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Authors: Juan Eslava Galán

El mercenario de Granada (27 page)

BOOK: El mercenario de Granada
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Al rato apareció Isabel, arrebujada en un cobertor. Abrazó a Orbán.

—¿Estás preocupado?

—No. Las cosas van saliendo bien— mintió Orbán. Le preocupaba el futuro. Los cambios. La guerra.

Orbán e Isabel admiraron la belleza de la ciudad que se extendía a sus pies.

Poco después apareció Alí el Cojo con una cestilla de buñuelos calientes. Mientras desayunaban contemplaron el avance de la luz sobre la colina de la Alhambra, a medida que el sol remontaba.

—La perla de al-Andalus— dijo Alí el Cojo—. Para algunos, la ciudad más bella del mundo. El paraíso en la tierra: la ciudad rodeada de fértiles vegas en las que manan cien fuentes. Dos ríos importantes la recorren, el Darro, de arenas auríferas, y el Genil, cuyas aguas endulzan los membrillos y las granadas. En la ciudad viven más de cien mil criaturas: artesanos, hombres de ciencia, caballeros peritos en la guerra. Hay cuatro cercas que delimitan cuatro ciudades y doce barrios, cada uno con su zoco y su mezquita mayor, con sus baños, sus fondas y sus hornos públicos, sin contar los palacios y las casas de ciudadanos pudientes que tienen también baños y jardines, doce puentes sobre el río Darro, ocho sobre el Genil.

Orbán e Isabel miraban aquel esplendor.

—Allí el cementerio de la Sabika— señalaba Alí el Cojo—, el valle de Nachd y las alturas de al-Faharin, que terminan en el río Genil; aquélla es la alcazaba de los judíos y la medina, aquéllas las cúpulas de la mezquita mayor, las de más allá, pespunteadas de lumbreras en forma de estrella, son las de los baños de Sautar; los tejadillos parejos son los de la madrasa, donde los maestros esparcen las perlas del conocimiento, y la alcaicería, cruzando el Darro con sus puentes, la posada de al-Jadida; a la derecha, la alcazaba antigua, al otro lado del valle del Darro. Orbán levantó la mirada hacia los muros rojos de la Alhambra, tan inaccesibles como si colgaran del cielo.

—Allá arriba, en las torres del mexuar, se supone que manda Boabdil el desventurado— prosiguió

Alí el Cojo—, pero eso es una mera ilusión. La que manda es su madre, Aixa la Horra. Desde su palacio del Albaicín, Aixa abarca la Alhambra, envía y recibe correos, visita a su hijo o a su nuera. Su nuera, una pobre mujer flaca de espíritu, es hija del fiero Aliatar, pero no ha heredado la fiereza de su padre. Algunos viajeros discuten si Granada es más bella que Constantinopla. ¿Qué te parece a ti, que conoces las dos?

—Cada ciudad tiene su gracia— respondió Orbán evasivo—. Pero me parecen las dos igualmente sublimes.

Alí el Cojo se rió con una risa cascada.

—¡Juiciosa respuesta del hombre que está acostumbrado a armonizar metales candentes! Vales para diplomático, Orbán. ¡Lástima que estemos en el tiempo de los cañones, no de las palabras!

XXXVI

Aben Comixa, el intendente, envió a Isabel a servir en la casa de la madre de Boabdil, la noble Aixa la Horra. Orbán residiría en el cuartel de los artilleros, junto a los hornos de la Rambla.

—No tenéis que preocuparos por la separación— los tranquilizó Alí el Cojo—. De todas maneras el trabajo no deja lugar a romanceos. Siempre podréis encontraros los viernes, tras el sermón mayor.

Nuevamente se separaron los dos enamorados. Una criada de Comixa llevó a Isabel a la casa de la Horra.

La reina madre no vivía en la Alhambra, sino en un palacete en las laderas del Albaicín, «la Casa de la Horra». No presentaba por fuera grandes apariencias, más bien se confundía con la abigarrada arquitectura circundante, pero dentro tenía un patio amplio con estanque rodeado de arrayanes y una gran sala con fuente de mármol que en invierno permanecía muda, la venera seca y disimulada con almohadones. La Horra era friolera. Las estancias, separadas por gruesos tapices que evitaban las corrientes de aire, se calentaban mediante braseros que los esclavos mantenían encendidos todo el día. Olía el aire a alhucema e incienso y a palo de olor.

El primer día, la Horra llamó a Isabel y la examinó.

—¿Eres la mujer del herrero turco?

—Sí, señora.

—Portaos bien, tú y tu herrero, y no tendréis nada que temer.

—Sí, señora.

—¿Tenéis hijos?

—No, señora.

—Deberéis tenerlos. Pronto. Los hijos son la bendición de Alá y el consuelo de la vejez.

Un velo de tristeza ensombreció el rostro de la Horra. Había pensado, quizá, en su propio hijo Boabdil y no encontró adecuado el apelativo de consuelo de la vejez.

Aixa la Horra era alta y membruda. Bajo su elegante atuendo femenino se adivinaba un cuerpo fuerte y proporcionado. Tenía la voz hombruna y una sombra de vello en el rostro, así como un bozo en el labio superior.

Andando el tiempo, una tarde en que intercambiaron confidencias, la mayordoma de Aixa le explicó a Isabel ciertos secretos de la casa:

—Como otras mujeres traicionadas por el marido y abandonadas por otra más joven y más guapa, Aixa la Horra volcó su amor en su hijo Boabdil, al que ha sobreprotegido desde la cuna, lo que probablemente lo ha convertido en el hombre débil, falto de carácter e irresoluto que es. El rey depende de las opiniones y de las decisiones de su madre, es un mero juguete en las manos de ella y del visir Abulcasim al Mulih. Aparte de que estuviera escrito en las estrellas que iba ser un desgraciado, aplastado entre caracteres fuertes, el de su padre Muley Hacen, que Alá tenga en su gloria, y su madre Aixa.

—Ya habrás notado que Aixa es medio machona— le dijo Alí el Cojo la siguiente vez que se vieron—.

El viejo sultán se había casado con ella porque los padres arreglaron el casorio, pero en realidad nunca le gustó. Después de veinte años de matrimonio y de tener varios hijos, ya en las puertas de la vejez, la repudió por otra.

—¿Por otra?

—Sí, hija, por una cristiana que se llamaba como tú, Isabel. Era una niña de doce años, dicen que hija del alcaide de Martos. La habían capturado en una razia. El sultán se la regaló a su hija, pero, de tanto ver a la esclavita por el palacio, se prendó de ella y la hizo su esposa. Primero la convirtió al islam, claro, y le puso el nuevo nombre Soraya. Aixa, repudiada, se retiró a su palacio del Albaicín a rumiar venganzas. Toda su vida la ha consagrado a arruinar a su esposo y a promocionar a su hijo Boabdil. Sospechaba que el viejo rey dejaría el reino a Cad, el hijo habido con Soraya.

—¿Y qué hay de la mujer de Boabdil?

—La mujer de Boabdil está siempre triste y el reino de Granada se le da un ardite. Lo único que quiere es acabar cuanto antes, que Fernando conquiste Granada y le devuelva a su primogénito Hamed, que está en poder de Fernando desde que tenía dos años, cuando Boabdil se hizo vasallo del cristiano. Fernando le ha puesto un ayo que lo educa como infante de la casa real. Los cristianos lo llaman «el Infantico». Dicen que es tan triste como su padre.

Orbán e Isabel se acostumbraron pronto a la nueva situación, a verse solamente una vez por semana, a enviarse a veces mensajes escritos y pequeños regalos, tonterías de enamorados. Alí el Cojo colaboraba de buena gana en esta tercería, por el cariño que les había tomado.

—En Granada es mejor andarse con pies de plomo, porque nada es lo que parece— había advertido Alí el Cojo—. En especial nosotros que fuimos fieles a al-Zagal debemos tener cuidado. Al Zegrí le han perdonado que fuera su lugarteniente, porque en las alturas todo se perdona, pero los más menudos que los servimos estamos siempre bajo sospecha. Cada cierto tiempo hay una conmoción en la Alhambra y ruedan cabezas. Puedo asegurarte que el verdugo se gana el salario.

XXXVII

Los juglares cantaban las hazañas de los campeones del islam y hablaban de cabezas infieles cortadas, de escuadrones de cristianos puestos en fuga por un solo adalid, de hazañas difíciles de creer que entusiasmaban a las entregadas audiencias de los zocos y mercados. Muchos jovenzuelos, fascinados por los relatos militares, ingresaban como muhaidines deseosos de algún destino fronterizo desde el que contribuir a la derrota de los cristianos.

Otros informantes más cautos, los trajinantes, traían noticias menos optimistas y hablaban de razas y espolonadas de don Alonso de Aguilar y del alcalde de los Donceles, caudillos temidos que asolaban la tierra y cautivaban pueblos enteros.

A pesar de aquellas menudas noticias que levantaban el ánimo de las gentes sencillas, Baza se perdió. Al-Zagal, acosado como el zorro viejo al que rodean los perros, estaba exhausto. Se sometió a Fernando en calidad de vasallo y entregó Guadix y Almería a cambio de un ducado en la taha alpujarreña de Andarax, Lecrín, Orgiva y Lanjaron.

En los hornos de puerta Rambla, Orbán y los otros herreros proseguían con sus trabajos ajenos a la situación política. Forjar cañones sin preocuparte de a quién van a servir, la consigna de Alí el Cojo. Pero las noticias que llegaban eran poco esperanzadoras. A mediados de diciembre, Fernando se presentó en las puertas de Almería. Al-zagal salió a su encuentro y se apeó para besar la mano del cristiano, lo que él impidió cortésmente abrazándolo y rogándole que volviera a subir al corcel. Al-Zagal entonces se besó su propia mano en señal de acatamiento. Al día siguiente las tropas castellanas entraron solemnemente en Almería, la cruz y el estandarte de Castilla sobre el alcázar.

Ésos fueron los términos, pero, al poco tiempo, Fernando le compró el señorío a al-Zagal por treinta mil castellanos de oro. En Granada no le aguardaba muy buen provenir. Aixa la Horra lo odiaba porque había matado años atrás al príncipe Yusuf, su hijo y hermano de Boabdil, y envió a la Alhambra su cabeza dentro de un odre de alcanfor. También se rumoreaba que había envenenado a su hermano, el viejo rey Muley Hacen. Después de servir a Fernando contra su sobrino hasta la caída de Granada, al-Zagal prefirió dar la espalda a los fantasmas de su pasado, cruzó el estrecho y se mudó al emirato de Tremecén, en África. El propio Fernando le facilitó las naves para transportar sus bienes. En el Magreb le persiguió su mala fortuna. El rey de Tremecén le confiscó las riquezas, lo encerró en un calabozo y lo hizo cegar con un cuchillo al rojo. Cuando lo liberaron vivió todavía diez años, de las limosnas.

Un día, a las pocas semanas, Boabdil visitó las herrerías y las fundiciones de la Rambla. Un escudero seguía al sultán llevando por las riendas su caballo ricamente enjaezado.

Boabdil era un hombre alto y bien proporcionado, rostro alargado, moreno, cabello y barba negros.

Lo que más destacaba en su rostro eran los ojos, grandes y melancólicos, a menudo húmedos como si estuviera a punto de llorar. Tenía la voz templada y hablaba en tono bajo, mesurado, pronunciando bien las palabras.

Lo llamaban el Zagoybi, el desdichado, por un horóscopo que le trazaron al nacer: reinaría, pero durante su reinado se consumaría la pérdida del reino.

Toda su vida había vivido condicionado por aquel adverso pronóstico.

—Éste es el herrero que el gran turco envió a tu tío, mawlana— lo presentó Ahmed el Zegrí.

Boabdil examinó al extranjero con curiosidad.— Me han contado tus hazañas con los cañones en Málaga y me han dicho que eras el mejor herrero de Fernando. ¿Es cierto que escapaste de Málaga para salvar a tu esclava cristiana?

—Es cierto, mawlana.

—Y ahora, ¿por qué has vuelto con nosotros?

—Para salvar a mis hijos, mawlana.

—Ya veo. Un hombre que obra por impulsos— dijo como para sí—. ¿Quién nos asegura que no regresarás a Fernando un día de estos, si cambias de idea?

Orbán guardó silencio.

Tosió Boabdil. En su nariz ligeramente aguileña había aparecido una gota de sangre. La restañó con un pañuelo perfumado. Se rumoreaba que estaba muy enfermo. Boabdil se volvió hacia el mayordomo.

—Mi espada.

El escudero tomó el arma y se la entregó a Boabdil, quien la desenvainó. Era una espada recta, con la rica empuñadura dorada recamada de piedras preciosas.—Acércate, turco.

El herrero se aproximó hasta una distancia de cinco pasos suponiendo que el protocolo granadino, como el de Bayaceto, señalaría una respetuosa distancia como el lugar de máximo avance del interlocutor del sultán. Sin embargo, Boabdil le hizo una seña para que se acercara más. Orbán vaciló un momento, pero se sobrepuso y se acercó. Quizá pensaba ejecutarlo allí mismo, por su mano. Boabdil adivinó su aprensión y se sonrió con sus labios pálidos. Cuando lo tuvo a un paso de distancia, tomó la espada con dos manos y se la entregó.

Orbán titubeó antes de tomarla.

Los escoltas cristianos del sultán cruzaron miradas alarmadas.

—Ahora estoy en tus manos, turco— sonrió Boabdil mirando de soslayo a su jefe de guardias, un leonés rubio, que tenía la mano sobre la empuñadura, presto a intervenir.

—Soy yo el que está en las manos de mawlana— respondió cortesanamente Orbán.

—Me cuentan que el hierro no tiene secretos para ti— dijo Boabdil—. ¿Qué opinas de mi espada?

—Es un arma notable, mawlana— dijo Orbán examinando la hoja.

—Se llama mexuar.

—He oído hablar de ella, mawlana— dijo Orbán—. Es una espada famosa.

Pasó los dedos a lo largo de la hoja, como acariciándola.

—Un acero muy duro con vetas extrañas, como serpientes— dijo Boabdil.

—Acero de Damasco, mawlana— corroboró Orbán sin dejar de examinar la hoja.

—Hay pocas como ésta en Granada. Tú que eres herrero, ¿me puedes explicar cómo se consiguen estas vetas? Nuestros espaderos intentan imitarlas sin éxito.

—Las vetas son la marca de Damasco, mawlana. El damasquino consiste en esas misteriosas estrías serpenteantes de color rojo claro que recorren la hoja, la marca de un filo durísimo al golpe e indesgastable.

—¿Sabes tú su secreto?

—No hay secretos, mawlana— explicó Orbán—. Hay que forjar a la vez acero en caliente, duro, rico en cola negra, con acero suave, de este modo se logra elasticidad y resistencia al desgaste.

—Mis espaderos tratan de hacer aceros como éste y no lo consiguen.

—Hay que aplicar las técnicas, mawlana, y eso requiere paciencia. El buen acero no se hace en tiempos de guerra sino en tiempos de paz. El hierro, si se trabaja en caliente, se vuelve muy frágil, el secreto está en forjarlo a una temperatura muy baja.

—¿Y eso, cómo se consigue? ¿Cómo vas a forjar un hierro si no está al rojo?

—Hay maneras intermedias, mawlana. La forja en caliente con un contenido alto de cola negra a temperaturas entre el rojo sangre y el rojo cereza. Después viene el temple, a una temperatura intermedia.

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