cuando abandonaron el río, arrecidos. Tuvieron que hacer un alto para frotarse las piernas hasta que entraron en calor. Después prosiguieron el camino, siempre hacia poniente. Cuando amaneció se ocultaron en un higueral, almorzaron y pasaron el día descansando y durmiendo a ratos en espera de que se hiciera de noche para reanudar el camino.
Atravesaron el valle de Guadix, siempre por malos caminos, ocultándose de campesinos y trajinantes. Al anochecer se refugiaron en el pajar de una alquería. Ladraron perros y los campesinos, una pareja de ancianos, descubrieron a los fugitivos. Orbán se hizo pasar por renegado elche huido de los cristianos que iba camino de Granada en compañía de su mujer y de un cautivo liberado. Los caseros les dieron sopas de ajo de almendra, higos secos y queso de cabra. Eran personas compasivas. Tenían dos hijos en la guardia del sultán.
—No sois los primeros que llegan— dijo el hombre—. Con estos tiempos tan revueltos siempre hay refugiados de un lado u otro.
Al día siguiente desayunaron un tazón de leche migada y la mujer les preparó una talega de bastimentos para el viaje. Un pastor los acompañó por los pagos de Gorafe, el desierto llano, la tierra pedregosa y roja, salpicada de minas de hierro.
—De aquí salen los cañones de Boabdil— les dijo señalando a lo lejos el tajo de una mina al aire libre. La tierra era roja oscura, casi yerma.
El pastor conocía el laberinto de caminos.
—Ésta es tierra de cabras— explicaba—. Nadie la quiere. Aquí no llegarán los cristianos, ni se la disputan los de al-Zagal ni los de Boabdil. Aquí vivimos en paz.
Por la tarde avistaron las Torres de Alicún, un oasis verde en medio del desierto, un manantial de aguas calientes salutíferas, en cuyas riberas florecían las huertas, los higuerales y los allozares.
Pasaron junto a la tumba de un gigante, de grandes losas formando cúpula.
—Hasta aquí hemos llegado— dijo el pastor, deteniéndose—. Tomáis ese camino siempre hacia donde se pone el sol y en dos días estáis en Granada.
Se abrazaron y se despidieron.
—Cuidaos de los salteadores, que hay muchos— les gritó el muchacho desde la lejanía.
No sufrieron sobresalto alguno. Corrían malos tiempos incluso para los golfines. El camino estaba frecuentado por buhoneros y arrieros que viajaban en grupos, con escolta armada, además de mercenarios y de muhaidines, camino de Guadix o de Granada. Nadie preguntaba al transeúnte si era de al-Zagal o de Boabdil.
Al cabo de dos días salieron a Torre Cárdela, donde había un fielato de Boabdil. Orbán se presentó al alcaide:— Somos herreros. Huimos del campamento de Fernando en Baza. Queremos llegar a Granada para servir a Boabdil.
—Bienvenidos seáis— dijo el alcaide—. El sultán está contratando herreros.
El alcaide les prestó dos mulas y los envió a Iznalloz con un salvoconducto y dos muhaidines de escolta. En Iznalloz los recibió un noble abencerraje que había oído hablar del herrero turco. Les ofreció una comida abundante, con vino dulce, y les hizo preparar un aposento de su casa. Al día siguiente les proporcionó mulas de refresco y los encaminó a Granada con una escolta.
Había huertas por doquier, con árboles frutales y toda clase de sembrados. Los hortelanos y los campesinos, con pañuelos en la cabeza y zaragüelles amplios, labraban la tierra inclinados sobre los surcos. Algunos salmodiaban canciones de brega.
—¡Qué tierra tan rica!— observó Isabel—. Agua y árboles por todas partes. ¡Qué belleza!
Caminaban admirándolo todo. Por el camino encontraban soldados y muhaidines.
—Aquí también se respira la guerra— dijo Orbán.
—Sí, señor— corroboró Jándula—, pero abundan más los desarrapados de chilaba raída que los guerreros con corazas.
Lo decía por las cuadrillas de muhaidines descalzos, mal vestidos con la honda enrollada a la cintura o una porra claveteada por toda arma, que se dirigían a Granada.
En las afueras de los pueblos las milicias se entrenaban en el manejo de la lanza y la honda. Disparaban contra estafermos de paja que figuraban caballeros cristianos.
—Granada está perdida si son éstos los que deben defenderla— pensaba Orbán.
La vega de Granada se extendía como un manto de brocado verde con las arboledas de cipreses, higueras, olivos y frutales pespunteando lindes y acequias. Como dispersos por la mano de un sembrador, negras norias y blancas almunias alegraban el paisaje. Los hortelanos preparaban con esmero las sementeras de la primavera. El agua de los surcos y las regueras espejeaba al sol. Al fondo, como una cinta rojiza, aparecían las murallas de Granada y, detrás de ellas, los tejados rojos y las azoteas blancas de las mezquitas y los palacios. La Alhambra, levantada sobre el espinazo montuoso, se recortaba sobre la blancura deslumbradora de la Sierra Nevada.
—¡Granada!— exclamó Orbán—. En Oriente dicen que hay tres ciudades en el mundo: Estambul, Jerusalén y Granada.
Siguieron el camino que conducía a la puerta de Elvira, entre dos tapias que delimitaban, a uno y otro lado, un gran cementerio. Entre las tumbas sencillas, a ras de suelo, señaladas por una modesta lápida clavada en la cabecera, surgían también mausoleos revestidos de azulejos dorados que brillaban al sol, los enterramientos de las familias importantes.
La Medina se extendía por el llano y por el monte Albaicín. Al otro lado, aislada en medio de un monte tapizado de arbustos olorosos, se alzaba la Alhambra, las poderosas torres de la muralla que encierra palacios magníficos, la sede del poder nazarí.
El sargento los presentó directamente ante el alcaide garnata, el jefe militar del cuartel de la puerta de Elvira. El alcaide, un hombre bajo y fornido, embutido en una chilaba de lana tupida, contempló a Orbán con mirada ceñuda.
—¡Un artillero de Fernando que se pasa a Granada!— exclamó con genuina sorpresa—. ¡Esto es más que notable! ¿Crees que aquí te pagaremos mejor?
Orbán traía meditada la respuesta para semejante pregunta. Había decidido decir la verdad.
—No es cuestión de dinero— dijo—. Soy fiel a Bayaceto, el gran señor de los turcos, que es musulmán. Si estaba con los cristianos era por salvar la vida de una esclava cristiana.
—¿Ésta?— preguntó el alcaide.
—No, otra. Ya murió.
—¿Dices que defendiste Málaga? ¿Quién puede avalarte?
Orbán citó a los notables que había conocido en Málaga, entre ellos Alí el Cojo.
—Alí el Cojo nos vale— dijo el alcaide—. Es uno de nuestros artilleros. Te enviaré con él.
El sargento los escoltó hasta el lugar de trabajo de Alí el Cojo, extramuros del barrio de al-Rambla, en el arrabal de los ladrilleros, cerca de la confluencia del Genil y el Darro. Dos hornos de fundir humeaban. Las forjas y las herrerías estaban en plena actividad.
—¡Orbán, mi señor!— exclamó Alí abrazando al búlgaro—. ¡Felices mis ojos que han vivido para verte de nuevo! ¿Cómo apareces aquí? Te hacíamos con Fernando.
—He huido.
Alí el Cojo saludó a Jándula y a Isabel.
—Mujer, no tienes nada que temer en Granada— le advirtió—. Aquel Ubaid Taqafi que te atormentaba está muerto y arde en el infierno.
Isabel se sintió aliviada por la noticia.
—No era trigo limpio— añadió Alí el Cojo—. Lo encontraron degollado en la cama. En su ambición por escalar puestos en el mexuar pisaba cabezas de gente intocable. Se había enemistado con Aixa la Horra y con los Abencerrajes.
Había bajado el tono de voz prudentemente. Orbán comprendió que la política en Granada era tan complicada como la del Topkapi.
Alí el Cojo le adivinó el pensamiento y prosiguió:
—Aquí lo único sabio es servir al sultán, sin contrariar jamás a su madre, la noble Aixa, y preguntar lo menos posible. Hay muchas rencillas, muchas rivalidades, muchas puñeterías. En cuanto a nuestro trabajo, se hace de todo, lanzas, espadas, puntas de flecha, y algunos pasavolantes.
Bombardas, pocas.
Orbán e Isabel se presentaron aquella tarde en la oficina del intendente Aben Comixa, donde un secretario los interrogó. En medio del cuestionario, llegó un enviado del general Ahmed el Zegrí con una nota para el intendente.
—Si ese hombre que ha llegado es Orbán el búlgaro, dejaos de gilipolleces y enviádmelo inmediatamente. Es el mejor artillero que tenemos y si se pasó a Fernando fue porque estaba enconado con una esclava cristiana. Lo quiero entre mis hombres hoy mismo.
—Te ha salido un valedor muy alto— comentó el secretario con la nota en la mano—. Bienvenido a Granada.
Alí el Cojo los llevó a su alojamiento provisional, en el cuartel del Darro, donde le asignaron un cuarto confortable, detrás de la chimenea de las cocinas. Al día siguiente, antes de amanecer, Orbán se levantó y salió a la galería. Empezaba a clarear sobre las cumbres nevadas de la sierra.
El Mulhacén, herido por los primeros rayos de sol, difundía luz como un diamante bajo el cielo azul purísimo.