Read El mercenario de Granada Online
Authors: Juan Eslava Galán
Un día Jándula llevó a su amo una cesta de higos. Orbán no estaba. Isabel retuvo al criado junto al pozo del jardín.
—¿Qué le pasa a Orbán?
—No lo sé— respondió Jándula, evasivo—. Tú debes saberlo mejor que yo. Al fin y al cabo duermes con él.
—No sé lo que le pasa, pero lo noto triste y ausente— se quejó Isabel—. ¿Puede echar de menos a otra mujer que se dejara allá en el país de los turcos?
—Que yo sepa, no hay otra mujer. En el país de los turcos Orbán era un borracho al que nadie miraba y, además, estaba viudo.
Isabel asintió en silencio. Tenía las manos cruzadas sobre el regazo, las manos coloradas e inflamadas de lavar y de cocinar para Orbán.
—Orbán pasa las noches en vela. Finge dormir, pero yo sé que está despierto por la respiración y porque cambia de postura muchas veces. Cuando se duerme, tiene un sueño inquieto. Suspira además…— titubeó—. Ya no me quiere como al principio. Antes venía a mí todas las noches, a veces dos y tres veces. Ahora parece que no le apetezco.
—Eso es porque está cansado— le dijo Jándula—. Trabaja demasiado.
—¿No hay otra mujer?
—¡Claro que no, qué tontería! Se pasa el día en la herrería: no tiene tiempo de mirar a otra.
—Las putas andan por todas partes— dijo Isabel—. También van a los herreros.
—Queda tranquila, que Orbán no tiene a otra.
No quedó muy convencida.
—¿Tú me lo dirías, verdad? Si tuviera a otra.
—No, no te lo diría— se sinceró Jándula—. Yo me debo a mi amo y soy fiel a Orbán, pero sin mentir puedo decirte que no hay otra.
Comprendió que estaba enamorada del herrero búlgaro con esa pasión que las mujeres ponen en el amor al principio, antes de que se les pase la fiebre y vuelvan a pensar en ellas mismas o en su prole.
La ciudad confiaba en el artillero venido del otro lado del mar, pero el artillero era un soldado experimentado y observaba en Málaga las señales de la derrota. Era sólo cuestión de tiempo. En los mercados había pocos alimentos. Miraban los agoreros en el corazón del verano: si truena en la primera mitad, habrá terremotos y se demolerán palacios, quizá caiga el sultán. Si los mochuelos abandonan el nido antes de la luna llena, señal de grandes calamidades; si la mantis religiosa se aparea en la pared encalada, señal de miserias y fatigas… Todo eran presagios funestos y nadie se atrevía a profetizar una hora feliz.
—La rata negra amamanta a su camada; nacen las avispas en los panales, mal año— pronosticaba la bruja de los ungüentos, a la que los herreros acudían por pomada para las quemaduras.
A pesar de los severos castigos con que el Zegrí castigaba a los acaparadores, la medida de trigo se vendía en el mercado negro a diez veces su precio habitual y aun así era difícil encontrarlo. Casi todo lo que se vendía era harina adulterada. En cuanto a la pesca, salían algunas barcas a faenar, sin luces, pero tenían que mantenerse alejadas de las naves de Fernando, y a veces volvían con las manos vacías o con una docena de peces que apenas bastaban para alimentar a las familias de los pescadores. Los malagueños más pobres padecían tanta hambre que se veían obligados a consumir hierbas y raíces recogidas en las laderas de Gibralfaro. Algunos confundieron plantas de cicuta con cardillos comestibles y se envenenaron.
Mientras esto ocurría y la esperanza en la victoria se desvanecía, proseguían las negociaciones ocultas de Alí Dordux con Fernando a través de un enviado de confianza que se disimulaba entre los pescadores. Alí Dordux y los suyos querían capitular y Fernando los animaba a organizar un levantamiento contra el Zegrí con la promesa de auxiliarlos si conseguían ocupar una puerta de la muralla y mantenerla abierta hasta la llegada de la hueste cristiana. Pero los de Alí Dordux desconfiaban del plan. Quizá antes de que los cristianos conquistaran la ciudad, el Zegrí tendría tiempo de pasar a cuchillo a los principales implicados. Los cenetes patrullaban vigilantes la ciudad. De aquellos bárbaros se podía esperar cualquier cosa. Alí Dordux prefería explorar la vía intermedia. Negociar con Fernando unas condiciones de rendición generosas e intentar convencer al Zegrí de que, puesto que todo estaba perdido, más valía acogerse a ellas. En una ocasión, Alí Dordux envió a su secretario Ibn Mutrí a exponer al alcaide esta posibilidad.
Pasaban los días y las semanas. Fernando no se decidía a atacar. Después de sus primeros reveses había comprendido que Málaga era una presa difícil y prefería mantener a sus soldados en las obras de fortificación, cavando anchas zanjas con cuya tierra levantaban enormes terraplenes bajo la dirección de Ramírez de Madrid.
—¿A qué esperas, perro?— se impacientaba el Zegrí—. Tienes más hombres, más caballos y más vituallas que nosotros. Con la mitad de esa tropa yo habría tomado la ciudad hace tiempo.
Orbán guardaba silencio. Había visto más asedios en Bulgaria y Hungría de los que en Occidente se recordaban y sabía por experiencia que resulta más fácil comprar una ciudad que expugnarla.
Orbán observaba a los cristianos fortificar su campamento y admiraba la atinada disposición de las barreras y los fosos. Aquel Ramírez de Madrid que dirigía las fortificaciones entendía de su oficio.
Ya había pasado el tiempo en que los muros tenían que ser lo más altos posible para dificultar el asalto mediante escalas o torres de madera. Ahora el cañón dominaba el campo. Cuanto más alto el muro, más frágil a los disparos de la artillería. Había que soterrar los castillos, un foso ancho y profundo cumplía la función del muro de antaño.
El Zegrí también se fortificaba. Dividió a la población malagueña en brigadas de trabajo, por barrios, y los puso a excavar zanjas y a levantar empalizadas bajo la dirección del búlgaro. Algunos murmuraban de él:
—Estábamos tan tranquilos, rascándonos los huevos, antes de que llegara el extranjero con sus artimañas.
Los trabajos forzados exasperaban a algunos, pero los cenetes, más brutales que nunca, aplicaban sus leyes africanas y decapitaban en la plaza a los descontentos que alentaban el motín.
El Zegrí confiaba en Orbán y no tomaba ninguna decisión importante sin consultarle. Cada semana inspeccionaba con él las defensas de la ciudad. El herrero búlgaro era el único que se atrevía a decirle lo que no quería oír.
—Todas estas barreras no detendrán a los cristianos, Ahmed. Fernando concentrará su artillería en un par de puntos, romperá el muro e invadirá la ciudad.
—¿Qué sugieres?
—Hagamos lo que hacen ellos: defender con terraplenes y fosos los lugares más expuestos.
—Eso está bien, pero los malagueños que pasan hambre necesitan una victoria que les levante el ánimo. La moral está por los suelos. Si no fuera por los cenetes, se habrían amotinado ya. Por otra parte, un buen ataque por sorpresa nos permitirá tantear las defensas cristianas.
Una salida, en aquellas circunstancias, le parecía suicida a Orbán. Intentó disuadir al alcaide, sin resultado.
En mayo se produjo un ataque especialmente sangriento sobre la puerta de Antequera. Isabel sabía que Orbán no había intervenido en aquella acción. No obstante, cuando volvieron a encontrarse, aquella noche, lo abrazó con una efusión desconocida.
—¡Estaba angustiada!
—No tenías por qué estarlo. Sólo he asistido de lejos a la batalla.
—Dicen que ha muerto mucha gente.
—Supongo que sí— respondió Orbán evasivo—. Entre el humo y la polvareda no se aprecia.
No le gustaba a Orbán hablar del trabajo, ni del oficio de la guerra.
Cenaron en silencio, en la terraza, servidos por Jándula. Al final el criado les escanció una copa de vino dulce en vaso veneciano, de cristal tallado.
—¿Y esto?— le preguntó Orbán, sorprendido.
—Cualquier día puede ser un día especial— respondió Jándula sonriente.
Jándula era avispado y servicial. Sisaba bastante del dinero de los recados y a veces no se le encontraba cuando era necesario, pero sabía adelantarse a las melancolías de su amo y estaba pendiente de su bienestar, que era el suyo propio.
Orbán e Isabel bebieron de la misma copa. Después, en la cama, desvelados, ella le preguntó a Orbán si creía en Dios.
—En cierto modo— dijo Orbán—. Los herreros búlgaros no somos cristianos. Tampoco musulmanes.
Profesamos unas creencias más antiguas que se heredan en la familia, con el oficio.
Se quedó callado. Orbán no se había interrogado sobre sus creencias. Simplemente las aceptaba como algo natural, como suelen hacer los creyentes de cualquier religión.
No estaba Orbán aquel día para conversaciones trascendentes. Más bien necesitaba amar para consolarse de la proximidad de la muerte. Acarició el trasero firme y modelado de la muchacha y le murmuró requiebros al oído. La llamaba princesilla de la lentejita húmeda, cachito de cielo, potra mía en celo y otras expresiones íntimas de un lenguaje que habían desarrollado en sus juegos de amor. Isabel estaba menos receptiva que otras veces.
—¿Me apreciarías si no me pareciera a tu mujer?— preguntó.
Titubeó Orbán.
—Al principio, fue eso lo que me gustó de ti. Que te parecías a ella, excepto por la voz que era más grave, pero ahora no sé por qué te busco.
—No tengo nada que pueda darte— suspiró Isabel—. Ni siquiera me pertenezco a mí.
Orbán la hizo volverse. Se apoyó en el codo y contempló su rostro, sobre el suyo. Era hermosa.
Llevaba colgada del cuello una diminuta cruz de cobre.
—¿Qué sentido tiene todo esto?— susurró la mujer—. Cuando caiga la ciudad, regresaré con los cristianos y no volveremos a vernos.
Orbán meditó la respuesta.
—Entonces haré lo posible por que no caiga la ciudad.
Aquella noche, después del frenético amor, en la azotea débilmente iluminada por la luna, Orbán le preguntó:
—¿Tienes marido que te espera entre los cristianos?
—No. No tengo marido— dijo ella—. Soy soltera. Pero pertenezco a un hombre.
—¿Eres esclava?
—No, pero sé que cuando los cristianos tomen Málaga me buscará. Es un hombre poderoso. Pre-siento que está ahí fuera, en el campamento de Fernando.
—Eso son figuraciones tuyas.
—Seguramente— dijo Isabel.
Se arrepintió de haberle confiado su secreto. Ahora sumaba un pesar a los muchos pesares que la vida le daba al hombre del que estaba enamorada. Además, un pesar gratuito porque era posible que su figuración fuera consecuencia del miedo a perder la felicidad, que el deán la hubiera olvidado, que se hubiera buscado a otra mujer u otras mujeres, que estuviera tan encumbrado, con su tío el obispo, que ya ni recordara aquella pobre campesina que un día rescató de la miseria para convertirla en su amante y su pecado.
Intentaba persuadirse de que, en efecto, el deán se había olvidado de ella, de que la vida lo había llevado por distantes caminos. Al fin y al cabo, ella no fue más que su secreto culpable, su barragana.
Pero en su corazón sabía que no eran figuraciones. En el momento de lucidez que precede al despertar le sobresaltaba, la respiración entrecortada, el corazón al galope, la imagen del deán vestido de todas sus armas, coraza y casco con penacho, penetrando por aquella puerta, la espada sangrienta en la mano, gritando dónde estás, maldita, destruyéndolo todo a su paso.
Hacía años que el instinto la alertaba cuando él estaba cerca. Quizá era él, que enviaba poderosos mensajes por el éter. Era sacerdote y estaba familiarizado con las operaciones mágicas. Isabel, después de años a su lado, observándolo y su friéndolo, pero también rozándolo, se había convencido de que poseía poderes personales, o de que, al menos, participaba de los poderes de su tío el obispo.
Isabel sintió un estremecimiento.
El hombre que se tenía por dueño suyo rondaba la ciudad, la rondaba a ella, como los lobos ron-dan su presa. En las ciegas tinieblas notaba su presencia acechante. Podía imaginarlo, en alguna de aquellas tiendas de lona, al otro lado del muro, tendido en su catre, quizá armado de cuero y de hierro, aquellos olores profundos que impregnaban su piel, más perennes que el del incienso y la cera, desmintiendo su verdadera vocación. Podía imaginarlo aguardando con impaciencia el momento de asaltar la ciudad a sangre y fuego, de buscarla, de recuperarla, de poseerla.
El pensamiento crecía, y ella, desde que tomó su decisión, no se lo comunicaba a Orbán. Aquel doloroso secreto lo guardaba para sí. Le formulaba una pregunta y mientras él la contestaba, ella se sumía en el tormento de sus cabalas, vendrá, no vendrá, analizando argumentos a favor o en contra, siempre los mismos, siempre renovados entre la esperanza y la angustia.
—Estuve en la Arcadia— escuchaba decir a Orbán. En la terraza que olía a mirto y dama de noche, contemplaban el firmamento estrellado, compartían murmullos y silencios, Isabel arrebujada en el pecho tibio del herrero, en su cuello cálido, rozando con la nariz la piel que olía a humo—. Paseé por las ruinas de un templo antiguo en Licosura. Hay un espejo empotrado en la roca, una lámina de cobre con los bordes corroídos por el tiempo y el salitre, en el centro, en la parte donde todavía no alcanza la lepra del metal pulido, hay un reflejo donde fugazmente se refleja el que acude descalzo a la gruta y lo que ves y no ves, tan fugaz es la impresión de la sombra, es tu propio rostro muerto más verdadero y hondo que tu rostro vivo que vira lentamente a la verdad de la muerte.
Isabel no prestaba atención. Distraída, rememoraba su primer encuentro con el deán Maqueda.
Samboal, Segovia, 1476
Unos días antes de San Miguel apareció el deán Maqueda, como cada año, para recaudar la medianería de sus aparceros. Lo acompañaba un séquito de cinco arrieros, treinta mulas, cuatro lanzas y el contador de su tío, el obispo. El deán Maqueda poseía unas tierras a lo largo del río Pirón, en la diócesis de Segovia.
Uno de los aparceros del deán era Diego Hardón. Había heredado la servidumbre de aquella tierra, como antes su padre, y antes su abuelo y el padre de su abuelo, en una cadena cuyo principio se remontaba más allá de la memoria familiar. Los aparceros del deán no eran esclavos, pero estaban tan ligados a la tierra que no podían cambiar de señor ni de oficio sin someterlo a la aprobación del obispo. El propietario de los campos y cerros a lo largo del río Pirón era Pedro Maqueda. Él decidía un impuesto razonable sobre la producción de cada aparcero, lo suficiente para que pasara el invierno con estrecheces, pero sin morirse de hambre.